viernes. 29.03.2024

Eminencia Reverendísima y Presidente de la Conferencia Episcopal:

Hace unos días, en el discurso con el que inauguraba como Presidente la asamblea plenaria de la Conferencia Episcopal Española, compareció usted leyéndole la cartilla al Gobierno de la Nación y exigiendo reformas urgentes en la Ley de interrupción voluntaria del embarazo y en la Ley de Matrimonio de los homosexuales. Sus palabras, al lamentarse de los graves problemas del presente y responsabilidad de los católicos, fueron las siguientes:

“Persiste la desprotección legal del derecho a la vida de los que van a nacer y persiste una legislación sobre el matrimonio gravemente injusta. Persiste la ausencia de protección adecuada para la familia y la natalidad, en especial, para las familias numerosas”.

Para muchos ciudadanos españoles nos resulta cansino el celo machaconamente excesivo con el que la Conferencia Episcopal, en general, y usted en particular como presidente de la misma, intentan dar lecciones a la sociedad española y a sus representante sobre temas de gobierno cuya competencia, por elección de los ciudadanos y mandato constitucional, pertenece a las Instituciones civiles del Estado. Hace tiempo durante la celebración de la festividad de la Inmaculada de 2011, iniciado ya el gobierno del Partido Popular, afirmaba usted que, ante estos momentos "muy difíciles, sería bueno que la conciencia guiada por la Ley de Dios vuelva a ser un elemento y un órgano decisivo en el comportamiento no sólo personal y privado, sino en el comportamiento, en la acción y en las actividades públicas que afectan a todos". Y en la citada asamblea plenaria de la Conferencia Episcopal Española aleccionaba en sus palabras que “Los pasos dados en estos meses hacia la resolución de estos graves problemas resultan todavía insuficientes”. Permítame, pues, que intente yo, también, hacerle algunas reflexiones, al verle tan preocupado e interesado por temas que competen a la ciudadanía y a la sociedad civil, sobre temas que les afectan de pleno a ustedes, la jerarquía de la Iglesia Católica.

Escribía Wole Soyinka, Nobel de Literatura, en un ensayo titulado “Clima de miedo” que “Sería más fácil enfrentarse al mundo si la religión no saliera del dominio de lo espiritual, pero el religioso es un orden incapaz de permanecer dentro de una zona privada que no se traduzca en poder y no en orientación sobre los demás”.

Pertenece usted a ese tipo de jerarquía católica que da respuestas a preguntas que poca gente se hace, mientras mantiene un “silente e inexplicable” silencio a las que al pueblo preocupan. Y podría enumerarle un buen elenco de ellas – lo haré más adelante -, pues los que pisamos la calle y compartimos con los ciudadanos el “pondus et aestus diei”, es decir, las preocupaciones del día a día, bien conocemos y compartimos. No en vano millones de católicos españoles se desvinculan cada día más de su discurso episcopal, de su pobre y politizado mensaje, que ni es pastoral ni evangélico. Usted, señor cardenal, al que no se le conocen otros méritos que su excesivo conservadurismo y al que acompaña gran parte de la jerarquía de la Conferencia Episcopal Española,  aspira a la incursión de la religión en el amplio dominio de todo lo secular, apropiándose del terreno de la ética, las costumbres y la conducta social. En lugar de abrirse al mundo imbuido del “gozo y la esperanza” (Gaudium et spes) surgida del Concilio Vaticano II, se está quedando a solas con su discurso. Bueno, sólo no; le acompañan un nutrido grupo de católicos conservadores y de militantes integristas del Partido Popular, del corte del ministro Gallardón, y que nos quieren retrotraer a una época de nuestra historia que creíamos superada. Aburre escucharles que Dios vela por nosotros, sin preguntarse cómo perciben sus vacuos discursos tantos millones de españoles condenados, muchos desde su nacimiento, a vivir pobres, explotados o sin esperanza. De ahí que yo, y otros tantos españoles, suscribamos ese verso de César Vallejo: “Yo nací un día / que Dios estuvo enfermo”.

Señor cardenal, es curioso constatar la preocupación que con frecuencia manifiesta, como escribió en su carta pastoral de 30 de septiembre de 2006,  acerca del “sostenimiento material de la Iglesia”. Después de utilizar en ella el escapismo justificativo del “bla, bla, bla, espiritual-místico-teológico”, se despacha con el siguiente razonamiento apriorista: “Las necesidades materiales –o económicas (¡qué bien matizaba al añadir este adjetivo actualizado, que no aparece en los textos evangélicos!) de la Iglesia, inherentes intrínsecamente a la posibilidad del recto ejercicio de su misión, han sido siempre cubiertas por la generosidad de sus fieles, desde los mismos días de la comunidad de discípulos de Jesús y de la primitiva comunidad cristiana hasta el día de hoy. Las formas en las que se ha prestado dicha ayuda han variado mucho a lo largo de las distintas etapas de su historia. Pero el principio de la contribución de los fieles ha permanecido inalterable como signo e instrumento obligado de su comunión con la Iglesia y sus Pastores”.

Y para justificar aún más la obligación del Estado de subvencionar las necesidades materiales de la iglesia, añadía y se peguntaba que “si los Estados democráticos subvencionan en la actualidad las más variadas actividades que los ciudadanos puedan desarrollar en el terreno del deporte, de las artes, de la cultura, etc., a fin de que puedan ser sencillamente viables… ¿por qué no las actividades relacionadas con la vida y actividad religiosa?”.

Y le respondo con la palabra de miles de ciudadanos: por una sencilla razón usted debería conocer y tener en cuenta en su razonamiento, monseñor. La tiene en Juan 18, 33-37: «Mi Reino no es de este mundo». Una vez más la jerarquía se manifiesta maestra en darle -o intentar darle- la vuelta a las palabras según convenga. A conveniencia utiliza ya el lenguaje sociológico, ya el político, ya el arcano y metafísico de la teología... Pues “si su reino no es de este mundo”, no se preocupen ustedes tanto por el de aquí y por cómo lo gestionan los que han sido elegidos democráticamente para gobernarlo.

Recuerdo unas palabras de un hermano suyo en el Episcopado, calificado por muchos como el “Obispo de los pobres”, la “voz de los sin-voz”, “el profeta de la Iglesia de los pobres y defensor acérrimo de los mismos”, el “apóstol de la no violencia activa”; era obispo en Brasil; se llamaba Hélder Cámara; falleció en 1999. ¿Lo recuerda usted? Dejó el palacio episcopal y pasó a vivir en una casita en medio del pueblo, detrás de la Iglesia de las Fronteras, en Recife, para poder acoger a todo el mundo. Seguramente sabrá usted, como Presidente de la Conferencia Episcopal, que durante el Concilio Vaticano II, este ejemplar obispo de los pobres escribió una carta al entonces Papa Pablo VI, aconsejando que el representante de Cristo en la tierra, el representante de la Iglesia de los pobres según la teología más carismática y ortodoxa, dejase de vivir en medio de las riquezas y lujos del estado Vaticano. En su “ingenuidad evangélica” (yo diría que en su apuesta por vivir fielmente el mensaje de Jesús, en el que usted, supongo cree) proponía que el Papa hiciese una profunda reforma en la curia romana para convertirla en instrumento de comunión y articulación de las Iglesias locales, viviendo en profundidad el mensaje de pobreza del evangelio. Al vivir, alejado de todo poder terrenal para vivir fielmente ese mensaje de pobreza, el Papa -continuaba en su carta- debería cerrar las nunciaturas en el mundo entero para comunicarse con las iglesias locales de creyentes a través de las conferencias episcopales. Hasta su muerte esperó una respuesta que nunca llegó. Éstas son sus palabras que entonces, y más ahora, me parecían y parecen el mejor modelo de creyente en el Jesús del evangelio: "La mejor manera de valorar la postura de un hombre ante Dios consiste en valorar su posición ante el dinero; si depende de él (el dinero), estará alejado de Dios, por más piadoso que se considere; si está libre de toda fiebre de dinero, permanecerá cerca de Dios, aunque se llame incrédulo o crea que realmente lo es". ¿Le traen a su Eminencia Reverendísima alguna evangélica reflexión estas palabras de monseñor Hélder Cámara? Parece ser que la impronta vaticana del nuevo Papa Francisco va más por esa línea.

Imagino que no ignora, señor cardenal que, en el evangelio que usted predica, Jesús afirma que la acumulación de riqueza tiene su origen en la codicia. Y sin embargo ustedes estimulan y animan a los españoles, con velada amenaza, sin disimular esa exultante codicia, a que no se olviden de marcar la “x” en la casilla de la Iglesia; aunque recuerden a la par a sus fieles que la parte del león de la financiación de la Iglesia católica no procede de la asignación tributaria del IRPF, sino de su colaboración directa al sostenimiento eclesial a través de "colectas o suscripciones". Una colaboración que, según ustedes, "sigue siendo absolutamente indispensable".

Olvida usted, señor arzobispo, que quienes creen en dogmas suelen ignorar realidades; pero la realidad, esa realidad que ustedes ignoran, nos muestra un escenario completamente distinto; en sus campañas de comunicación ustedes se enorgullecen de los centros escolares u hospitales y otros servicios sociales que mantiene la Iglesia en España y en el mundo, de la labor de los misioneros o de las ONG católicas (por otra parte, ciertamente admirables); pero usted sabe que es el Estado el que financia cada año con más de 6.000 millones de euros estas actividades educativas, sociales, sanitarias y de culto de la Iglesia católica. Sólo en sus centros escolares se conceden más de 3.500 millones, más otros 600 destinados a pagar a los profesores de Religión u otros docentes en centros concertados. Sabe usted, no creo que lo ignore, que los más de 260 millones recaudados por el IRPF no son, ni mucho menos, la mejor tajada de los fondos públicos que recibe su Institución. Posiblemente sea sólo la parte más polémica; lo cierto es que esos 260 millones de euros del IRPF van íntegramente a pagar los sueldos y la Seguridad Social de los 22.000 sacerdotes que hay en el país. Incluso, las ONG confesionales como Cáritas o Manos Unidas, que realizan una intensa y admirable labor social, reciben en realidad para sus meritorios fines y acciones su dinero público de la casilla de "otros fines" y de los fondos de Cooperación Internacional, y no de la casilla de la Iglesia (la de la “x” específica).

Decía el Cardenal Tarancón, otrora Arzobispo de Madrid y Presidente también de la Conferencia Episcopal, en Diario 16 en los principios del año 1990, que "los que van principalmente en busca del dinero no pueden creer en Dios, ni ver al prójimo como hermano”. Y le recuerdo una frase de Jon Sobrino, teólogo de la liberación y  de la Compañía de Jesús: "Quienes buscan el dinero deberían mirarse en el espejo de los pobres de este mundo para ver, sin vendas en los ojos, los males que produce".

Usted debería saber que de la actitud vital que frente al dinero y las riquezas tengan los discípulos de Jesús depende, hoy como ayer, el que la doctrina de Jesucristo aparezca no sólo como creíble sino incluso como posible: en la preocupación diaria que muestra la jerarquía por el deseo de dinero se está jugando la Iglesia la fe en el reino de Dios y está comprometiendo la credibilidad del evangelio del Jesús que predican.

Para salvar el reino de Dios y la credibilidad del Evangelio mucho tendrá que cambiar la Jerarquía católica para que nos resulte evidente a todos los ciudadanos que ha preferido servir a Dios en exclusiva y no a las riquezas; ésta es su responsabilidad, pues como expresamente proclama Jesús, consciente del atractivo seductor y corruptor de las riquezas, en el evangelio que ustedes enseñan, “no se puede servir a Dios y al dinero” (Lucas, 16,13). Y en este dilema la jerarquía católica española mayoritariamente, en mi opinión, ha elegido claramente los euros, el confort y el lujo.

Señor cardenal, el reino de Dios y la despreocupación por las riquezas valen, según el evangelio, más que todos los bienes. Pero al verles a ustedes, la Jerarquía de la Iglesia preocuparse por los bienes materiales y amontonarlos (¡cuánta riqueza no acumula la Iglesia de España!), ¿dónde quedan esas máximas del evangelio, esas que ustedes, en sus teologías bíblicas y dogmáticas, llaman la síntesis del mensaje de Jesús? Le recuerdo algunas:

El joven rico, para llegar a ser un hombre logrado, debe seguir la orden de Jesús: "vete, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, que tendrás en Dios tu riqueza; y después sígueme” (Mateo 19,21; o Marcos 10,21 o Lucas 18,22).

Y a sus discípulos Jesús les dice: "Vended vuestros bienes y dadlos en limosna; haceos bolsas que no se estropeen, una riqueza inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni echa a perder la polilla. Porque donde tengáis vuestra riqueza tendréis el corazón” (Lucas 12, 33-34).

Jesús mismo se muestra poco amigo de quienes venden, cambian o hablan de riquezas en los atrios del templo (o lo hacen en la sede de la Conferencia Episcopal). Y al expulsarles del mismo les dice "No convirtáis la casa de mi Padre en una casa de negocios" (Juan 2,16).

Estoy convencido que para Jesús, el dinero no es malo; lo malo es su acumulación abusiva (¡Dios, cuántas son las riquezas acumuladas por la Iglesia”!); lo perverso es la avaricia y el ansia de tener que lleva a acaparar. Y éste es el mal que aqueja a nuestra sociedad, en general y a la jerarquía de la Iglesia, en particular.

Usted sabe (la historia de la Iglesia es un ejemplo permanente desde el siglo IV, siglo en el que la Iglesia de Roma con Constantino, rompe vínculos con el evangelio) que cuando el dinero (que es poder) se convierte en dios, se pone en peligro la convivencia humana, se rompen las relaciones familiares, se olvida el perdón, se extorsiona, se roba, se traiciona y se llega hasta quitar la vida del otro, si es necesario. El ansia de dinero lleva al olvido del prójimo que sufre y nos hace sentirnos seguros de nosotros mismos, hasta el punto de creer que incluso la vida se puede asegurar con dinero. El dinero es un dios que exige pleitesía y adoración. Y a este becerro disfrazado de oro hace mucho tiempo que la Iglesia, no sé si le rinda pleitesía, pero sí le dedica excesiva preocupación.

Sin embargo en su evangelio Jesús proclama (Lucas, 12, 22-35) “Por eso os digo: No andéis preocupados por la vida, pensando qué vais a comer; ni por el cuerpo, pensando con qué os vais a vestir. Porque la vida vale más que el alimento y el cuerpo más que el vestido... Porque donde tengáis vuestra riqueza tendréis el corazón”. Ante doctrina tan meridiana, la historia de la Iglesia nos enseña lo bien que sabe poner en marcha los mecanismos de una sibilina hermenéutica, interpretando, “pro domo sua” y a conveniencia, la claridad y lectura primera de estos textos.

Y con toda honestidad, señor arzobispo, le quiero preguntar, apelando a su misión de búsqueda de la verdad: ¿le suenan estas máximas evangélicas?; ¿está de acuerdo con ellas?; ¿cómo las compagina con la riqueza y el poder con los que se adorna la Jerarquía eclesiástica? Más aun, ¿de qué imagen nos podemos fiar los simples ciudadanos, la que reflejan estas palabras, o la que da la Iglesia católica, cazadora de herencias, con su boato innecesario, insultante y ostentoso y acumuladora de tesoros, cuya posesión justifica sin pudor evangélico, considerándose mecenas del arte?; ¿es realmente iglesia de los pobres esa iglesia que hemos visto recientemente en el cónclave “pro eligendo pontífice”, en el que el fondo de armario de los todos los cardenales cuesta más que el vestuario completo de los mandatarios de Europa juntos?; ¿en razón de qué tradición de iglesia de los pobres justifican ustedes tales dispendios en sus disparatados y ostentosos vestuarios?; ¿no cree usted que con esa imagen, tan frecuente visualmente, la Iglesia está comprometiendo ante la sociedad la credibilidad del evangelio de Jesús?

Y por venirnos en nuestras reflexiones a documentos más cercanos de la propia Iglesia, le traigo a su consideración la Constitución Dogmática "Lumen gentium", documento aprobado en el Concilio Vaticano II. En su capítulo 1, titulado el Misterio de la Iglesia, el punto 8 expresamente dice:

“Mas como Cristo cumplió la redención en la pobreza y en la persecución (el subrayado es mío), así la Iglesia es llamada a seguir ese mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación. Cristo Jesús, "existiendo en la forma de Dios, se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo" (Filipenses, 2, 6) y por nosotros "se hizo pobre, siendo rico" (2 Corintios, 8, 9); así la Iglesia aunque en el cumplimiento de su misión exige recursos humanos, no está constituida para buscar la gloria de este mundo, sino para predicar la humildad y la abnegación incluso con su ejemplo. Cristo fue enviado por el Padre a "evangelizar a los pobres, y levantar a los oprimidos" (Lucas, 4,18), "para buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lucas, 19, 10); de manera semejante la Iglesia abraza a todos los afligidos por la debilidad humana, más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en aliviar sus necesidades, y pretende servir en ellos a Cristo”.

Pues sí, señor cardenal; así de claro es el mensaje de ese Jesús, del que ustedes se declaran creyentes y al que dicen imitar con sus vidas; especialmente la jerarquía católica que, en razón de su dignidad y cargo, imagino que estará más obligada. Pero lo más paradójico (incluso irónico) es que ese ejemplo, salvo raras y admirables excepciones, no lo hacen ustedes patente. Preocúpense más, como dice el evangelio, por el Reino de Dios, y dejen en manos de la providencia, de la que tanto hablan, los bienes materiales (o terrenales)… Es decir, más ejemplo, menos “cepillos” en las iglesias y menos “x” en las declaraciones de la renta. ¿Acaso no creen que la fe mueve montañas, como predican? ¿No será que para ustedes tal carisma no existe o, lo que sería peor, es un cuento chino?

No me extraña, pues, que viendo su alta preocupación por lo terrenal y el poder político, no quedándose sólo en declaraciones y palabras, sino invitando a los católicos a manifestarse cuando las políticas de otros gobiernos no populares no satisfacían plenamente sus exigencias, esté aumentando el anticlericalismo y la despreocupación por lo religioso en muchos ciudadanos jóvenes y no tan jóvenes y prefieran más mantenerse en sintonía con la sociedad real de los pobres que con una jerarquía que, de nuevo en la historia, ha emprendido una carrera por la conquista del poder y la riqueza a cualquier precio, encontrando un auténtico filón en lo que ustedes denominaron “intolerancia del laicismo que promovía el Gobierno socialista”. Por ahí atacaron una y otra vez, para defender sus privilegios, al gobierno socialista y así recuperar las riendas del poder. No reclaman ustedes políticas al servicio de los ciudadanos ni proponen la redistribución de los recursos sociales. Todo lo contrario, se impone el integrismo. Y con la educación y las finanzas a salvo, ¿para qué descender a los problemas sociales? Tenemos la impresión de que para usted y para la jerarquía actual de la Iglesia lo importante no es la sociedad española sino quién tiene el poder. Están empujando ustedes con esa conducta a muchos ciudadanos a un sano agnosticismo, cuando no, a un nuevo anticlericalismo.

Antes de concluir mi carta quiero hacerle descarnadamente una pregunta; puede usted responderla en el interior de su conciencia, si quiere: ¿cuántas veces como Cardenal de Madrid se han manchado los zapatos pisando el barro de los más pobres de los pobres de su iglesia madrileña y cuántas esos mismos zapatos han pisado las moquetas y los mármoles de los palacios del poder? Reflexione; es un buen test de su compromiso evangélico… Menos mal que hay muchos cristianos de base y muchos curas - los que ustedes tienen en la lista y en el filo de la heterodoxia y la descalificación dogmática - que pisan de verdad esos barros, se hacen pobres con los pobres y ponen en práctica el modelo de las bienaventuranzas. Esos sí que hacen creíble su fe.

Resulta significativo y penoso a la vez, señor presidente de la Conferencia Episcopal, que, una vez más, en ese discurso que al inicio de mi carta le mencionaba, vuelva a intentar que los Gobiernos democráticos se plieguen a sus directrices, como corresponde a un poder fáctico. Es significativo y penoso, digo, que lejos de poner el acento en la austeridad interna de la Iglesia que preside, quiera influir en el Gobierno porque tema que no aproveche su mayoría absoluta para cambiar la legislación sobre el aborto o poner fin al reconocimiento legal de los matrimonios entre homosexuales, como si toda la sociedad española fuese creyente de su Iglesia. Esos tiempos, por cierto y por suerte, ya pasaron al finalizar la dictadura que ustedes apoyaron. Y lo que está demostrando usted y la Conferencia Episcopal española con esta actitud de exigencia es que vive instalada en una situación de privilegio impropia de un Estado no confesional, contraria a la Iglesia de los pobres y cada vez más alejada del proyecto liberador de ese maestro al que llaman Jesús de Nazaret. Llego a pensar, señor cardenal, que la Iglesia que usted representa es más una fuerza de fragmentación que de unión entre los españoles, pues ateniéndome a las palabras y a la intención de su discurso, me atrevo a concluir que la jerarquía de la Iglesia católica española nunca creyó en los valores de la soberanía popular, el fortalecimiento de la sociedad civil y de las libertades democráticas que representa la Constitución de 1978.

Y concluyo mis reflexiones, señor cardenal, con el ánimo sincero de un ciudadano laico cuyos intereses son simple y llanamente temporales: A los ojos de muchos, ustedes los obispos, los jerarcas (así se autoproclaman), acostumbrados a parafernalias múltiples, a lujosas y pomposas ceremonias, tan necesitados de contar dineros y acumular riquezas, han perdido la perspectiva de los orígenes de su fundador. Contra esa jerarquía, que atiza siempre enarbolando dogmas e ignorando la realidad, tan acomodaticia y cortesana, tan neoescolástica, que se limita a transmitir lo que desde arriba se considera conveniente (siempre hay un arriba: Dios, el espíritu, la palabra del Papa…), se alzan hoy muchos creyentes de base, esos creyentes de fe libre (no es bueno que existan una fe y una teología maniatadas), que buscan y quieren una iglesia de los pobres, comprometida con los pobres y que viva en su propia carne la pobreza. Solía decirse, en un lejano pasado, que la teología era la emperatriz de las ciencias, pero no cabe ciencia sin búsqueda, sin riesgo, sin compromiso. Todo lo contario de lo que han hecho ustedes con le fe y la teología y el mensaje y ejemplo de Jesús: a las dos primeras (fe y teología) las han petrificado, y el mensaje y ejemplo de Jesús lo han abandonado, cuando no traicionado.

Atentamente,

Jesús Parra Montero

Carta abierta a Rouco Varela