jueves. 28.03.2024
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Fotos del aeropuerto y de la carretera de acceso a la ciudad de Tacloban.

La azafata de tierra de Cebu Pacífic me pide amablemente que me suba, mochila al hombro, a la cinta de equipaje que hay junto al mostrador de facturación de la aerolínea. Tras un par de segundos titubeando, en los que me pregunto si habré entendido bien, sigo sus indicaciones mientras ella anota la cifra de un peso conjunto que prefiero no mirar. Ante mi cara de incredulidad, la persona que me sigue en la fila me informa sonriendo que no me preocupe, que lo hacen para asegurarse de que el peso a ambos lados del avión va equilibrado. No sé si ésta es una práctica habitual en la compañía, o excepcional debida a la cantidad de ayuda que nuestro avión va a transportar a la castigada Tacloban, pero en cualquier caso el comentario del desconocido no me termina de serenar el ánimo.

El desconocido, un grandullón de rostro afable, resulta ser Javad Amoozegar, un iraní que lleva cinco años trabajando en Filipinas como responsable local de “Acción contra el Hambre”. Reconoce que durante este período no ha tenido tiempo para aburrirse, coordinando respuestas humanitarias a tifones previos, terremotos, erupciones volcánicas, así como al conflicto bélico entre los insurgentes islámicos y las fuerzas gubernamentales que continúa enquistado en la sureña isla de Mindanao desde hace décadas. Pese a todo ello, Javad admite que la destrucción provocada el mes pasado por el tifón Yolanda es el mayor reto al que se ha enfrentado desde que llegó al archipiélago filipino, hace ya más de un lustro. La intensa sombra bajo sus ojos y su aspecto de cansancio general corroboran sus palabras. Tras un mes de duro trabajo para conseguir fondos y coordinar toda la ayuda humanitaria, Javad ha encontrado un hueco en su apretada agenda para desplazarse a Tacloban y supervisar in situ la labor del equipo de aproximadamente 40 personas, entre desplazados y personal local, que “Acción contra el Hambre” tiene sobre el terreno dando respuesta a las necesidades más urgentes de la población afectada.

Con cuarenta minutos de retraso sobre el horario previsto, abandonamos la isla de Cebú en dirección a la vecina Leyte, cuya capital y ciudad más importante, Tacloban, ha sido considerada el epicentro de la catástrofe provocada por el devastador tifón que el mes pasado asoló la parte central del archipiélago filipino. Los últimos censos del reguero de víctimas que Yolanda dejó a su paso hablan de más de 5,000 y casi 2,000 desaparecidos, eso sin contar las personas de las que nada se sabe ni que tampoco tienen quien las reclame, lo que podría dejar la cifra definitiva de muertos no lejos de los 10,000 de los que hablaban las estimaciones iniciales. Tras media hora de vuelo, el avión de hélices comienza a descender en su aproximación al aeropuerto y lo que atisbamos por el ala izquierda no es sino una pequeña muestra de lo que nos encontraremos después: árboles caídos, casas derruidas y columnas de humo que salpican el desolador paisaje, más propio de una zona de guerra. Desde el aire Tacloban parece un cangrejo entrando en el mar. Una de las patas la ocupa el aeropuerto y la otra el centro de la ciudad, dando entre las dos abrigo a una bahía de unos doce kilómetros de longitud. Todo lo arrasó a su paso Yolanda.

Pese a haber sido destruido por el tifón, el aeropuerto de Tacloban funciona desde hace días con relativa normalidad y por sus pistas transitan indistintamente aviones comerciales, procedentes de otros puntos del país, y militares que transportan ayuda humanitaria o evacuan heridos con complicaciones o personas que se han quedado sin nada. En la destartalada terminal de llegadas, de la que sólo ha quedado la estructura, aguarda a Javad uno de los todoterreno que brinda apoyo logístico a su misión en la isla de Leyte. Me ha ofrecido gentilmente acercarme hasta la ciudad, invitación que he aceptado de buen grado pese a que ya hay a disposición de los pasajeros taxis para ir al centro urbano. En el interior del todoterreno, Benedetta, una napolitana de carácter fuerte y sonrisa amable, nos da la bienvenida.

Durante el trayecto a la ciudad, en el que somos testigos mudos del grado de devastación a nuestro alrededor, Benedetta nos cuenta que la situación ha mejorado bastante, y que cada vez que se desplaza al aeropuerto nota progresos. Pese a haber contactado antes del desplazamiento a Helen Cook, corresponsal de la agencia EFE en Filipinas, y al periodista navarro Daniel Burgui, quienes llegaron a Tacloban tres días después de que lo hiciera el tifón y dibujaron el lienzo de lo que me iba a encontrar, al recién llegado le cuesta creer que la estampa entonces fuera mucho peor de la que tenemos delante de nuestros ojos. Al menos en la carretera que une el aeropuerto con la ciudad, uno de los puntos más castigados por Yolanda. Si acaso faltan los cuerpos de las víctimas, que como afirman Helen y Daniel yacían desparramados por cualquier parte durante los primeros días.

Mientras avanzamos lentamente en una caravana de vehículos de camino a la ciudad, la italiana Benedetta no escatima elogios para describir la capacidad de trabajo y de resistencia de los habitantes de Tacloban, quienes al día siguiente del paso de tifón se pusieron manos a la obra para retomar sus vidas, pese a haber perdido todo, muchos de ellos también a sus seres queridos. Javad subscribe sus palabras. Este ingeniero iraní, que hace diez años decidió cambiar su trabajo en una constructora de su país por el mundo de la cooperación internacional, afirma que en ningún sitio de los que ha sido testigo de calamidades, y ha estado en unos cuantos, ha visto una respuesta tan positiva ante la adversidad como la de los filipinos, que les permite incluso hacer bromas de su trágico destino.

Benedetta nos cuenta también que la situación está más o menos bajo control y que nos encontramos a punto de superar la primera fase de respuesta a una emergencia de estas características. La mayoría de la gente que perdió su hogar fue evacuada de la isla o permanece en campos instalados por la Cruz Roja, Unicef y otras organizaciones humanitarias, así como en los edificios públicos que aguantaron la fuerza de los vientos y la posterior ola gigante que causó la mayoría de los muertos en la ciudad y sus alrededores. Las raciones de subsistencia y el agua potable han llegado a la población, y desde el punto de vista sanitario no ha habido brote de cólera, ni aumento significativo de trastornos digestivos o dengue. En materia de seguridad la situación está bajo control, pese a que el toque de queda aún vigente a partir de las ocho de la tarde, y que de manera algo laxa trata de hacer cumplir el ejército, pudiera hacer pensar lo contrario."¡Y hasta han abierto un par de restaurantes, uno de ellos italiano!” – exclama Benedetta, concluyendo su exhaustivo informe con una amplia sonrisa que relaja algo la tensión que refleja su rostro tras varias semanas de intensa actividad.

Tacloban, 30 días después de la visita de Yolanda