viernes. 29.03.2024

En 1948, al calor del final la Segunda Guerra Mundial, una comisión de expertos, entre los que estaba Eleanor Roosevelt, presentó ante la Asamblea General de Naciones Unidas la Declaración Universal de de los Derechos del Hombre, declaración que debería ser aceptada por todos los países miembros o que aspirasen a serlo y que en su artículo quinto dice: “Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”. De un modo u otro, este artículo sería incorporado progresivamente a las constituciones de la mayoría de los países democráticos del mundo. Pocos años después, pero ya con el viento gélido de la guerra fría, el organismo internacional promovería una Convención internacional contra la tortura, definiéndola del modo que sigue: “Constituye tortura todo acto por el cual se haya inflingido intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, castigarla por un acto que haya cometido o se sospeche que ha cometido, intimidar o coaccionar a esa persona u otras, anular su personalidad o disminuir su capacidad física o mental. Siempre y cuando dicho dolor o sufrimiento se hayan cometido por un agente del Estado u otra persona a su servicio, o que actúe bajo su instigación, o con su consentimiento o aquiescencia”.

La guerra fría, con su “caza de brujas”, y las guerras calientes de Corea, Camboya o Vietnam inocularon en las democracias de posguerra el virus de la trasgresión, de la razón de Estado como instrumento para justificar la atrocidad. Sin embargo, durante los años sesenta y parte de los setenta activictas de todo el mundo se rebelaron contra las matanzas provocadas por guerras inútiles y contra la tortura que de ellas se derivaba. Es a partir de los años ochenta, pero sobre todo desde el comienzo de la primera guerra del Golfo, cuando la tortura vuelve a estar –esta vez de modo descarado- encima de las mesas de los gobernantes de las grandes democracias. La pasividad de la sociedad civil, el pragmatismo de las diplomacias y la política del miedo vendida desde la Casa Blanca con todo lujo de medios, han conseguido crear una conciencia universal timorata por la cual en nombre de una pretendida “seguridad” se pueden violar los derechos humanos más fundamentales.

La democracia no es una meta, es un camino que nunca se termina de recorrer, pues su fin último es el mejoramiento de las condiciones de vida de los seres humanos. Cuando las sociedades se adormecen y se dejan engañar, la democracia se paraliza y comienza a dejar de serlo. Lo que hoy conocemos sobre las torturas de Abú Graif, sobre los “vuelos de la infamia” que atravesaron atravesado buena parte de Europa, sobre las sádicas represalias de las tropas aliadas en Irak, Afganistán y Libia, la persistencia de ese infierno llamado Guantánamo rebajan la condición humana a lugares donde reina la ignominia, pero no sólo la condición humana de quienes auspician la tortura –el delito más grave que puede cometer una persona- sino la de quienes permanecemos pasivos, la de quienes callamos y seguimos haciendo nuestras vidas como si nada ocurriese, pues todos somos cómplices.

Según Curt Goering, representante de Amnistía Internacional en Estados Unidos, “la condena más severa impuesta hasta la fecha por una muerte relacionada con la tortura bajo custodia estadounidense ha sido de cinco meses, la misma que se podría poner en ese país a una persona por robar una bicicleta. Por su parte, Javier Zúñiga, director de Amnistía Internacional para América, ha afirmado que la mayor parte de las torturas y malos tratos relacionados con “la guerra contra el terror” se debieron directamente a procedimientos y políticas aprobadas oficialmente, incluidas técnicas de interrogatorio que fueron supervisadas personalmente por el multiempresario Donald Rumsfeld, exSecretario de Defensa. La cosa no ha cambiado demasiado desde entonces.

Cuando muchos medios venden el miedo y demandan seguridad a cualquier precio, además de hacer el juego a una política perfectamente diseñada desde el Pentágono, están poniendo en peligro la libertad y la democracia, pues la tortura -aberración donde las haya, más que ninguna otra- muestra el camino de regreso hacia el Antiguo Régimen, donde era una práctica habitual, como comienza a serlo ahora de nuevo. Aunque sigamos callados, aunque miremos para otro lado, la democracia parece no gustar a los señores de la globalización, a los señores de la guerra y el dinero: Es muy probable que estén comenzando a desmantelarla. El que calla, otorga, dice un refrán. Después habrá que callar a la fuerza.

Tortura y condición humana