viernes. 29.03.2024
clones

“Todos quieren cambiar el mundo,
pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo”

León Tolstoi


En una visita en 2015 a ARCO Madrid-Ifema, la Feria Internacional de Arte Contemporáneo que, desde 1982, constituye una de las principales plataformas del mercado del arte y pieza imprescindible en el circuito internacional de promoción y difusión de la creación artística, por curiosidad socrática, pregunté a uno de los galeristas expositores qué entendemos hoy por arte; su respuesta fue: “Arte es todo aquello que se hace pasar por tal; ponle un marco a la nada, ponle precio y seguro que lo vendes”. Para justificar su subjetiva respuesta, me mostró una pieza titulada: “Vaso de agua medio lleno” del artista cubano Wilfredo Prieto, colocado sobre una pequeña balda de madera en el estand de Nogueras- Blanchard. Tal cual; era un vaso de agua medio lleno, con una etiqueta adjunta: 20.000 euros. ¿Era eso arte? Ignoro, aunque lo dudo, si se vendió o no, pero entendí de inmediato la definición de arte que me dio el galerista.

Es verdad que el arte, las artes son lenguajes subjetivos y los lenguajes son formas de expresión realizadas por distintos medios (imágenes, gestos, signos, códigos…); pero en el lenguaje artístico los idiomas utilizados no se identifican como tales sino por su “estilo”. Cuando decimos que el cubismo es un estilo, queremos decir que el cubismo es un idioma artístico con determinadas características; el cubismo, por ejemplo, rompió con el último estatuto renacentista vigente a principios del siglo XX; hizo desaparecer la perspectiva tradicional, a la vez que trató las formas de la naturaleza por medio de figuras geométricas, fragmentando líneas y superficies. Se puede decir que el estilo en el arte es la creación de una forma de expresión adecuada a un momento, al punto de vista de una época; cada época tiene el suyo, de ahí que se puede decir que el arte es el resultado y la expresión del punto de vista que una sociedad tiene en un momento de su historia para interpretar el mundo y sus realidades. Si toda época tiene su estilo en el arte, en el marco de lenguajes cargados de subjetividad, también toda época tiene su forma de constituirse en sociedad para interpretar y gestionar su mundo y su futuro; y si el arte sufre patologías cuando traspasa límites que vulneran nuestra mirada con actitudes trasgresoras e iconoclastas, parecidas enfermedades y patologías políticas y sociales, con graves consecuencias en todos los campos, pueden padecer las sociedades, también la nuestra; es lo que, en esta sociedad del cansancio, que tan bien ha identificado el filósofo surcoreano, profesor de la Universidad de las Artes de Berlín, Byung-Chul Han, hoy se denomina “síndrome del desgaste democrático”; es como un infarto en el corazón de la sociedad, ocasionado por la negatividad banal con la que se manejan los políticos que hemos elegido; empezamos por ceder en pequeñas cosas y acabamos por perder el sentido de la verdadera realidad en la que vivimos, aunque lo difícil no es vivir en esta compleja sociedad, lo difícil es comprenderla.

En un sistema dominado por el pensamiento único solo se puede hablar de las defensas del ciudadano en sentido figurado; lo idéntico no conduce más que a la formación de ciudadanos clónicos

Señalaba anteriormente esa imprecisa y subjetiva definición de arte como “todo aquello que se hace pasar por tal”. Desde la distancia de toda comparación, que como dicen los clásicos, -Fernando de Rojas en La Celestina (IX, 35) o Cervantes en El Quijote (II, 23)-: “Todas las comparaciones son siempre odiosas”, algo parecido sucede en la política y en las instituciones; ponle “corona y cetro”, y un necio puede pasar por rey o convertir en un “Demóstenes parlamentario” y líder o lideresa de un partido a un “parlanchín”. Radiografiando y analizando en la actualidad cómo se comportan los partidos políticos y sus líderes, a veces como caudillos, son manifiestos los síntomas de fatiga de nuestra democracia; es una demostración de la ignorancia y desinformación ciudadana a la hora de elegirlos: cómo son, qué piensan, cuáles son, en realidad, los intereses de aquellos políticos o partidos a los que los ciudadanos votamos; desconocemos, encerrados en un responsable desconocimiento o influidos por prejuicios ideológicos, sus cualidades, su preparación y sus valores éticos; es un paradigma claro de lo que escribió Saramago en su “Ensayo sobre la ceguera”: no nos quedamos ciegos, estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven, una ceguera informativa manipulada y manipulable. En un sistema dominado por el pensamiento único solo se puede hablar de las defensas del ciudadano en sentido figurado; lo idéntico no conduce más que a la formación de ciudadanos clónicos. También la excesiva información no contrastada y los plurales medios para conseguirla tiene sus riesgos en esta sociedad de las “fake news”, cuando en el ciudadanía no existe una mente críticamente formada para un certero análisis y la consiguiente acertada elección; la excesiva información que hoy tenemos con tantos medios y redes sociales amenaza toda defensa contra el error y la mentira o contra esa otra más sutil y contemporánea llamada “violencia suave”, como es la manipulación; actúa, en frase de Baudrillard, como las ratas, en la clandestinidad. Es como ese virus pandémico o esa “lava viscosa” (la metáfora tiene hoy actualidad) que se infiltra por todas partes, que penetra por todos los intersticios de los diferentes poderes y que se despliega precisamente en una sociedad permisiva y pasiva como la nuestra, incapaz de analizar el desgaste de nuestro sistema democrático, de los partidos políticos y las instituciones representativas; estamos sometidos al albur y amparo del avance en las tecnologías de la información y de la comunicación que están teniendo un impacto trascendental en la evolución de la sociedad ante el nuevo ciclo político que padecemos, cargado de incertidumbre, con escasez de talento y con claros síntomas de fatiga democrática. Esta fatiga se hace evidente en el malestar que impera en la ciudadanía y en las crisis que afectan a nuestras instituciones representativas y tiene su expresión en la presencia de movimientos de protesta, en incipientes conflictos sociales y en un ambiente de radicalización y polarización, no sólo política, sino económica, social y religiosa.

¿Cuál es el origen y el escenario de este malestar?: el mantenimiento de patrones de desigualdad y de exclusión social, el odio inicial al diferente, las dudosas y deficientes pautas de distribución de la riqueza, la explícita corrupción y su impunidad, cuya visibilidad le hace más insoportable, el imperio cultural y económico de un neoliberalismo que potencia respuestas individuales, egoístas e insolidarias, la confrontación ideológica permanente, el negacionismo de la realidad, la pérdida de confianza en las instituciones, el retraimiento de lo público y el empoderamiento de lo privado, la insatisfacción con la propia democracia como señalan cada vez más las encuestas y los estudios de opinión; y subrayando, por su importancia objetiva, la crisis de la democracia representativa, cuyo epicentro está en el deterioro del papel de los partidos políticos que sufren una dramática pérdida de identidad, liderados por candidatos que priman sus proyectos personalistas por encima de los de la ciudadanía, agravado por el excesivo presidencialismo como forma de gestión del gobierno y de las instituciones. Este escenario supone una manifiesta banalidad democrática y configura un escenario extremo de sociedad líquida, en expresión de Bauman. Mientras nos aferramos al milagro tecnológico y del conocimiento en forma de vacuna, la crisis del coronavirus ha evidenciado nuestra fragilidad. ¿Cuáles son las perspectivas de un orden mundial estable y coherente? Sufrimos el virus de la opinión, los hechos ya no importan. La mitad de la población no cree en los hechos y eso es terriblemente peligroso.

Titulo estas reflexiones, “a vuelapluma”, con dos significantes que riman, pero cuyos significados son muy distintos: “connivencia y resiliencia”; en mi opinión, negativo el primero, positivo el segundo.

Una de las frases que más se repite y menos se practica en los medios políticos e institucionales es “tolerancia cero” con la corrupción, en especial, la política

Una de las frases que más se repite y menos se practica en los medios políticos e institucionales es “tolerancia cero” con la corrupción, en especial, la política. Cualquier corrupción es mala, pero no del mismo modo. En España ha habido miles de casos de corrupción, pero solo unos cuantos son conocidos por su magnitud y muy pocos sentenciados por la justicia porque pertenecen a tramas complejas o porque afectan a altos cargos de las instituciones; el caso del “rey emérito” es paradigmático. Existe un convencimiento en la sociedad de que la corrupción supone un grave obstáculo para avanzar en la consolidación de nuestro sistema democrático porque amenaza la estabilidad política y produce una pérdida de credibilidad en el gobierno y en las instituciones públicas. Resulta dudoso que posea fuertes valores éticos quien es capaz de cometer una conducta social legalmente tan reprochable. Alguna de las principales causas de corrupción, además de la ineficiencia de la justicia, de las administraciones y organismos públicos en los que los procedimientos de adjudicación, contratación y gestión de recursos públicos se producen de forma totalmente arbitraria, es la impunidad que se traduce en connivencia entre los políticos del mismo partido y la relación interesada de estos con ciertas instituciones y organismos y, éstos, con los partidos políticos. La connivencia se produce cuando un cargo superior, ya sea éste una autoridad de carácter político, moral, pedagógico…, consiente la realización de hechos ilícitos de personas que se encuentren a su cargo o se relacionan con él. La connivencia no es simple tolerancia, implica cierta complicidad o acuerdo más o menos tácito entre el connivente o tolerante y el transgresor, de modo que éste espera o sabe de alguna manera que quien puede ser tolerante va a serlo con seguridad o que quien debe y puede corregir la falta es connivente y no va a hacerlo.

Desde el perverso marco de la connivencia y la tolerancia con los afines, la crítica a los partidos políticos es una constante en las encuestas realizadas a lo largo de las últimas décadas: son la institución social peor valorada; en esta cambiante y vertiginosa sociedad de los últimos años de la actualidad española, los partidos políticos no van a volver a ser lo que fueron, pero no van a dejar de existir; lo que sí es un dato incuestionable es que para la opinión pública, en general, la calidad de la clase política es deficiente o mala; los ciudadanos, a tenor de los sondeos, consideran que una gran parte de los candidatos políticos tiene como principal motivo para presentarse “el poder y la influencia que se obtiene a través del cargo” y que, una vez conseguido, influyen más en ellos los líderes del partido que le mantienen en el cargo o le pueden promocionar y los medios de comunicación y grupos de presión que por la opinión pública en general o por los electores que le votaron. Así lo señalaba Pierre Villaume al afirmar que “la connivencia, la tolerancia y la esperanza de la impunidad es para muchos hombres una invitación al delito”. Y no dejo de alertar, como posible duda, el peligroso riesgo para la democracia si la connivencia entre la política y la justicia se diese y, peor aún, si se consolidase. La turbia situación del bloqueo del Consejo General del Poder Judicial y el negacionismo de Casado y el PP a su desbloqueo, dan motivos para la sospecha; resulta desolador tener que recordar una obviedad, de la que ya nos advirtió escritor romano, nacido en Hispania y amigo de Séneca, Lucio Junio Moderado Columela: “Reprender al que yerra no basta si no se le enseña el camino recto”. Es fácil de entender que mientras la connivencia y tolerancia aniden en nuestras estructuras administrativas, judiciales y políticas, eso de “tolerancia cero con la corrupción” será un mantra de manejo fácil, pero de escasas consecuencias; a quien dañará en realidad será a la democracia y a la ciudadanía.

A estas alturas, ninguno de los partidos nos puede garantizar que vayan a ser eficaces y resolutivos; deben ser conscientes de que, ante las esperanzas tantas veces defraudadas, millones de ciudadanos se encuentran en la tesitura de no confiar en ellos. Crece la desconfianza hacia aquellos políticos que acaparan de continuo el relato informativo como consecuencia de su irracional confrontación, su inexistente capacidad para el diálogo y la imposibilidad de llegar a acuerdos de Estado; se impone, nos imponemos los ciudadanos, el intentar recuperar la confianza en la democracia. Si no vemos salida a los problemas por la inutilidad de los políticos, hay que activar que nosotros podemos ser la salida; enfangarse en el magma del pesimismo, además de tóxico y contagioso, es cerrarnos el futuro. Si podemos soñarlo, podemos hacerlo; sólo fracasa quien no lo intenta. Como escribió Neruda, “queda prohibido no sonreír a los problemas, no luchar por lo que queremos, abandonarlo todo por miedo y no convertir en realidad nuestros sueños”. Desde esta actitud que dibuja Neruda, reflexiono sobre el segundo significante del título: resiliencia; desvío el objetivo de mi crítica en los políticos para centrar una mirada positiva en la ciudadanía. A ello invita el ejemplo de solidaridad que nos están dando los ciudadanos de La Palma; ellos, con su autoestima e identidad colectiva, son la auténtica definición de lo que significa “resiliencia”: la necesaria capacidad de superar la adversidad, de asumir con decisión estos graves momentos, sobreponerse a ellos e, incluso, salir fortalecidos, sabiendo coordinar los esfuerzos colectivos, funcionando como una comunidad de acción.

Cuando los problemas se ven con una actitud positiva la solución suele estar más cerca, en cambio, cuando uno se acostumbra a no conseguir nunca lo que desea, acaba por no saber incluso lo que quiere. Y una gran mayoría de los ciudadanos saben lo que desean y quieren conseguirlo: quieren ser ciudadanos utópicos y positivos en la búsqueda decidida de una nueva democracia, pues, como alguien, con cierto romanticismo psicológico ha dicho: “contra el pesimismo de la situación actual, queremos oponer el optimismo de la voluntad y nuestro compromiso”.

Connivencia y resiliencia