viernes. 29.03.2024
olaechea

Monseñor Marcelino Olaechea Loizaga (1889-1972), fue obispo de Pamplona (1935-1946) y arzobispo de Valencia (1946-1966). Nació en Luchana-Baracaldo en el seno de una familia de obreros. Su padre trabajaba en los afamados Altos Hornos de Vizcaya.

En plena vorágine de las elecciones de febrero de 1936, ganadas por el Frente Popular, pronunció un discurso en una iglesia local que el periódico nacionalista La Voz de Navarra fechado el 26 de enero de 1936, pero reprodujo, ladinamente, el 15 de febrero. El resto de la prensa local, Diario de Navarra y El Pensamiento Navarro se abstuvieron de publicarlo o, cabría mejor decir, que el suscribiente, por mucho que lo ha buscado en las hemerotecas, no ha localizado dicho texto en tales periódicos.

En cuanto a su contenido, diré que concluía con un imperativo doctrinal que, supongo, no gustaría nada a la militancia clerical de la época: “Los sacerdotes deben estar muy lejos de toda política”.

El razonamiento del prelado partía de este singular silogismo: “Si el Prelado fuera cedista, tradicionalista, nacionalista o cualquier otro “ista” haría traición a su augusta misión de padre de las almas, se opondría a los intereses de la iglesia, frustraría en parte los frutos de la sangre de Jesucristo, se haría reo del aparcamiento de los corazones”.

Por todo lo cual, no dudaba en sostener dicho axioma: “El obispo no puede tener preferencias por ningún partido.”

Como si adivinara lo que iba a venir, el obispo planteaba que “si, con el andar del tiempo en un lugar de nuestra Patria, alguien pensara y dijera que su Prelado sea tal o cual “ista” incurrirá él en tal desgracia, faltaría grandemente a la justica el pensador o murmurador, y si en tal desgracia incurriera un Prelado, sería una desgracia tremenda que haría llorar a la Iglesia.”

A continuación, aplicaría la misma lógica a los sacerdotes, aunque, según su opinión, “en menor escala”. Inspirado por la doctrina evangélica, sugería la imagen bien atractiva para el momento crucial en que se vivía de que el sacerdote era como un imán conciliador, es decir, “un punto de convergencia de los hermanos, de esos hermanos, a veces y en ciertas ocasiones, como la presente de modo particular, enfrentados por divergencias de ideas, de corazones, de vida”, y que, “cuando suene la hora de defender los intereses de Jesucristo apartarán de sí las miras partidistas y se sentarán fundidos en abrazo fraterno.”

El discurso del obispo deseaba ardientemente que tanto él como los sacerdotes fueran juzgados de este modo indicado, lejos de todo afán político, porque sería la única manera de evitar cualquier suspicacia, recelo y sectarismo hacia el comportamiento de la iglesia. Me apresuro a sugerir que con toda seguridad el bueno del prelado se creía que los pensamientos contenidos en su discurso eran definitivos, no en vano "procedían de la voz de lo alto", como oportunamente había señalado el periódico nacionalista.

Olaechea cambió su discurso universal del amor por el de la defensa de sus convicciones religiosas mediante el acomodo de una guerra contra los otros, los llamados infieles que el prelado transformó en Santa Cruzada

Lástima, porque, lo que ocurrió después, daría al traste con estos bien intencionados planteamientos. Olaechea, de la noche a la mañana, cambió su discurso universal del amor por el de la defensa de sus convicciones religiosas mediante el acomodo de una guerra contra los otros, los llamados infieles, y que, con toda naturalidad, el prelado transformó en Santa Cruzada: “No es una guerra, es una cruzada. Vivimos una hora histórica en la que se ventilan los sagrados intereses de la religión y de la patria, una contienda entre la civilización y la barbarie”.

Más tarde, firmaría con el obispo de Vitoria, Mateo Múgica Urrestarazu, una exhortación titulada Non licet -No es lícito-, donde la figura de los sacerdotes dejaba de irradiar la imagen de padres de convergencia política para ser solo soldados de Cristo al servicio de los golpistas, prohibiéndoles bajo pena de excomunión apoyar al gobierno republicano.

Pronto, incluso, lleno de unción religiosa y devota diría: “Con los sacerdotes han marchado a la guerra nuestros seminaristas. ¡Es guerra santa! Un día volverán al seminario mejorados. Toda esta gloriosa diócesis, con su dinero, con sus edificios, con todo cuanto es y tiene, concurre a esta gigantesca cruzada”.

Olvidando la aureola de ser “Padre de todos”, Olaechea solo desearía “el triunfo de nuestras armas”, viendo “brotar en la punta de las bayonetas de nuestros soldados el ramo de olivo”, calificando su gesta como “la más alta cruzada que han visto los siglos, donde es palpable la asistencia divina a nuestro lado”.

¿Cómo fue posible que en tan solo seis meses la lógica y la coherencia del padre de todos, llamado Olaechea, se fuera al carajo?

En realidad, no se fue. Solo se limitó a cambiar de pensamiento y a ser coherente con otro. Solo eso. Goicoechea siempre fue coherente. Su caso, como el de tantos, revelaría que un día tenían una idea como un principio es genial y, al día siguiente, descubrían que no era tan genial por variopintas causas o intereses inmediatos, claro. Pues lo habitual es cambiar o mudar, pero no evolucionar, que es bien distinto, como ya dijera Darwin.

Suponemos que uno tiene principios, que actúa de acuerdo con ellos y que a este movimiento llamamos coherencia, siendo conscientes en todo momento sabedores de que existe la posibilidad de cambiar de ideas en un futuro, según dicte la conveniencia.

Es higiénico fustigar y alabar, según y cómo, la coherencia del comportamiento humano. Mucho más lo es señalar con qué principios pretende alguien ser coherente.

Dicho de otro modo, ¿no es preferible que un botarate, que no sabe distinguir entre un nombre abstracto y un nombre concreto, se abstenga de ser coherente con lo que piensa? Ojalá lo hubiera hecho Franco y quienes lo apoyaron en 1936.

Nadie puede negar que los obispos y golpistas militaristas perjuros fueron coherentes con sus principios. Ahora bien, ¿quién, con dos dedos de lógica en la frente, alabará dicha coherencia? A fin de cuentas, ¿no es, acaso, la misma coherencia que seguía a machamartillo los principios políticos, teológicos y éticos que justificaron la el asesinato de 3400 navarros? ¡A la mierda dichos principios y dicha coherencia!

Claro que a la vista de ciertas actitudes políticas de hoy día, no sabe uno qué es más terrorífico, si haber sido un coherente insensato en 1936, como lo fue el carlismo en esa fecha aciaga, o pretender serlo en la actualidad, sea manteniendo o defendiendo los mismos principios de quienes los precedieron en el cultivo de semejante coherencia criminal, pues, no en vano criminales, eran sus principios.

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