jueves. 28.03.2024
tortura
Foto: Segundo Enfoque

Cuatro de cada diez personas en el mundo consideren aceptable la utilización de métodos de tortura contra combatientes capturados

El 26 de junio de 1987 entró en vigor la Convención Internacional contra la Tortura como una proclama contundente en favor de la conciencia colectiva y en contra de las atrocidades de dos guerras mundiales, las dictaduras del Cono Sur, África y Asia, y la realidad de millones de personas -la mayoría bajo custodia de cuerpos oficiales- sometidas a suplicios y tormentos inimaginables a lo largo de la historia de la humanidad.

Treinta años y 162 Estados parte después, el uso de la tortura es cada vez más promovido por gobernantes y aceptado por gobernados, en un proceso de disociación cognitiva que ha llevado a que -según una encuesta del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) divulgada en diciembre de 2016- cuatro de cada diez personas en el mundo consideren aceptable la utilización de métodos de tortura contra combatientes capturados.

La tortura es considerada como la forma más cruel de violencia organizada, cuyo propósito es el aniquilamiento de la dignidad humana y “la destrucción de la mente sin matar el cuerpo”, fenómeno que tiene un grave efecto disuasorio en la comunidad, pues impone el terror como mensaje colectivo. Se trata sin duda del “nivel represivo más agudo”, como la definió Enrique Bustos en El Salvador de los años 90.

Sin embargo, en la actualidad es apenas normal escuchar a los jefes de Estado alabar la tortura como mecanismo para la obtención de confesiones, como lo hiciera en su momento el exdirector de la Guardia Civil española, el franquista José Antonio Sáenz de Santa María, quien en 1995 declaró que “un terrorista muerto da satisfacción. Un terrorista vivo, y detenido, da información”.

No en vano el presidente Donald Trump no sólo ha elogiado la tortura del submarino como eficaz técnica para lograr información, sino que en los pocos meses de su período como mandatario del país más poderoso del mundo ha devuelto sin leer las pocas copias que existían del informe completo del senado norteamericano sobre las torturas de la CIA contra sospechosos de terrorismo en Abu Grahib, Guantánamo y otras partes del mundo.

Igual que Trump, al otro lado del mundo el presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, ha afirmado sin decoro que los derechos humanos le importan “una mierda”, mientras sus fuerzas policiales son acusadas de ejecuciones extrajudiciales y torturas contra más de 8 mil personas, acusadas de ser narcotraficantes o estar relacionadas con éstos.

Por su parte, países como Corea del Norte, Malasia, Myanmar Surinam, Zimbabwe, Tanzania e Irán continúan sin siquiera suscribir la Convención contra la Tortura, pese a lo cual están obligados a proscribir su práctica, pues se trata de una norma de derecho consuetudinario.

Otras naciones, como México, pasan por alto sus obligaciones y practican la tortura como algo cotidiano, tal y como lo denunció hace un par de años el entonces Relator de la ONU contra la Tortura, Juan Méndez.

En ese país, recientemente sacudido por un nuevo escándalo de espionaje contra periodistas, la tortura se ha convertido en un efectivo método disuasorio contra la libertad de prensa, que conlleva a la censura y la autocensura. La tortura contra periodistas ha generado graves consecuencias para el derecho de información de la ciudadanía y la libertad de prensa de los reporteros.

En ocasiones la tortura ha sido previa a asesinatos como el de Rubén Espinosa en 2015; mientras que en otras ha precedido agresiones sexuales y posteriores desplazamientos o exilios. En cualquier caso, al significar un grave ataque contra la dignidad humana, la tortura contra periodistas ha tenido un efecto de amedrentamiento permanente en el ejercicio de las libertades relacionadas con el derecho a la información, cuya consecuencia principal es el silenciamiento de las voces disidentes.

Hace apenas un mes, la Corte Interamericana de Derechos Humanos con sede en San José (Costa Rica) comenzó a estudiar el caso del periodista Vladimir Herzog, detenido, torturado y finalmente asesinado por la dictadura brasilera en 1975.

De acuerdo con el relator de la OEA para la Libertad de Expresión, Edison Lanza, quien testificó durante el juicio, Herzog “formó parte de una generación de periodistas críticos de los regímenes en América Latina junto a otros como el argentino Rodolfo Walsh, desaparecido, y el uruguayo Eduardo Galeano, exiliado”.

Y aunque han transcurrido más de 40 años, el caso Herzog vs. Brasil podría revitalizar las investigaciones judiciales sobre tortura en Latinoamérica, pues la demanda exige a la CorteIDH reiterar que las amnistías no pueden incluir crímenes de lesa humanidad ni el principio de cosa juzgada cobijar impunemente a los perpetradores.

Hay otro tipo de tortura que poco se investiga y mucho menos se sanciona: la psicológica, ese grave daño que no deja huellas ni cicatrices físicas y que es infligida con peor crueldad y mayores tormentos pero rara vez es denunciada, pues como dijo hace un par de años Axun Lasa, víctima del franquismo, “la tortura es lo que queda dentro”.


periodistaClaudia Julieta Duque | Periodista y defensora de derechos humanos colombiana, víctima de tortura psicológica por parte de la policía secreta de Colombia, conocida como Departamento Administrativo de Seguridad (DAS, disuelto en 2011). Miembro de honor del Sindicato de Periodistas del Reino Unido e Irlanda, ganadora de los premios a la Libertad de Prensa de Reporteros sin Fronteras-Suecia, al Coraje Periodístico de la International Women's Media Foundation, e Ilaria Alpi a la Valentía Periodística. Considerada por la revista Newsweek como una de las 10 mujeres periodistas que más arriesgan su vida en el mundo por informar. En 2014, Reporteros Sin Fronteras la nombró como una de los cien héroes mundiales de la información.

Tortura e inconsciencia colectiva