viernes. 29.03.2024
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Gallardón es un narcisista carente de códigos morales cuyo solo objetivo en la vida es dejar su impronta allá donde fuere

@maxpradera | Conocí a Ruiz–Gallardón a finales de los noventa, en casa de una pianista a la que ambos admirábamos. Él era aún Presidente de la Comunidad de Madrid y acudía de vez en cuando a las soirées musicales de Miguel y Rosa, en compañía de su mujer, Mar Utrera. Con ella hablé poco, pero lo suficiente para darme cuenta de que era bastante más inteligente y despierta que su casi siempre achispado marido.

Tengo la teoría de que Mar servía de dique de contención al delirio de Albertito. Si es cierto que esta gran mujer anda ahora delicada de salud, el desbordamiento de toda la demencia gallardoniana que estamos padeciendo últimamente podría deberse a que las mermadas fuerzas de ella ya no son capaces de poner coto a los desvaríos narcisistas de él.

Mar frenaba a Gallardón porque lo tenía calado.

Una vez fui invitado a casa del matrimonio para la presentación de la ópera Merlín, de la que es autor el tío bisabuelo de Albertito, Isaac Albéniz. Tras el concierto doméstico, durante el cual nos fueron ofrecidas algunas arias y dúos, llegaron las bebidas y los canapés. La casa de los Gallardón, en la calle Serrano Anguita de Madrid, es espaciosa y señorial (heredada, creo, de su padre) así que se formaron varios corrillos de tertulianos. Yo picoteé de flor en flor, hasta que fui a parar a un grupo compuesto por unas ocho personas, entre las que estaban, además de los dos anfitriones, Fernando Fernández Tapias y su todavía novia palentina (que no cesaba de repetir que él era un diamante en bruto, haciendo mucho más hincapié en lo de bruto que en lo de diamante)  y algún que otro gorroncillo, tan insignificante que su nombre no merece el honor de figurar ni entre estas humildes líneas.

Albertito empezó a contarnos a todos, verdaderamente entusiasmado, que estaba deseando comprar o alquilar el piso de al lado, cuyo propietario había amagado en más de una ocasión con marcharse, no recuerdo ahora si a otro barrio, o directamente, al Otro Barrio.

–Me llevaría  allí el piano y los discos. Sería mi pied-à-terre musical–anunció con sonrisilla pretendidamente malévola, como de personaje secundario de Las Amistades Peligrosas–, con sala de audición, para no dar la lata a mi familia.

Sonaba todo bastante razonable, pero Mar nos dio enseguida las claves de tan ambicioso proyecto marital y le desmontó el tenderete con una sola frase.

–Alberto –le respondió con comprensiva socarronería–, si quieres montarte un picadero, no se te ocurra ponérmelo en el piso de al lado. Lárgate a la otra punta de Madrid.

Sirva esta anécdota para ilustrar mi teoría sobre Gallardón: su vida es, desde que se despierta hasta que se acuesta, una farsa decepcionante y absurda, durante la cual va insultando la inteligencia del personal, creyendo que puede hacer creer a media humanidad que su conducta no está regida por la vanidad personal, sino por la altura de miras.

Nada más lejos de la realidad. Gallardón es un narcisista carente de códigos morales cuyo solo objetivo en la vida es dejar su impronta allá donde fuere, aunque ello suponga hacerle pagar al prójimo un precio prohibitivo de dolor. Como la Dama, Dama de la canción de Cecilia, Albertito está dispuesto a ser: el niño en el bautizo o el muerto en el entierro, con tal de dejar su sello.

En cierta ocasión –yo era por entonces un famosete televisivo de moda –nos enzarzamos en una discusión musicológica de altos vuelos (yo ponía la altura y él el vuelo, porque en cuanto le da por beber, suelta pluma que no veas) sobre un pianista canadiense al que ambos admiramos: Glenn Gould. Tanto espacio ocupó el artista en nuestras conversaciones, que Gallardón acabó regalándome –me la envió a mi domicilio, por mensajero–la integral en láser–disc de los conciertos de este auténtico genio. Seguramente fue su manera retorcida y aviesa de insinuarme que deseaba venir de invitado a Lo + Plus, cosa que, dicho sea de paso, no consiguió nunca.

Glenn Gould era un intérprete que detestaba los conciertos y amaba los estudios de grabación. Sostenía–no sin cierta razón–que a veces los virtuosos terminan haciendo demasiadas concesiones a la galería para ganarse al público: aceleran los tempi, abusan del rubato, hacen pausas melodramáticas en los calderones, fuerzan, en suma, la parte circense de la interpretación para meterse al auditorio en el bolsillo a base de pirotecnia y no de arte. Yo objeté, ante la obtusa incondicionalidad gallardoniana, que Gould, sublime en la mayoría de las piezas (sobre todo de Bach) a veces resultaba completamente arbitrario y antimusical en otras. Le cité, por ejemplo, el caso del Preludio en Do Mayor del Primer Libro de El Clave Bien Temperado. Gould toca las notas en staccato, en una decisión interpretativa que desvirtúa completamente el carácter cantabile de la pieza (Gounod construyó sobre esos acordes su famoso Ave María) y que resulta solamente entendible por un esfuerzo enfermizo para resultar original.

Ésa era la filosofía de Gould cuando se ponía a grabar: primero escuchaba todas las interpretaciones fonográficas de referencia y luego se preguntaba: ¿cómo puedo tocar esto de manera que no lo haya tocado nadie?

La pregunta que se debe hacer un intérprete honesto y cabal nunca es esa, sino más bien esta otra:

¿cómo puedo tocar la pieza de manera que pueda hacer llegar la esencia de la misma hasta el oyente?

El pianista vienés Alfred Brendel lo dijo mucho mejor que yo hace años:

Pertenezco a una tradición en la que es la obra de arte la que le dice al intérprete lo que debe hacer y no el intérprete el que le dice a la pieza como debería ser o al compositor qué es lo que debería haber compuesto.

Pues bien, a pesar de su indudable genialidad, Gould se comportaba a veces como ese tirano al que desprecia Brendel, aplicando criterios estilísticos cuyo único fin era el de sonar diferente –aunque el precio final de ese anhelo narcisista lo acabaran pagando el compositor y el oyente.

A veces, incluso–un ejemplo clamoroso es la Sonata Fácil de Mozart, que Gould ejecuta con la frialdad de un autómata– su interpretación se convertía en un auténtico ajuste de cuentas con determinado compositor, al cual detestaba.

Mirad lo estúpido y pueril que podía llegar a ser Mozart – parece querer decirnos Gould con un bajo Alberti que torpedea literalmente –y a martillazos– la melodía principal–, un compositor que murió demasiado tarde, no demasiado prematuramente (la frase es auténtica)

Alberto Ruiz–Gallardón defendía con vehemencia a Gould incluso en esos casos. Yo aún diría más: sobre todo, en esos casos.

Decía que era entonces cuando se convertía en un ser asombroso y fascinante, siempre dispuesto a ofrecer a sus incondicionales una versión de cada obra absolutamente personal y diferente.

Pues bien, para mí Gallardón –ya lo habrán adivinado– encarna ese reverso tenebroso de Glenn Gould, pero sin anverso luminoso alguno.

Todos sus actos políticos – desde el endeudamiento salvaje de Madrid a la Ley de Tasas Judiciales, y ahora la Ley del Aborto– no responden más que a su enfermiza obsesión por dejar su impronta personalísima en su gestión pública, adoptando medidas y promulgando leyes arbitrarias por el simple hecho de que nadie se ha atrevido a hacerlo así todavía.

Ahora intenta aprobar una nueva Ley del Aborto que justifica diciendo que es progresista y en defensa de la vida.

La mejor prueba de que Gallardón no ha tenido jamás en la cabeza la idea de salvar vidas, sino única y exclusivamente, la de llamar la atención sobre sí mismo – como Gould en sus interpretaciones vengativas– es que ha tardado dos años en sacar el Proyecto de Ley de su siniestra chistera. Y eso que asegura que lo llevaba en el Programa.

Hasta que sea aprobada –la ley vuelve ahora al Consejo de Ministros, luego va al Congreso, después al Senado, para finalmente regresar a la Carrera de San Jerónimo para su aprobación final –tal vez pasen tres largos años.

En estos momentos se están practicando unos 100 mil abortos legales en España. Ya hay cálculos según los cuales, con la restrictiva ley gallardoniana, más de un noventa por ciento de los abortos que hoy se producen en nuestro país no tendrían cabida legal. Eso supone  90 mil niños –la derecha más ignara, ultracatólica y recalcitrante de nuestro patrimonio nacional los llama así– a los que el Ministro de Justicia podría haber salvado de la trituradora (utilizo terminología medieval, made in Ana Botella), si su Ley se hubiera promulgado al día siguiente de que se constituyeran las Cortes Generales. Si la ley se promulga a finales del Tercer Año Mariano, el número de criaturas a las que Gallardón podría haber redimido del sacrificio – en su lógica ultramontana–, salvando esas vidas sacrosantas que tanto se ufana en defender, ascenderá a 270 mil.

Con su inexplicable indolencia (digna del socorrista pasota de Cruz y Raya) habrá condenado a muerte –sigo empleando su indecente lenguaje–a 270 mil inocentes, víctimas de supuestas madres desnaturalizadas, hedonistas, carentes de criterio ni moralidad alguna.

En vez de intentar socorrer desde el instante mismo en que tomó posesión –¿hay algo más urgente que salvar la vida de un bebé a punto de morir?– a 300 mil pequeñines ¿a qué está jugando Gallardón? A conceder entrevistas autofelatorias a La Razón y al ABC, en las que se dedica a presentarse como la nueva Reserva Espiritual de Occidente, el Faro Moral de Europa, que servirá de orientación y guía, hoy a España y mañana a todos los países de nuestro degradado entorno.

Albertito aún está a tiempo. A tiempo de hacerle caso a la maravillosa madre de sus hijos y de montarse su delirante picadero lo más lejos posible de nosotros. Y de llevarse con él esa espeluznante Sonata Fácil de Mozart, literalmente ejecutada por Glenn Gould.



Alberto Glenn-Gallardón