viernes. 29.03.2024

Dada mi edad, cincuenta y dos años, tuve la desgracia de perder buena parte de mis días infantiles y juveniles en escuelas públicas cuyo principal objetivo pedagógico era enseñarnos un número infinito de oraciones y rezos del rito católico que por fortuna he olvidado para siempre. Importaban poco los saberes humanísticos, menos aún los científicos, allí rezábamos, memorizábamos oraciones y subíamos banderas con el escudo franquista cara al sol y brazo a la romana. No sé la de veces que habré orado junto a mis compañeros, sin cura o con cura, tampoco la de himnos patéticos que salieron de nuestras gargantas. Entonces daba igual que estudiases en una escuela pública –se llamaban escuelas- que en un colegio de curas, el vicario, el párroco, el arcipreste o el fraile de turno andaban por unas y por otros como si fuese su casa, y de hecho lo era. Especial cuidado tenían con los viejos maestros republicanos depurados. Sin previo aviso ni autorización de ningún tipo, interrumpían sus clases, se sentaban a su vera buscando restos del azufre que seguro todavía quedaba en el fondo de sus almas perdidas. Recuerdo todavía con un extraño amargor, la cara desolada de Don Ezequiel, teniente que había sido del Ejército Constitucional Republicano, empeñado con tristeza en enseñarnos el Señor mío Jesucristo, con más énfasis cuando estaba presente el director falangista o el cura de turno. Su vida iba en ello. Duró poco.

Aquello era el nacional-catolicismo, la versión española, castiza, del fascismo, y los críos, sin televisión, teníamos la rara habilidad de ser poco permeables. En nuestras mentes, pese a los palmetazos y los castigos psíquicos y físicos, mandaba la juguezca y a ella nos dedicábamos con tanto ahínco como nuestros “educadores” a meternos el miedo y matar nuestro espíritu crítico. Pasó, al menos eso pensaba uno, pero tras los primeros años que siguieron a la promulgación de la actual Constitución todo volvió a su cauce, no porque el pueblo español sintiese una especial propensión a oír las bobadas que una y otra vez repetían desde sus púlpitos los representantes de Dios en la tierra cristiana, sino porque ningún Gobierno, absolutamente ninguno, quiso meter a la Iglesia Católica –que es la única verdadera- en la senda constitucional. No solo no se denunció el concordato con el Vaticano, no sólo no se obligó a la Iglesia a autofinanciarse, antes al contrario, tanto el Estado central como muchos de los gobiernos autonómicos hicieron, vía presupuestos, todo lo posible para que este siguiera siendo un Estado confesional, el más confesional de Europa, más incluso que Italia donde Garibaldi cometió el imperdonable error de permitir la subsistencia del Estado Vaticano. Poco a poco, sin prisa pero sin pausa como aconsejaba el jesuita Ripalda desde el siglo XVI, la enseñanza religiosa fue ganando terreno hasta convertirse en mayoritaria en comunidades como Cataluña, País Vasco, Castilla y León, País Valenciano y Madrid, detrayendo enormes cantidades de dinero de todos a las escuelas, institutos y universidades públicas, cada vez más disminuidas de medios para afrontar los retos del futuro, llegándose a extremos tales como tener a miles de chavales y maestros encerrados en barracones durante toda su etapa escolar. Apenas hubo protestas, y las que hubo como si no hubieran existido porque no fueron recogidas por los medios como se merecían. De pronto nos habíamos hecho ricos con la fantasmagoría del ladrillo, y los papás se sentían estupendamente con la posibilidad de que sus hijos estudiasen en el mismo colegio que lo hacían los hijos del director del banco que les había dado el préstamo disparatado para el piso en la urba. ¿Cómo iban a ir mis niños a la misma escuela a la que acudían gitanos, sudacas, moros, rumanos y asiáticos? Poco importaba que los maestros y profesores de la pública hubiesen superado una oposición, que estuviesen mucho más y mejor preparados que los que estaban a las órdenes del fraile, la monja o el obispo de turno, que tuviesen mucha más vocación, capacidad pedagógica y libertad. Importaba la apariencia, la “simulación diferida”, aparentar que se había ascendido de clase social porque tus retoños iban al mismo o parecido centro educativo que antes estaban reservados para las futuras clases dirigentes del régimen. No tendrían espíritu crítico, no sabrían apreciar los valores democráticos, saldrían peor preparados, menos solidarios. Y eso que más daba, cabía la posibilidad de que el niño fuese empleado el día de mañana por el hijo del jefe de planta de El Corte Inglés, y eso era un puntazo.

Del mismo modo, se auspició que predicadores del pensamiento más vetusto y brutal que anida en los hombres menos evolucionados, fuesen ocupando más emisoras, cadenas de televisión y periódicos para que con sus mensajes repetitivos, machacones, histéricos, reaccionarios y prehistóricos contribuyesen a crear una ciudadanía confusa, inerte, acomodaticia, resignada y renegona. Se permitió que la Iglesia, principal propietaria del Reino de España, no sólo no pagase un real de vellón por sus inmensos bienes monumentales –que no son suyos, sino del pueblo español que los sufragó con su trabajo y su sangre-, sino también que su mantenimiento y restauración corriese a cargo de los presupuestos del Estado, dejando la explotación y los beneficios de los mismos a la curia. Y así, como si nada hubiese pasado en estos treinta y cinco años de democracia sui generis, nos encontramos con que hoy, con seis millones de parados, con una generación perdida a causa del ladrillazo, con cientos de miles de jóvenes en extremo preparados pensando en la emigración, con todos nuestros servicios públicos amenazados por la privatización, el principal problema que tenemos según los medios de masas –que han desplazado hasta el lugar de los hechos a lo mejor de sus plantillas- es que un montón de clérigos vestidos de púrpura se hayan reunido en ese paraíso fiscal llamado El Vaticano para elegir al jefe de su consejo de administración con la ayuda de un espíritu santo de nombre desconocido que al parecer dejó preñada a una señora hace la tira de años sin dejar mancha. Pues mire usté, me importa un bledo, una figa, me la trae al pairo lo que vayan a hacer esos ejecutivos diocesanos con su multinacional, con su santoral, con su santísima trinidad, con su gran inquisidor retirado a la fuerza por el hedor de las santas letrinas; me da igual si es blanco, negro o amarillo, del este o de oeste, alto o bajo, carismático, mundano erudito. Hagan lo que hagan no tiene la menor importancia para la inmensa mayoría de los mortales, salvo que en un ataque de lucidez impropia, decidiesen la disolución total de la secta y la entrega de armas, riquezas y delincuentes. Amén.

¿Fumata blanca? Me importa un bledo