jueves. 28.03.2024

Siendo el verano período de vacaciones por excelencia, tiempo amigo de la pereza y los impulsos tendentes al escapismo geográfico, mi urgencia por largarme, esfumarme, desaparecer de este Madrid embotellado, fue de tal magnitud que me armé de mi mejor capacidad organizativa; activé mis dotes lógicas más Vulcanas y procedí a actuar con definitiva intención centrífuga. Debía abandonar la capital de España; debía alejarme del centro; del Congreso; del Senado; de Génova; de la Nunciatura Vaticana; del Banco de España; de la Moncloa; y debía hacerlo de inmediato.

Lo primero en lo que pensé fue en el coche. Tras preparar apresuradamente la maleta con todo lo necesario; incluyendo mi última tanda de calcetines comprados en rebajas y ya poseedores de dos sendos agujeros acondicionados, salí corriendo a la calle en busca de mi automóvil. Lástima que no tuviera ninguno y, de todas formas, de haberlo tenido, el depósito probablemente hubiera estado más seco que el mismísimo ideario de la UE; los precios de los carburantes, al igual que los comisarios europeos al uso, siempre invitan a la sequedad. En cualquier caso, poco me duró el desconcierto. Podré ser despistado, especialmente cuando me encuentro enfrascado en premuras turísticas, pero no soy un sobrepolítico en ejercicio; tiendo a reaccionar incluso en ausencia de regalitos y donaciones. Asimilé velozmente que no poseía, ni nunca tuve, artefacto motorizado alguno y procedí a ejercer del siempre pio, propósito de enmienda Varela, sí, como el catecismo: ¡cambio de planes!, me dije.

Si de mí hubiera dependido, la segunda opción a plantearme para abandonar este bajel neoliberal llamado Madrid, hubiera sido la opción mojada por excelencia, el Barco, pero aquí, nueva lástima a sotavento, la imposibilidad me sobrevino una vez más ya que, como todos bien conocéis, la gran urbe “anuncio” del PP, esa habitada por madrileños de dentro y de fuera, podrá tener calles y colegios dedicados a Margaret Thacher; plazas con nombres de empresas privadas; horrendas cafetería-terrazas por doquier; un Eurovegas y una Olimpiada a la vera, e ignorantes a conciencia, de los miles de desasistidos que se están quedando sin siquiera cobertura pública para sus más básicas necesidades, pero de mar ni una gota y de río, como mucho y exagerando, a lo sumo cuarto y mitad.

Lo siguiente que mi acelerado pensamiento veraniego se planteó fue el avión, el destino ya lo pensaría después. Volví a coger mi escueto equipaje y salí por patas destino al Aeropuerto, caminando, que al precio al que está el transporte público es doblemente sano. Al llegar no pude sino constatar que todos los vuelos estaban completos con enjambres de nuevos ricos liberales. Todos salvo uno destino a Berlín que incluía visita guiada a la residencia de Frau Merkel; será que los suyos ya la tienen muy vista. Cierto es que huir de nuestra capital quería, era mi mayor deseo, y que en Berlín dicen que hace más fresquito que aquí, pero el precio a pagar en este caso, sufrir la cercanía de la gran, enorme, henchida canciller Europea, no era, ni de lejos, aceptable para mi perfil turístico, por muy desesperado que este estuviera.

A falta de más opciones, y aterrorizado por la inevitable constatación de que estaba perdiendo invaluables minutos veraniegos en mi concatenación de frustradas intentonas viajeras, dirigí mi última esperanza al tren. Tardé dos horas y tres cuartos en llegar a la estación; andando, los trayectos, ya se sabe, tienden a dilatarse. Al ir a pagar en ventanilla el coste de mi pasaje me di cuenta que, muy a mi pesar, no disponía de fondos para abonarlo. Un tanto disgustado por la situación, sin ayudas europeas a mano y con la amarilla empresa de “Correos” colapsada con sobres que siempre llevan otros nombres y apellidos más populares que el mío, retorné a mi hogar encaramado a mis incansables zapatillas rojas. Una vez allí encendí el ordenador y leí que en un cine cercano acababan de estrenar, 5 de julio de 2013, la nueva película de la maravillosa saga Star Trek. Su título: "En la Oscuridad". Conté las monedas de las que disponía y decidí que, a pesar del inefable ejecutivo Ferengi que nos gobierna, y su nefasto IVA cultural, para este nuevo viaje entre las estrellas, travesía que hace ya casi medio siglo comenzó a desarrollar el genial Gene Roddenberry, sí me llegaba, sí me tenía que llegar.

Por cierto, y acalorado, aprovecho para desearos a todos los que estáis leyendo esta columna, ya seáis Humanos, Vulcanos, Klingon o incluso Ferengis o Neoliberales, y emulando a Spock en la serie televisiva original allá por finales de los '60: “Larga vida y prosperidad”, pero, por favor, que la prosperidad Vulcana no se convierta en lujuria financiera Ferengi y, sobre todo, que esté bien repartida.

Nota Trekkie a pie de página: Los Ferengi son una de las múltiples razas alienígenas que han ido apareciendo, a lo largo de décadas, en las diferentes reencarnaciones de la saga Star Trek. Son una cultura obsesionada por el tener. Acumular riqueza es lo único que buscan, a lo que aspiran, y para ello vale todo, incluido el engaño y la mentira. El negocio es su credo y las 285 Reglas de Adquisición que practican durante toda su vida son su Biblia. La primera de esas reglas dice: “Una vez que tengas su dinero, nunca lo devuelvas”.

Vacaciones, crisis y Star Trek