martes. 23.04.2024

Tras la Gran Guerra los años veinte del siglo pasado fueron calificados de felices, locos o dorados. Las ganas de vivir sucedieron a los penosos corolarios del conflicto bélico mundial. Berlin y Paris eran las capitales del gozo de vivir. Los cabarets eran su símbolo. Se bailaba y bebía como si no hubiera un mañana. Sin embargo, la situación económica, política y social experimentaba fuertes convulsiones.

El Tratado de Versalles fue un lastre inasumible para quien había capitulado y la República de Weimar no pudo remontar el vuelo con una hiperinflación inédita en que los billetes bancarios no valían al peso. En Alemania la socialdemocracia se vio desbordada por una extrema polarización política y las fuerzas nacionalistas prefirieron aliarse con el diablo para quebrar al socialismo. Los norteamericanos padecieron el crack del 29 y el Central Park neoyorquino se llenó de chabolas.

El cuarto año de la segunda década del presente siglo se abre con muchas interrogantes. Podemos continuar dándoles la espalda y dejar que nuestra inhibición agrave los problemas, pero esto significará nuestra ruina

Esos tiempos revueltos fueron dando pábulo al fascismo italiano en primera lugar y al nacionalsocialismo germano poco después. A España le tocó ser pionera y protagonizar una Guerra civil que fue un ensayo de la Segunda Guerra Mundial. Europa se precipitó hacia el abismo y arrastró consigo a buena parte del orbe. Solo Franco y Stalin siguieron en sus puestos. El primero fue blanqueado por Eisenhower y la figura del segundo se ve reivindicada por Putin. La polarización entre dos bloques enfrentados a muerte se ha reeditado ahora. Los nombres cambian pero la confrontación permanece. Las dos Españas que helaban el corazón de Antonio Machado tienen sus correlatos reactualizados. Tener que optar entre socialismo y libertad es tanto como pretender escindir esquizofrenicamente al ser humano.


La segunda década del Siglo XX nos hacía soñar en términos cabalísticos. 2020 era una cifra que parecía tener su magia particular. Nadie hubiera pronosticado que se iniciaba una década con tantas peripecias muy poco amables. Nos vimos confinados y temimos por perder nuestra vida por un virus que se contagiaba con pasmosa facilidad. El dinamismo cotidiano se paralizó. Los aviones no surcaban el cielo y las calles quedaron vacías. Desde nuestros balcones aplaudíamos a los héroes que arriesgaban su vida por cuidarnos. Parecía un momento idóneo para meditar e introducir cambios en algunas inercias que se habían mostrado nocivas.

Cuando vimos luz al final del túnel, se declaró una guerra en el confín oriental europeo que nos dejó helados y que se ha enquistado. Un ejército aparentemente imbatible tuvo que retroceder y se cuenta con el invierno para hacer sufrir a una perpleja población que nunca hubiera imaginado padecer semejantes penalidades. Los éxodos masivos ponen a prueba los principios de naciones cultas e ilustradas que tampoco saben erradicar una creciente desigualdad incompatible con sus ideales. Para colmo el 2022 se despide con inquietantes noticias relativas al contagio masivo de la ingente población china que podría generar nuevas mutaciones del virus ya olvidado, aunque nuestra inmunidad comunitaria sirva para relativizar en principio semejante amenaza.


En lugar de hacer frente a tamaños desafíos, nos tienta mirar para otro lado e ignorarlos. La tentación de negar la realidad causa estragos. Tendemos a disolver los problemas negando las evidencia en vez de analizarlas. Las teorías más absurdas cuentan con legiones de seguidores que prefieren suscribir cuanto alivie momentáneamente su ansiedad. Somos presa fácil de los manipuladores más desaprensivos y cunde una inquietante irresponsabilidad colectiva e individual. Todo lo que nos disgusta y empaña nuestra conformidad se desestima como si fuera una invención de mentes calenturientas. Nos conformamos con descalificar a quien piense de otro modo para reafirmar nuestros credos o supersticiones.


Los indicadores de una emergencia climática global se nos antojan datos con los que cabe bromear, como si no estuviera en juego el futuro del planeta y por lo tanto de nuestra especie. La codicia impone unas reglas de juego para el mercado laboral que roba su futuro a los más jóvenes y nubla el horizonte social con presagios de terribles tormentas. Resurgen con fuerza patologías que parecían haber dado un paso atrás. Las fobias hacia lo diverso y lo diferente se se recrudecen azotando nuestra pacífica convivencia. Renegamos de la miseria, las enfermedades y los reveses de la suerte, como si no reconocerlas nos librara de sus eventuales zarpazos.

El cuarto año de la segunda década del presente siglo se abre con muchas interrogantes. Podemos continuar dándoles la espalda y dejar que nuestra inhibición agrave los problemas, pero esto significará nuestra ruina. Sería más inteligente aprestarnos a obrar como adultos responsables y no delegar nuestras pequeñas o grandes responsabilidades en los demás. La desigualdad y la falta de libertades no son plagas egipcias impuestas por una caprichosa divinidad o un inexorable destino. Es cosa nuestra que se atemperen o agraven. Para eso vivimos en comunidades y no como lobos esteparios que no deben rendir cuentas de sus decisiones.

De nosotros dependerá el calificativo que adjudique a estos años la historia.

¿Los infelices Veinte del Siglo XXI?