viernes. 29.03.2024

La tierra como la conocíamos parece estar cayéndose a pedazos, esta última semana, a los vientos de muerte que soplan por todo el globo por el avance de una nueva ola de contagios del Covid-19, se le suma el recuerdo vívido de un incidente que terminó en tragedia y que amenaza, como un efecto mariposa, con llegar hasta los lugares más recónditos del mundo.

Algunas versiones hablaban de una compra que se había realizado con un billete de 20 dólares falso, otras sin embargo, mencionan que nunca se llegó a corroborar la falsedad del billete (creo que dada la connotación del caso prefirió mantenerse en omisión por parte de la tienda damnificada), lo cierto es que el lunes 25 de mayo del año pasado en el vecindario de Powderhorn, en la ciudad de Minneapolis, estado de Minnesota, Estados Unidos, George Floyd dejó de existir como resultado de una asfixia producida por la brutalidad policial. Irónicamente esto sucede en el primer estado norteamericano en ofrecer tropas a la Unión para la lucha contra los Confederados, en la recordada Guerra de secesión, una batalla que propicio la abolición de la esclavitud y el comienzo de una nueva era para una de las grandes potencias. A escasos 8.368,589 kilómetros de allí, en la ciudad de Sidi Bouzid, Túnez, pero una década atrás, el joven Mohamed Bouazizi se quema a lo bonzo debido a que la policía tunecina le había confiscado el carro de frutas con el que mantenía a su familia. Su inmolación fue seguida por una serie de protestas de amplio apoyo social que se extendió en todo el país de forma muy rápida para luego desembarcar en la gran mayoría de los países árabes: Egipto, Libia, Siria, Argelia, Marruecos y Yemen entre otros. 2011 fue el año de la Primavera Árabe.

El miedo hacia la cristalización de un efecto mariposa que acarrea el asesinato de Floyd es visto por estos gobernadores como un peligro latente de desestabilización social, una nueva Primavera Árabe agazapada y en espera

En un momento crítico, atravesado por la pandemia del coronavirus y un cambio global generalizado, es notorio ver en la televisión, escuchar en los programas de radio y leer en los portales y diarios del mundo las declaraciones por parte de mandatarios rasgándose las vestiduras y posicionándose empáticamente para con la víctima como para con las manifestaciones en repudio de tal agresión. Tanto los gobiernos de izquierda como los de derecha no dudaron en manifestar su disgusto por lo acontecido en Estados Unidos. El primer ministro británico Boris Johnson condenó el 3 de junio el asesinato del afroamericano: “Mi mensaje al presidente Trump, a cualquier persona en Estados Unidos, desde el Reino Unido, es que el racismo, la violencia racista, no tiene cabida en nuestras sociedades y estoy seguro de que es una opinión muy extendida en todo el mundo” dijo Johnson en rueda de prensa en Londres. Sin embargo, la efervescencia que tomó el caso a nivel internacional provocó que esas manifestaciones pacíficas se fueran tornando algo violentas, llevando a una multitud a derribar la estatua esclavista de Edward Colston en la ciudad inglesa de Bristol. Este accionar produjo en el primer ministro un cambio de parecer ante este tipo de manifestaciones populares, catalogándolos literalmente como actos de animales, “está claro que las protestas han sido secuestradas tristemente por extremistas que intentan la violencia. Los ataques a la policía y los actos de violencia indiscriminados que hemos presenciado durante la última semana son intolerables y aborrecibles. El único curso de acción responsable es mantenerse alejado de estas protestas”, concluyó el primer ministro. El aislamiento global no hizo más que recrudecer la tensión de muchos sectores que vieron en el movimiento Black Lives Matter, la posibilidad de hacer escuchar el dolor y la intolerancia por los que estaban atravesando.

Varios mandatarios de estos gobiernos se mofaron del coronavirus y de sus efectos en la sociedad, sociedad que vio en estas actitudes una bala perdida que podía caer sobre cualquier cabeza, desidia gubernamental de un lado y de otro del océano. Andrés Manuel López Obrador en México, Jair Bolsonaro en Brasil, Daniel Ortega en Nicaragua y el mismísimo Boris Johnson, que además estuvo contagiado por el virus, en el Reino Unido. Una negligencia que se llevó miles y miles de vidas en esas tierras, el desencanto popular fue leído hábilmente por los presidentes y muchos tendieron a militarizar las zonas y enclaustrar sus fronteras por temor a perder las riendas de sus respectivos estados. El miedo hacia la cristalización de un efecto mariposa que acarrea el asesinato de Floyd es visto por estos gobernadores como un peligro latente de desestabilización social, una nueva Primavera Árabe agazapada y en espera. La política contemporánea de hablar con la izquierda para gobernar con la derecha, una fusión de progresismo y conservadurismo que se apropió de las riendas de la historia, que saca a la luz lo que por siglos se ha mantenido dormido, hay idiosincrasias que suenan de otra manera a los oídos de la gente, pero la esencia está escrita en piedra, apenas son despojos de sombras de lo que alguna vez fueron como sociedad.

Los protectorados británicos, la explotación económica del continente negro, la esclavitud, la xenofobia, todos fueron ladrillos fundantes del Tratado de Berlín, una conferencia celebrada entre el 15 de noviembre de 1884 y el 26 de febrero de 1885 con el fin de resolver los problemas que planteaba la expansión colonial en África y resolver su repartición.

Una de las fábulas por excelencia habla de un escorpión que le pide a una rana que lo ayude a cruzar el río, prometiendo no hacerle ningún daño, puesto que, si lo hacía, ambos morirían ahogados. La rana accede, subiéndolo a sus espaldas, pero cuando están a mitad del trayecto el escorpión pica a la rana. Esta le pregunta incrédula: “¿Cómo has podido hacer algo así? Ahora moriremos los dos”, ante lo que el escorpión responde: “No he tenido elección; es mi naturaleza”.

Alacranes, los fantasmas del Tratado de Berlín