viernes. 29.03.2024

Julia Otero, José Montilla, José Corbacho, Rosa Díez y hace nada Ángel Viñas o Pedro Almodóvar. Parece que de una forma o de otra la palabra “gallego” como concepto o como adjetivo circula en la opinión pública con un sentido determinado.  El discurso público es una autopista en la que circulan conceptos, términos, ideas, frases, tópicos, originalidades y ocurrencias que se mezclan y entremezclan de forma más o menos original. El relato que surge de y desde la llamada “opinión pública” está realizado a partir de un canon consensuado principalmente por el poder y las estructuras coercitivas del sistema que van engordando los medios de comunicación “oficiales” de derecha y de izquierda, los intelectuales con alcance mediático y los políticos. Todo ese discurso es “sobado” en un orden o en otro para construir argumentarios que luego se convierten en verdades oficiales y que pasan a dibujar imágenes por el conjunto de todos los que nos acercamos y somos espectadores y habitantes de los circuitos de la llamada “sociedad de la información”, en la que los conceptos son mercancía horneada con palabras vacías y cursis como “visibilidad”, “valor” o “excelencia”.

Tenemos pues que las palabras y los conceptos sirven para construir discursos dentro de un “Espacio público” concreto, en este caso pongamos España. Ese “Espacio público”  está localizado perfectamente dentro de los límites de lo que podemos denominar un Estado –nación moderno. Debemos de recordar que los espacios geográficos conciben y albergan conocimientos e ideas en base a ellos, como demuestra en nuestro caso la literatura, el pensamiento y la política española, gallega, catalana, etc. Hasta aquí todo claro. Pero ahora tenemos que profundizar en el uso de esas palabras y conceptos que circulan en el “Espacio público”,  cómo se ponen en circulación y desde dónde. Y lo que es peor, qué imágenes crean estas argumentaciones a nivel individual y colectivo. Nace así el pensamiento controlado, donde tanto las narraciones que se crean  como los imaginarios que producen están generados intencionalmente, es decir, dentro de los límites del discurso oficial que tiene que circular en ese espacio público construido. 

Siguiendo este razonamiento, está claro que el adjetivo o sustantivo “gallego” tiene un significado peyorativo  en parte de nuestro “Espacio público” español. Determinados periodistas, historiadores, políticos y ahora artistas han devuelto al espacio público su imagen (consciente o  inconsciente) del concepto de lo gallego, pensando que estaban haciendo un acto de originalidad o de concreción definitoria. Los usuarios no son del todo culpables de nada. Pero, sobre todo, cuando se explican en segunda vuelta, el error queda meridianamente claro.  Recurramos al ejemplo de Almodóvar hace unos meses. El destacado cineasta español hizo una serie de comentarios en relación al grave problema de los afectados por el engaño de las preferentes. De tal forma, en primer lugar hizo alusión a “un hombre analfabeto, gallego, que le han hecho firmar…”. En segunda oportunidad, después de que parte de los miembros del espacio público le afearan el argumentario, matizó: “siento admiración por la cultura, el paisaje, la gastronomía y el pueblo gallego”. Es decir, la primera frase sería un razonamiento “circulante” en la opinión pública que Almodóvar detrae como símil para su razonamiento. En ningún momento piensa en insultar a nadie ni en menospreciar, simplemente recoge un estereotipo que cree apropiado porque “circula” en el espacio público y que piensa que no está en discusión. En la aclaración posterior recurre a algo más elaborado, a un imaginario, donde Galicia es un lugar, sin duda periférico, que está allá en una esquina donde hay un paisaje precioso, donde se come muy bien y donde, incluso,  hay una “cultura”. Este razonamiento está vinculado más a una imagen, a una postal ideal que se ha creado de Galicia como lugar de paso en un viaje imaginario o real, en el que se hace parada para observar un paisaje creado en base a un inconsciente donde vemos “lo otro” que no tenemos en “lo uno”, que somos nosotros. En otras palabras, buscamos un paisaje totalmente creado en el espacio público, desde el centro, para oponer la geografía del centro de España a la de la periferia. Porque el pensamiento del ojo a través del cual observamos el paisaje español también ha sido creado de forma centralista. Y el subconsciente del ojo nos lleva a volcar esa imagen que han fabricado para nosotros.

Detengámonos un momento, fugazmente, en cómo se ha construido la idea de lo gallego en la historia. En los siglos XVI a XVIII, los historiadores castellanos estaban en la tarea de reafirmar sus historias oficiales en base a demostrar la fundación primitiva del Reino de Castilla y de la Monarquía Castellana. En ese relato integrarían a otros Reinos, como el de Galicia. Y ahí se presenta a lo gallego como lo “mendaz” , lo “trapalleiro”, como el “mentiroso” o el “falso”, frente al castellano que representaría a lo “veraz”, lo “generoso” y lo “hospitalario”. Esta idea es muy evidente en la literatura. Así recogiendo a Tirso (Escarmientos para el cuerdo):  “Si sois gallego/ no dudo publiquéis cualquier secreto/ en viéndoos en aprieto/ninguno allá hace mudo”. O a Cervantes (La entretenida): “Bodegón con pies, camine/que aquí no le conocemos/calle o pase, porque olisca/ a lacayo y a gallego”. También es habitual el desprecio a las mujeres gallegas, como es el caso de Castillo Solórzano o Quevedo. Tampoco se escapan a estas circunstancias Lope (“Ni perro negro ni mozo gallego”) en la Dorotea, ni Góngora. En esta época, por tanto, encontramos ya toda una serie de adjetivos y sustantivos que comienzan a aparecer en las narraciones colectivas sobre lo gallego.

Unos siglos después, pese a los intentos de la historiografía del siglo XIX por crear un relato romántico sobre Galicia con bases mitológicas, la dimensión de lo gallego se opacó de nuevo en la dictadura franquista en unos años en los que “a longa noite de pedra” (Celso Emilio Ferreiro) supuso el menosprecio de lo propio cultural y lingüístico y la circulación de un relato centralista y esencialista. Algo que continuó en cierta medida en la Transición y la democracia. Pese a los grandes avances de la historiografía gallega, la labor de los intelectuales y periodistas, y los estudios de los diferentes investigadores y profesores de las Universidades gallegas, el relato único siguió en vigor (heredando inconscientemente el peso de la tradición). La historia de la cultura de la que es deudor (y representa) Almodóvar se basa en que la Transición cultural es un conjunto de líneas de fuerza que se expandieron desde Madrid a la periferia, donde una serie de manifestaciones artísticas y personajes son fundamentales para explicar el renacimiento cultural transicional en toda España. Así, sería imposible explicar el relato cultural de los ochenta en cualquier ciudad española sin Almodovar, Alaska y Loquillo. A esto tenemos que añadirle que  los relatos que se crearon en la periferia fueron igual de centralistas que el nacional. De tal forma, los ochenta culturales en Galicia serían coto de todos los anteriores  más los “grandes hombres” de la “movida” gallega, desconsiderando todo lo demás.

Para concluir, por tanto, tenemos un sentimiento consciente e inconsciente que vincula lo gallego a un imaginario negativo, si bien es cierto que también hay toda una asociación positiva de lo “gallego” asociado a personas trabajadoras y cumplidoras. Pero analizando la dimensión negativa, además del propio sentimiento también existe la construcción de un relato centralista que necesitamos compensar con la aparición de otros discursos que reequilibren la narración dentro del “Espacio público” y que nos muestren una realidad más poliédrica. En este sentido, los acontecimientos en Galicia desde las últimas elecciones municipales con el triunfo de las alternativas de consenso populares (las llamadas “Mareas”) han puesto de manifiesto la necesidad de ponerse en marcha para alcanzar nuevos equilibrios entre el discurso centralista estatal, representado tanto por los partidos tradicionales como por los nuevos,  y el gallego. Hasta ahora, la unión de las diferentes sensibilidades de izquierda y nacionalistas habían construido un espacio conjunto en la búsqueda de una alternativa social al Sistema. Ahora se trata de zurcir lo social con el nacionalismo, pero tanto con el nacionalismo político, como con el cultural, social y epistémico. Todos ellos no pueden renunciar a mostrar un proyecto propio alejado del centralismo, el cual tiene que entender de una vez que la nación gallega tiene unas peculiaridades propias. El último viaje mesiánico y fugaz de Pablo Iglesias para buscar adhesiones con las diferencias fuerzas nacionalistas es una muestra de que pocas cosas han cambiado. El error está en pensar que el nacionalismo gallego es propiedad sólo de los partidos. Ese es el antiguo discurso. Ahora hay que entender que el nacionalismo también es parte de la gente, y que lo político es sólo un gajo dentro de un todo cultural, lingüístico, social, económico y científico.

Las diferentes geografías “periféricas” engendran distintas lenguas, conocimientos, sensaciones, relaciones y sentimientos nacionales. De alguna forma existe una tensión centro-periferia que tenemos que enriquecer desde “las afueras” para mantener una cierta compensación con “el centro”. Es necesario un enfoque no centralista para mostrar otros  discursos, otras posibilidades narrativas, otros personajes, otras dimensiones sensitivas y, por supuesto, otras perspectivas y lenguas. ¿Es ese enfoque el nacionalismo periférico? No es seguro en su dimensión política, pero sí, al menos, en su vertiente social, cultural y epistémica, desde la cuales se puede construir una repolitización basada en nuevos consensos.


Israel Sanmartín | Universidad de Santiago de Compostela

Por qué es necesario el nacionalismo gallego