jueves. 25.04.2024
Lou-Reed250

Viernes, 20 de junio de 1980. Nuestro hombre, pongamos que se llama Julián, era entonces un joven de veintipocos años que todavía no había terminado la carrera de arquitectura. Primero porque había tenido que interrumpir sus estudios por la mili. Segundo, y más importante, porque en aquellos años únicos el que se dedicara solamente a estudiar perdía el tiempo; el tiempo, autista, inexorable, irredento…

Pongamos que es oriundo de un pueblo de la zona de Zafra, y que su padre había conseguido hacer fortuna con los tomates. Pero él, y todo el mundo, sabía que el tomate estaba en Madrid, y quiso venir aquí a estudiar su carrera. Su padre, cuando rezaba en recogimiento, o cuando veía una estrella fugaz, o cuando echaba una moneda en esas fuentes que la historia había cargado de supersticiones, siempre pedía el mismo deseo: que sus hijos no tuvieran que vivir lo que a él le había tocado. Por eso aceptó enviarle con una pequeña asignación; una cantidad que en el pueblo hubiera dado para el sustento, pero que en Madrid no daba ni para comprar los canutos que él se fumaba en una semana.

Los padres de Cristóbal, ese que siempre había sido trotskista pero que ahora se había hecho del PSOE, tenían un bar y a veces le daban trabajo. Cristóbal le había llamado por teléfono la noche anterior para pedirle que fuera a su casa a recibir al técnico de la lavadora porque él estaba en Sevilla con unos colegas y habían conocido a unas americanas… En definitiva, que había decidido retrasar la vuelta. De paso le pidió que le regara las plantas y que cogiera dos entradas para un concierto que había comprado, y que las usara si le apetecía.

El de la lavadora cambió la pieza y le pasó la nota escrita a mano en una hoja de block Centauro. “Si la quiere a bonito, le tengo que poner el ITE”, advirtió. Dio vueltas por toda la casa y vio cacharros sin fregar en la cocina, ropa sucia en el dormitorio, dos libros abiertos en el suelo del comedor (uno de Althusser titulado “Para una crítica de la práctica teórica”, y otro de Pierre Vilar que se titulaba “Crecimiento y desarrollo”) pero ninguna planta. Supo a qué se refería con lo de regar las plantas cuando entró al aseo y vio la bañera llena de macetas de marihuana incipiente. Las dos entradas correspondían al concierto de Lou Reed que se celebraría esa misma noche en “el Mosca”, que es como se conocía popularmente al estadio Román Valero, de Usera, situado en la calle General Moscardó. Costaban setecientas pesetas cada una y tuvo la sensación de que era su día de suerte.

Esa tarde Julián se plantó en casa de Mariví para invitarla al concierto. Aquella chica tenía una voz potente, pero acaramelada, una risa fácil plagada de perlas blancas y unos ojos que a él le hipnotizaban. Pero además tenía otros amigos y se había marchado con uno de ellos, un estudiante de psicología que imitaba en todo a Leonard Cohen, a pasar el fin de semana en Santander. Se lo dijeron las dos compañeras de piso; una era actriz, pero que él supiera no había actuado nunca, y la otra era dependienta de una tienda de flores. En el desánimo producido por la noticia ofreció la entrada a la que quisiera; aceptó la segunda, que era regordeta y desconocía con total seguridad el manejo de las pinzas de depilar, pero tenía un Seat seiscientos y estaba dispuesta a ir a recogerle.

Por la tarde fue a casa de Lolo a ver si le pagaba las cinco mil pelas que le debía por ayudarle a pintar el piso de unos colegas. Abrieron sus padres, que pertenecían a la otra España que convivía con ellos en esos tiempos: el padre llevaba boina y chaleco, y la madre, bata y moño blanco. Le informaron que se había ido a vivir a Mojacar, y le explicaron que cómo se les había hecho jipi seguramente se le habría olvidado que debía algo a alguien. Regresó a casa maldiciendo a Lolo.

En el estadio llevaban una hora fumando canutos y esperando que saliera Lou Reed al escenario, pero Aurora se hacía pis y en ese recinto resultaba imposible. La gente comenzaba a bramar cuando ellos salieron a los bares de la zona y estuvieron tomando cañas y alguna ración de bravas. Sonaban los acordes de Sweet Jane cuando ellos corrían hacia el césped. En el cuarto tema alguien lanzó una lata de cerveza al escenario y el ídolo del rock se marchó sin decir ni pío. La gente comenzó a gritar e insultar a diestro y siniestro hasta que los organizadores anunciaron que pronto se solucionaría el problema. Julián y Aurora comenzaron a besarse aprovechando el impase, pero su deseo carnal aumentaba al tiempo que la masa se convertía en marabunta y acrecentaba su deseo de venganza. Ellos se retiraron allí donde reinaba la tiniebla y dejaron aflorar su instinto más animal, al tiempo que la gente empuñaba las vallas de protección para acometer a quien fuera y acabaron tomando el escenario. El técnico de sonido lanzó un espantoso ruido rosa a todo volumen para frenar el desaguisado y consiguió desconcertar a la vanguardia de los atacantes. Pero la reacción fue más furiosa y la gente tomó definitivamente el escenario cuando Julián y Aurora  eran presa del desenfreno.

Volaron por los aires todos los equipos de luz y sonido, ante la impavidez de los miembros del servicio de orden y la ausencia sabia de los cuerpos de seguridad del estado. Cuando los asistentes salían cargados de trofeos, con cables, focos y walkitalkis, las fuerzas del orden cargaron y Aurora no tuvo tiempo ni de recoger sus bragas.

Sábado, 17 de noviembre de 2012. Julián, treinta y dos años y cinco meses más mayor, se asomó a la ventana con la taza del primer café en las manos y comprobó que el día era propicio para ir a montar en bici. Una sucesión de patologías, que comenzaba con una tendinitis y acababa con el resfriado de los últimos días, le había impedido hacer ejercicio desde el final del verano; solo un motivo muy importante podría apartarle de su propósito. Le llamó Rocío, con su hablar meloso, y le propuso acudir esa misma mañana, a la una para ser más precisos, a ver a Lou Reed en el Teatro Español.

—¿Lou Reed en el Español? —inquirió Julián con incredulidad—. No había oído nada de que viniera.

La llamada de Rocío reverdecía el deseo de acabar intimando cualquier noche loca con ella, y le pareció motivo suficiente para truncar sus planes.

La actuación consistía en que el viejo roquero se instaló en una mesa situada por delante del telón y se dedicó a leer en inglés, sin un ápice de entusiasmo, sus poemas. Un auditorio repleto de engañados como Julián y de asiduos de los estrenos de lo que sea, todos invitados con cargo al erario público, escuchaba con un inmenso estoicismo como Lou Reed leía una tras otra las supuestas poesías, sin aplausos, sin música ni complementos audiovisuales, sin traducción en rótulos y sin ninguna piedad para con los oyentes. Julián esperaba que de un momento a otro se abriera el telón y apareciera la banda para dar comienzo al concierto, pero aquello no llegaba nunca. El mismísimo Lou Reed era presa del hastío y miraba sin recato el reloj de vez en cuando. Nadie podía reprocharle nada; ese anciano sabía que si algún idiota pagaba su caché por hacer eso, él debía acudir y cumplir. ¡Y más en Madrid, donde no se andaban con chiquitas!

A la salida Julián sintió que se le habían quitado hasta las ganas de follar. Rocío trabajaba de ayudante de producción en ese teatro y le contó que el ayuntamiento había contratado recientemente a un programador general que presumía de ser amigo de Woody Allen. Este fulano, que adolecía de una famositis galopante, pensaba que los dineros que la ciudad dedicaba a la cultura eran para gastárselos en traer a gente renombrada. Y para hacer eso, nadie como él.

Lunes, 29 de octubre de 2013. Julián ya no dormía del tirón nunca, pero aquella noche se había despertado más de lo normal. Cuando le pasaba eso encendía la radio y cuando se levantó a las siete y media ya sabía que Lou Reed había muerto. Se mueren los grandes, se mueren los pequeños; todos los ríos van a dar a la mar. Se dirigió al cuarto de baño, encendió la luz menos hostil y quedó apoyado con las dos manos sobre el mueble del lavabo, mirándose al espejo; hasta ahí todo era como cada día. Pero en esta ocasión todavía no se habían ido los ecos de algo que no sabía si era un sueño o una pesadilla; en su cabeza estaban todavía las imágenes del concierto del Mosca, pero en esta sazón los asistentes eran una manada de gafapastosos y asiduos de los estrenos de lo que sea que aguardaban en cola frente a las taquillas para presentar una reclamación razonada en la que exponían la inconveniencia de que los astros del rock underground defraudaran a sus seguidores de tal manera. Y a continuación veía a los asistentes del recital de poesía tomando el escenario del Teatro Español, quemando los equipos y buscando al patógeno programador para colgarle por los pies. Eso es lo que tenía que haber hecho él; haberse levantado de la confortable butaca, haber bramado contra la estupidez reinante, contra estos enemigos de la cultura que la dirigen (al desastre) y haber dado comienzo al asalto. Y cuando la masa se hubiera convertido en marabunta, haber tomado a Rocío de la mano para conducirla entre la algarabía al despacho de gerencia dispuesto a perder con ella todas las composturas, incluso a riesgo de haber tenido que salir de naja al oír las sirenas de la policía sin tiempo para recoger las bragas de ella.

—¿Qué nos está pasando? —le dijo al del espejo.

Luego resonaron en su cabeza los acordes del tema de los Who, My generation, y se acordó de una estrofa: espero morir antes de hacerme viejo.

Volvió a contemplar su rostro en el espejo. Sintió vacío, arrepentimiento, nostalgia de Aurora, con quien vivió durante veintitantos años, con quien tuvo dos hijos que ahora eran el ancla de su espíritu marinero. Escupió en el lavabo y luego abrió el grifo.

Cunde el desánimo.

Lou Reed en Madrid: dos momentos paradigmáticos