martes. 19.03.2024
solitario fantasia
Pixabay.

De la vida y milagros de Camilo J. Cela se cuentan mil anécdotas, esta es una más. Al parecer, cuando un día un periodista fue a entrevistarle le sonó el móvil en el bolsillo y Camilo presto le inquirió: “Y eso que le suena a usted, ¿qué son, los cojones?”. Muy de Cela, pero, ¿qué diría hoy ante el espectáculo de cientos de jóvenes sentados en los bancos de los parques, engarabitados al smartpnone y sin más horizonte que el de sus pequeñas pantallas?

Desde luego que aquel telefonillo del periodista suponía un desprecio a la figura del Premio Nóbel, a su yo, pero es que ya ahora la pandemia es tan extensa que está dando lugar a que filósofos e intelectuales de toda laya se pregunten cómo esa “cosa” que le sonaba al periodista está cambiando nuestras vidas porque, en principio, se ha instalado en ellas. El que suscribe ha leído que, sobre todo para los jóvenes, es como ese muñeco-fetiche al que se agarra el niño y que no tiene manera de soltar. Sea, por ejemplo, el que abraza y estruja el hijo de James Bond en Spectra, en su última película, Sin tiempo para morir. Otros, como el chino Byung-Chul Han, han dicho que el móvil hoy viene a ser como el rosario con sus cuentas y misterios o como el tasbih para los musulmanes -masbaha para los turcos-.

Lo cierto es que, para empezar, hemos quedado atrapados en las redes de las multinacionales, que nos cobran sin parar por decir insulseces, prestarnos a sus juegos, hacer selfis y mandarnos chistecitos por whatsApp. Todo bien impregnado de la publicidad -omnipresente-, que ya no sabe qué tontería inventar para seguir vendiendo: “La Navidad eres tú”-enmascaramento pronominal- es la última, que exacerba a todo el que tenga dos dedos de frente. Y es que vacías hoy de todo contenido las proclamas, las revoluciones e incluso “La canción de los subversivos alcoyanos”, que escribiera Azúa, (“¡Abajo los tres reinos de la naturaleza!/¡Viva el perder!”) parece que a lo único que hoy cabe agarrarse es a individualidades complejas y ricas, y el problema es dónde están, a qué individuos concretos.

Para responder a esa pregunta, el citado autor acaba de reeditar Baudelaire y el artista de la vida moderna porque, según él, “en tiempos de miseria, la tarea del escritor es, no sólo sobrevivir sino prevalecer”. El problema es que Baudelaire, y los clásicos en general, valen para él, como valen para todo aquel que crea que uno de los mayores placeres que el hombre puede alcanzar en esta vida es el del conocimiento; así lo repitió en tantas ocasiones el recién fallecido Antonio Escohotado, pero, ¿y los jóvenes del smartphone?, ¿cuántos de ellos se van a acercar al libro de Azúa a ver quién fue Baudelaire?

¿Cómo llegan a los clásicos los jóvenes del smartphone, ¿quién les habla de Poe, de Shakespeare, de Rilke?

Estos dos intelectuales, entre otros, están de vuelta –uno ya ha llegado- y saben distinguir perfectamente el humo de la paja, el ruido de las nueces. Ya hicieron unas cuantas sandeces en su juventud (Azúa incluso escribió su mejor libro, Historia de un idiota contada por él mismo; según él, él mismo); lo malo es para los que ahora están de ida. Lo difícil es distinguir hoy qué es arte y qué paparruchas, y qué es ser escritor. Alguien tendrá que explicar la diferencia entre Picasso y Marina Abramovic (actual Premio Princesa de Asturias de las artes 2021) o qué valor tiene como poeta Elvira Sastre, best seller de las redes dentro de lo que ya se denomina poesía tardo-adolescente. Hoy, ya el 25% de los libros que se editan son autoedición (que viene a ser como comprarle un poema al poeta del metro), más los premios grandes -empezando por el planetario que sabemos-, más la publicidad del carajo de los grandes grupos de presión editorial: ¿cómo llegan, pues, a los clásicos los del móvil en la plaza, ¿quién les habla de Poe, de Shakespeare, de Rilke?

No es extraño que el recurrido Azúa diga que “cualquiera que sepa un poco de cultura, arte o literatura, sabe que las individualidades cada vez son más raras de encontrar”. Y claro que esto tiene mucho que ver con que la gente esconda su yo detrás de colectivos fantasma: “Yo soy del Athletic”, “Yo voto Podemos”, cuando hace mucho que sabemos que lo del yo sí que es una fantasmada: “Súperyo, Yo y Ello” como mínimo, dijo hace tanto S. Freud, y hasta el “sujeto supuesto saber“ llegó Jacques Lacan. A ver qué va a hacer el del Athletic cuando llegue el metaverso de Zuckerberg, que ya está aquí. Por supuesto que Azúa estará protegido leyendo a Rilke, pero, ¿tras qué fuselaje se esconderá el del smartphone? ¿No saldrá, como mucho, con un spray a pintar los muros creyendo que es el nuevo Dalí? Ya saben, Museo del graffiti, Miami, barrio de Wynwood, que “hay gente pa tó”.

Hoy por hoy, en esta sociedad y agotado como decimos lo de las revoluciones y sus simulacros, el ego, la imagen del yo resulta imprescindible sólo para poder estar, desenvolverse. Ya hace mucho que acabó aquello de los famosos duelos -duelos del yo, por supuesto- vinculados casi siempre a una mujer como posesión del macho. El último duelo, la película de Ridley Scott, actualmente en cartelera, nos brinda uno magnífico entre Matt Damon y Adam Driver, en este caso por la bella Jodie Comer. No fue el último, ni mucho menos. El siglo XIX estuvo plagado, y hasta comienzos del XX, en algunos casos por un simple insulto -imagen del honor- como el que impidió que el duque de Montpensier aspirase a la corona española -1870- por haber acabado con la vida de don Enrique de Borbón: mi imagen vale más que la corona.

Cada día oímos cómo, sobre todo en países subdesarrollados, cualquier mindundi puede acabar con la vida de un ciudadano por una simple discusión de semáforo: es el simple yo. La solución, como decimos -según Azúa- está en desarrollarse a través sobre todo del contacto y el estudio de personalidades complejas, profundas y ricas. Y la cuestión -también decíamos- es cómo llega el del Athletic a los clásicos, porque además de los problemas ya señalados, desde la publicidad a la autoedición, aparece otro que ha detectado muy bien el filósofo chino también citado, Byung-Chul Han: “Hoy todo el mundo quiere ser auténtico; es decir, diferente de los demás, así que estamos comparándonos constantemente con los otros. Precisamente esa comparación es la que nos hace a todos iguales. O sea, la obligación de ser auténticos nos conduce al infierno de los iguales”. Súmese esta puja de “duelos” cotidiana a lo ya señalado y a ver si alguien alcanza a imaginar la densa, la opaca bruma que tiene el pobre hincha del Athletic para entrar en contacto con Baudelaire. Resulta hasta entusiasta el bueno de Azúa cuando dice aquello de que la misión de un escritor de hoy en día no debe ser sólo sobrevivir sino prevalecer.


Luis Martínez de Mingo (Logroño, 1948) es Catedrático de Lengua y Literatura y como tal ha ejercido de profesor durante varios años. Doctor por la Universidad Central del Barcelona con una tesis sobre el romanticismo. Ha publicado libros de poesía, Cauces del engaño, Anacrónica y Fidel y Ni sombra de lo que fui (2013); relatos, Cuentos portátiles de la penúltima autonomía, Cuatro cuentos criminales, Bestiario del corazón y El Estado contra natura (2008); tres novelas, El perro de Dostoievski (Muchnik Editores), Morir de hambre, cartas a una anoréxica (Ed. Diagonal) y Pintar al monstruo; ensayo, Miedo y Literatura; una biografía, José Luis Borau; y tres antologías, Cuentos de ciclismo (Ed. Edad); Poemas memorables (1939-1999) (Castalia), y La casa ciega-8 (Ed. Edad, 2006), estos dos últimos como co-autor. Sus libros han sido reseñados en todos los medios de comunicación. Ha colaborado en El País, Quimera, Ínsula, Diario 16, aquí con columna fija, etc., Y en Calle Mayor y El Péndulo, como integrante del consejo de Redacción durante varios años. Ha ganado concursos de relatos y de novela corta, en 2001 fue finalista del Nadal con El perro de Dostoievski, y ha dado numerosas conferencias dentro y fuera de España.

A cuestas con el yo