jueves. 28.03.2024

Nunca negaré mi condición de republicano porque lo soy y, salvo trueno, rayo o terremoto, lo seguiré siendo hasta el fin de mis días. No por capricho, azar o antojo peregrino, tampoco porque crea que una República colmaría todas mis aspiraciones ciudadanas –seguiría siendo un régimen vulnerable e imperfecto incluso en el mejor de los casos-, sino porque una República democrática nace de la manifestación efectiva y periódica de la voluntad popular y niega, por esencia, los derechos de la sangre y los linajes. Es cierto que hoy varios de los países más avanzados del mundo –Suecia, Noruega, Holanda, Dinamarca- son monarquías, pero también que no deben su bienestar a ese régimen sino a que sus titulares aceptaron el ostracismo político y a coyunturas económicas, sociales, culturales y religiosas difícilmente explicables en un artículo: Suecia, qué duda cabe, tendría por lo menos el mismo índice de desarrollo humano que goza ahora mismo sin monarquía, pero de momento han decidido seguir con la tradición y mantener a Carlos Gustavo en el trono para sacarlo en los sellos y entregar no sé qué premios una vez al año, puesto que ni firma las leyes, ni preside consejos de Ministros, ni manda en las fuerzas armadas, ni ejerce misión diplomática conocida, ni tiene atribución constitucional alguna. Los suecos son ricos y probablemente se puedan permitir lujos irracionales que a otros están vedados.

Durante más de tres décadas, se atribuyó a la monarquía borbónica, personificada en Juan Carlos I, una trascendencia democrática que no le correspondía. Desde la elección de Adolfo Suárez como Presidente del Gobierno, la inmensa mayoría de los medios atribuyeron al rey un papel casi teocrático en la “modélica transición”, esa que permitió la continuidad en la vida política, económica y social de los prebostes franquistas, viciando con su moral pacata y sus hábitos reaccionarios el devenir de nuestra democracia. Pero, sin duda, fue su intervención televisada en la noche del 24 de febrero de 1981, tras horas de espera, la que legitimó ante una parte mayoritaria de la ciudadanía a una institución que no tenía arraigo o que lo había perdido dado que debía su existencia no a la voluntad del pueblo español, sino a la del dictador Franco. Esas dos hazañas, más el rol de hombre bueno que se atribuyó al monarca en el mundo de las relaciones exteriores, hicieron que la milenaria institución quedase al margen de las críticas, que la vida del rey su familia escapase, al igual que sus negocios, al examen de quienes de verdad ostentaban la representación popular. Fueron muchos años, demasiados, de “laissez faire, laissez passer”, muchas las amistades peligrosas, desde los jefes de las dinastías árabes más medievales hasta personajes como Colón de Carvajal, Mario Conde, Alfonso Armada o Javier de la Rosa, y poco a poco fuimos sabiendo que el cuento de aquel rey que vino del franquismo para defender la democracia tenía poca consistencia.

Como no puedo negar mi realidad republicana, tampoco voy a negar que durante muchos años, incluso ahora, haya creído que la cuestión regimental no sea el principal problema de España, aunque los miembros de la Casa Real se han empeñado, uno por uno, en llevarme la contraria y poner sobre la mesa, al igual que hizo Alfonso XIII cuando el desastre de Annual y el Expediente Picasso, su irrevocable vocación republicana. Porque, ¿dónde está ahora mismo el mayor y más activo núcleo republicano de este país sino en el Palacio de la Zarzuela y los distintos miembros de la familia real? No hay un solo partido, una sola asociación, un solo periódico que haya puesto tanto ahínco y empeño en el cambio de régimen como quienes en este momento rodean por lazos de camaradería, consanguinidad o afinidad a Su Majestad. Opacidad absoluta de las cuentas reales, cacerías de elefantes y rinocerontes, queridas y amantes con cargo a los presupuestos, negocios que nunca tendrían que haber sido, incrementos patrimoniales desconocidos, exposición pública continuada de su inquebrantable adhesión a la Iglesia de Rouco Varela, ostentación, falta de reflejos, torpeza e impunidad han logrado en unos pocos años resquebrajar unos muros que si un tiempo fuertes ya no lo son tanto.

Es cierto que en España existe un movimiento republicano, pero no lo es menos que republicanos convencidos que sepan de verdad lo que en este país significa la palabra República y conozcan la ética republicana que le es consustancial hay muy pocos, poquísimos. Si hoy la mayoría del pueblo español se declara republicana no es porque sepa del ejemplo maravilloso de Pi y Margall, Salmerón, Altamira o Azaña sino por la inmensa labor que los miembros de la Real Casa están desarrollando en pos del advenimiento de un régimen republicano. La desimputación –palabra de nuevo cuño- de la Infanta Cristina en el llamado “Caso Noos” es un paso de gigante en ese camino para el que nadie tenía alforjas y que ahora parece limpio y llano sin que exista todavía un verdadero partido republicano capaz de encauzar las aspiraciones que en ese sentido pueda albergar una parte de la ciudadanía. Señora Infanta Cristina, mi enhorabuena por su “desimputación”, muchas gracias por su desinteresada ayuda, dé recuerdos a su señor marido y, por supuesto, a su campechano padre. No se pueden hacer las cosas mejor.

Cristina de Borbón, inimputable