jueves. 28.03.2024

Aquellos que me conocen saben que una de mis debilidades son los perros, sin importar raza, tamaño o color. Pues bien, esta afición - un tanto desmedida según reconozco - choca con la dejadez dominante en España respecto a todos los animales domésticos, sin importar que sean perros, gatos, vacas, burros, caballos o las siempre menospreciadas cabras.

Nuestros pueblos, con sus aceradas costumbres, nunca han considerado a estos trabajadores esclavizados como “uno más de la familia” y eso ha calado hondo, tan hondo que cuando los perros llegaron a las ciudades el estigma prevalecía y el chucho era ignorado en casi todas sus necesidades. Si había comida, ya era bastante. De los gatos, mejor no hablar, que los escobazos calaron hasta el ADN y en comparación con los consentidos mininos de Arabia y países musulmanes, los nuestros son montaraces que predicen el palo antes que la caricia.

Si alguien duda de lo que digo, que busque la realidad de los perros y otros animales abandonados a su suerte y a la espera de adopción por la erupción de La Palma: perdidos y asombrados ante la llegada de la lava, estos animales han acabado en jaulas donde esperan la salvación y TODOS ELLOS TIENEN DUEÑOS, tienen familias que se encapricharon de aquellos cachorros y, es de suponer, tienen chips con los datos para contactar con sus dueños y que sigan haciéndose cargo de ellos. Una verdadera vergüenza.

Pues bien, en medio de este desierto afectivo y cultural, la esperanza crece como una pequeña planta acosada por la sequía. El pasado fin de semana me acerqué a ver las primeras clases de un cachorro recién caído en la familia de un amigo cercano. En el ejercicio de su responsabilidad, al colegio van todos los de la familia para estar seguros de que el perro acaba bien educado, socializado y asegurando el pleno disfrute de tan maravilloso compañero. 

El colegio - del que también salió egresado mi propio perro - se encuentra en Galapagar, cerca de Madrid y el domingo contaba con unos 30 o 40 alumnos, divididos en sus correspondientes niveles recibiendo sus lecciones de urbanidad y buenas maneras. Si alguien tiene ganas de disfrutar del espectáculo, le aconsejo que se acerque un sábado o un domingo por la mañana la escuela canina la tejera y podrá ver a esos esforzados alumnos en pos de sus premios y caricias.

¿Por qué mi esperanza? Por algo muy simple: hace unos años, no más de 10, en toda la zona no se podían encontrar a 40 familias preocupadas porque sus perros fueran uno más dentro de la sociedad humana; porque pudieran ir con ellos a todas partes y demostrar que hay pocas cosas más agradables que tener cerca un perro bien educado.

Mi experiencia personal lo ratifica y siempre que he llevado a mis perros a una casa rural o a una excursión, tras las reticencias iniciales, todos los niños y todos los adultos han acabado disfrutando del rato pasado jugando y acariciando a mis perros y comprobando lo agradable que es estar juntos a ellos. Alfredo, el que hace años puso en marcha este centro, ha luchado como los buenos por enseñar a la gente de la zona a convivir con los chuchos de una forma sensata; los ha integrado en las familias y ahora, cuando el ejemplo cunde y el boca a boca parece funcionar,  llega la recompensa de ver que, emparejada a la llegada del cachorro, también llega la responsabilidad, el compromiso, las ganas de hacerlo bien y de esa forma, poder disfrutar con ellos tal y como ellos merecen.

Hay esperanza.

Una cierta esperanza