viernes. 29.03.2024
capitan-lagarta

En la escena podemos ver lo que parece un pequeño y viejo consultorio médico; azulada y muy tenue es la luz que entra por el ventanuco enrejado abierto en la pared de la izquierda; bajo éste, una camilla con la sábana blanca muy arrugada y abultada, como ocultando algo. En el medio de la estancia, una mesa vacía con dos sillas enfrentadas; por su posición central más bien parece destinada a interrogatorios que a la práctica médica. Sobre la mesa no hay más que un bolso de mujer. En la pared central vemos una antigua vitrina con cajas de medicamentos, artilugios y cachibaches varios de entre los cuales destacan unos descromados fórceps. Gobernándolo todo, un retrato del nuevo rey; se nota que es de formato pequeño porque está rodeado de una silueta rectangular de sucia blancura libre de la pátina que dejó el otro cuadro recién removido. Si nos fijamos bien, cosa imposible sin la tecnología avanzada que para estos menesteres tienen los técnicos del museo del Prado, aún se aprecia una sombra mayor, la franca sombra negra de otro cuadro que pudo haber habido antes. Bajo el rey, un perchero con una bata blanca colgada. Al fondo y a la derecha, como siempre ha sido y será, hay una puerta que bien pudiera comunicar con un baño, aunque conjuntaría y pegaría más un arcaico retrete. El sol está despuntando y todo parece en calma, pero de pronto la sábana se mueve y se oye el carraspeoso lamento de quien hay debajo. Es Matilde, la doctora; no sabemos por qué ha dormido hoy en la consulta; no sabemos si lo hace habitualmente; no queremos saberlo; no nos importa; cada cual es muy libre; pero aunque tan curioso fenómeno no nos incumba ni cambie la dirección del relato que hoy el capitán redacta, se antoja detalle totalmente necesario para ilustrar que la doctora, aunque joven, no es una doctora común. Dejémosla desperezarse, dejemos que se arregle la ropa, permitamos que se ponga la bata y se calce; sería obsceno continuar en escena. La sala contigua de espera está en penumbra y parece vacía; pero si observamos bien, en la silla del rincón está camuflado un espectro, Indalecio. Podemos intuir que es paciente habitual y sin verle la cara estamos seguros de que, aunque apagado, mustio y tristón, es buen tipo. No tenemos tiempo a más descripciones porque ya se escucha el dulce pero firme“¡pase!” de la doctora. “Buenos días Indalecio; siéntese y cuénteme”. “Buenos días doctora; verá, no he pegado ojo en toda la noche; aún me duele al recordarlo”. “¿Qué le duele Indalecio?”. “No lo sé doctora, esto es lo curioso, sólo sé que me duele”. “Disculpe, -la doctora se levanta y empieza a palpar con escrupulosa profesionalidad el cuello de Indalecio- ¿se le forma aquí en la garganta algo parecido a un nudo?. “Shi”, responde asustado Indalecio. La doctora ocupa de nuevo su silla. El cruel silencio y los ojos de pena que la doctora a su pesar no puede contener, provocan la pregunta de Indalecio: “¿Es grave, verdad?”. “Mire, el agarre del dolor en la misma zona del gaznate revela sin duda que su mal es de etiología y origen bancario. Tranquilo Indalecio; eso es muy habitual, se trata de una leve crisis HIIPOTECÁTICA; no se preocupe, le pasará pronto: es dos, o a lo más, tres generaciones”. Indalecio pone cara de no haber entendido, pero se siente confortado por la levedad de un pronóstico técnicamente bien avalado por terminología diagnóstica que no comprende; ¿por qué habría de entenderla si lo que importa no es acierto o no de la embrollosa vacuidad de la palabrería médica sino la confianza que él tiene en la doctora?. Pero su cara dice que hay algo más. “Bueno doctora, verá, me siento culpable por lo del hambre en el tercer mundo, por la capa de ozono, por gastar mucha agua, por...”. La doctora, antes de que Indalecio siga con crudas realidades que podrían llevarle a ahondar en su natural tristeza, corta con maestría torera: “Eso también es normal Indalecio; y tiene buen amaño: hágase socio de la Cruz Roja o, mejor, pruebe a juntar tapones de plástico y verá que pronto le pasa”. Antes de que Indalecio pueda asimilar lo que acaba de oír  -es sabido que las prescripciones no funcionan si se deja mucho tiempo al paciente para encontrar el truco- , Matilde suelta un profesional “¿Qué más?”. “Verá doctora, veo que el banco me roba...”. Ya le dije que eso pasará pronto, pero tome -la doctora saca algo del cajón- tome dos tiritas, una para cada ojo”. Matilde se percata de que ha estado poco fina, podría haber hecho una prescripción más ambigua, menos directa; el "living is easy with eyes closed” de los Beatles habría funcionado; o, en cualquier caso, qué obtusa está hoy, podría haber acompañado al remedio de las tiritas, para despistar y como adorno, algo de verborrea oftalmológica; pero ahora es tarde, Indalecio se ha puesto serio. Matilde intenta disimular con una mueca su sonrojo, un rubor caliente similar al del ilusionista descubierto cuando alguien del público, señalando al forro de su chaqueta, grita “esta ahí”, “ahí tiene la paloma”. Indalecio coge las las tiritas y las mete en el bolsillo de su camisa, junto al tabaco; dicha contingencia provoca que Matilde sienta unas ganas locas de fumar. No se corta: “Indalecio; déme un pitillo, fumemos”. “¿En la consulta, doctora?”. “Tranquilo; forma parte de la terapia, fumemos sin ganas y sin culpa, que eso no es fumar”. Chisqueo de mecheros, cada uno el suyo, no vaya nadie a pensar. “¿Qué más?”. “Verá doctora, creo que lo saben todo de mí, que me espían, que me vigilan con cámaras...”. “Eso sí que es leve y muy común; un caso de PARANOIA FUNDADA. Hay un remedio muy antiguo pero plenamente alienante: tómese un pelotazo de cazalla por desayuno, dos vermús antes de comer y un solisombra, bien cargado de sombra, a la noche. La doctora sonríe; ahora sí que ha estado bien. “¿No me da pastillas?”. “No Indalecio, le harían mal con el alcohol y además tendría usted que pagarlas”. “Doctora; a menudo me pregunto...”. “No se pregunte nada, ese es precisamente su problema. Mire, aunque lleva demasiados años cortando fiambre, aún es usted joven; créame, hay vida fuera de la charcutería; debe usted encontrar sus propios mecanismos de evasión y en tanto no los halle, yo le sugiero que vaya al fútbol, que vea los documentales de la dos, que escuche los telediarios de la uno o que lea El Principito, pero, NO, por favor, NO se haga más preguntas. Podría encontrar respuestas. Ande Indalecio, vaya con Dios y dígale al siguiente que pase”.

Unidad de salud mental