jueves. 28.03.2024
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Las elecciones israelíes han permitido a un Netanyahu bajo sospecha aspirar a formar gobierno y convertirse, si el mandato prospera, en el primer ministro más longevo en la historia del país. Las urnas han dejado el habitual panorama fragmentado que el sistema electoral y la creciente pluralidad política propician. Ahora empieza la fase crucial en el juego político israelí: el mercadeo de promesas, compromisos y favores. Después de la victoria, la la larga fatiga de las recompensas.

Netanyahu ha pilotado este viraje ultraconservador, sin comulgar necesariamente con todas sus provisiones, y plenamente consciente de sus peligrosas consecuencias, confiando en poder revertirlo antes de la catástrofe

NETANYAHU DOBLEGA A LOS GENERALES

Netanyahu puede presumir de haber consolidado su divisa de King Bibi, vale decir, líder de una República cada vez más asimilable a una monarquía. Culmina así una carrera que lo coloca casi al nivel del venerable padre fundador del Estado, David Ben Gurion: no para consolidar su legado, sino para demolerlo.  

El mérito de Netanyahu consiste en haber vaciado de cualquier consideración moral el proyecto originario de Israel como estado-nación. La utopía socialista o colectivista que intentó conferir al sionismo una orientación de justicia social, de igualdad y fraternidad tras el infierno de la shoah ya no existe. Hoy Israel es otra cosa bien distinta: las victorias militares contra sus enemigos árabes ensoberbecieron a la pequeña nación y fueron erosionando sus fundamentos morales hasta convertirla en una potencia ocupante por encima de cualquier otra definición. El cinismo ha matado a la utopía.

Y en este Israel cínico, el mejor rey no puede ser otro que el mayor cínico del reino, que es Benjamín Netanyahu. El articulista norteamericano Bren Stephens, en absoluto hostil a Israel, crítico feroz de Obama cuando era jefe de opinión del Wall Street Journal, lo ha retratado con maestría en su columna del New York Times, donde ahora escribe: “Netanyahu es un hombre para quien no hay consideración moral que esté por delante del interés político, y para su principal interés político es él mismo. Es un cínico envuelto en una ideología que esconde un plan” (1).

Naturalmente, aunque se le tenga por un Rey (según el concepto bíblico, por supuesto, no el aplicable a las monarquías constitucionales), Bibi no es un dictador. Le encaja mejor el retrato de Gran Manipulador, de demagogo griego. Posee una inteligencia política singular, una capacidad acreditada para manejar los escenarios y triturar a los rivales aprovechando sus vulnerabilidades, ya sean adversarios claros o cooperantes ocasionales. Nadie acumula más ministros frustrados devenidos enemigos acérrimos, incluso en la tórrida política israelí.

Uno de ellos es precisamente su rival más directo en estas elecciones, el general retirado y exjefe de las IDF (Fuerzas de defensa de Israel), Benny Gantz, líder del Partido de la Resiliencia. Como tantos otros, pasó de colaborar con King Bibi a denostarlo y considerarlo un lastre para el país, un tipo en el que no se puede confiar. Gantz, personaje ideológicamente ambiguo, y no sólo por su condición de militar, creyó que su hoja de servicios le proporcionaba argumentos potentes para desafíar al monarca. Como jefe del Tsahal (Ejército), dirigió la última guerra: contra Hamas, en Gaza, una operación abusiva y plagada de denuncias por uso excesivo de la fuerza.

Durante la campaña, Gantz se rodeó de antiguos compañeros de armas, hasta aglutinar una coalición de exgenerales, con el propósito de conectar con esa persistente sensación de inseguridad que atormenta y pervierte el instinto político israelí desde hace décadas. Pactó primero con Yaïr Lapid, popular periodista y líder del partido centrista Yesh Aid (Hay un futuro), y formó la coalición Kahol Lavan (Azul y Blanco, los colores de la bandera nacional); luego se atrajo a otros dos soldados insignes, Moshe Yaalon (exjefe de la inteligencia militar y luego del Tsahal, para auparse luego al puesto de Ministro de Defensa, en 2013, a las órdenes de Bibi) y Gabi Ashkenazi (también veterano jefe del Ejército). No en vano a esta coalición se la conoce como la Junta. En cualquier otro país, tal agregación de pesados galones podría resultar alarmante: no en Israel, donde todo ciudadano es militar y las Fuerzas Armadas sigue siendo la institución más respetada del país.

Las exigencias de religiosos y ultraderechistas se perfilan en tres grandes ámbitos: la judeización del país que ya está consagrada por Ley; la anexión de Judea y Samaria, es decir, de la Cisjordania ocupada; y la creciente difuminación de la frontera entre Estado y Religión

EL CALVARIO DE LA IZQUIERDA

Gantz casi lo consigue. Su coalición ha igualado en escaños al Likud (35). Pero le falta lo más importante: los aliados con los que sumar para obtener los 61 que se necesitan para una mayoría de gobierno en la Knesset (Parlamento). El centrismo de Azul y Blanco no suma lo suficiente con la izquierda, debilitada y en desordenada retirada.

Los laboristas se han entregado a un lento y penoso suicidio político (su actual líder, Abby Gabbaiy, es otro exministro de Bibi). Los herederos del socialismo primigenio (Ben Gurion, Levi Eshkol, Golda Meier) o del socialismo pragmático (Isaac Rabin o Simon Peres) sólo tendrán 6 diputados, frente a los 15 actuales (24, si se cuentan los que aportaba la coalición con la centrista Tzipi Livni). A la izquierda, resiste el Meretz, con cuatro diputados, uno menos, pero sin influencia política alguna.

En cuanto a los árabes israelíes, que en 2015 votaron con más afluencia que nunca, animados por una lista única, ahora se han retraido, desalentados por la división: apenas habrá seis diputados árabes frente a los 13 de ahora.

LA CONSOLIDACIÓN DEL NACIONAL-POPULISMO RELIGIOSO

El giro de Israel a la derecha es ya más que una circunstancia coyuntural. Es una tendencia sistémica. El cuadro parlamentario se completa con un puzzle de partidos religiosos y minúsculas formaciones ultraderechistas que han conseguido superar la barrera del 3,25% y ganarse el derecho a disfrutar de representación parlamentaria. Netanyahu intentará pastorearlos a su conveniencia, en su idea, como sostiene  Aluf Benn, editor jefe del diario progresista HAARETZ, de reemplazar a la vieja élite del Estado (Ejército, judicatura, medios) por ese Israel conservador, populista, prosaico y ajeno a las ensoñaciones fundacionales (2).

Este es el panorama que se dibuja tras estos comicios anticipados por los apuros judiciales de Bibi. El Rey, al frente de una cohorte de pequeños partidos unidos por el rechazo a la sociedad laica, abierta y moderna que, en realidad, hace mucho tiempo que dejó de existir o que está confinada en reducidos núcleos urbanos.

Los ultraortodoxos son socios interesados de Netanyahu, a cambio de concesiones  fundamentalistas. Los ocho diputados de Shas (sefarditas/orientales) y otros tantos de Yahadut Hatorah (ashkenazis/occidentales) pondrán el score de Bibi en 51. Los diputados que le resten para llegar a la cifra mágica de 61, e incluso algunos más, los obtendrá de distintos partidos extremistas: cinco de Ysrael Beitenu (cuyo líder, Lieberman, otro exministro, es el representante de los inmigrantes procedentes de la antigua URSS y países otrora satélites); cinco más, de la Unión de las derechas (conglomerado de escindidos del Likud y versos libres); y otros cuatro de Kulanu (partido del ambicioso exministro de Economía del Rey). Fracaso, en cambio, de la Nueva Derecha de los ultras Bennet (exministro de educación) y Shaked (la ex de Justicia), que se quedan fuera de la Knesset. Al cabo, cuadran las cifras. Pero, como siempre en Israel, hay algo más difícil que ganar elecciones y formar gobierno: mantenerse en el poder.

EL RIESGO DEL JUEGO DE RECOMPENSAS

Ese es el gran desafío de este Netanyahu paradójico. Aparece en la cúspide de su poder, pero es más frágil que nunca. Lo asedian los casos judiciales. El fiscal general, Avichai Mandelblit (otro ex: su antiguo secretario particular), considera su procesamiento en los próximos meses su encausamiento por soborno, fraude y abuso de confianza, supuestamente cometidos en tres casos diferentes, relacionados con el intercambio de favores, concesiones fraudulentas y tráfico de influencias. En el argot político-mediático son los casos 1000, 2000, 3000 y 4000 (el tercero ha sido sobreseído por falta de pruebas sólidas).

Netanyahu adelantó las elecciones precisamente para zafarse de este acoso judicial. Su objetivo es adoptar una ley que le blinde de ser procesado mientras ocupe el cargo de primer ministro. Lo que en Israel se conoce como Ley francesa, porque en la V República el Presidente es inmune. Como ha escrito Nathan Sachs, director del Center for Middle East Policy, “para Netanyahu, estas elecciones representan no sólo una batalla por su vida política, sino posiblemente por su libertad personal” (3).

Lo duro empieza ahora, porque, tras superar el desafío de los generales, Bibi tiene que mantener su heterogénea retaguardia bajo control, y para ello tendrá que obligarse a aceptar condiciones y algún que otro chantaje. Nada a lo que no esté acostumbrado, por supuesto. Pero en esta ocasión, lo que pende no es la pérdida del poder, sino la privación de libertad.

Las exigencias de religiosos y ultraderechistas se perfilan en tres grandes ámbitos: la judeización del país (es decir, la asimilación de ciudadano al origen étnico) que ya está consagrada por Ley, pero que puede experimentar refuerzos incrementales; la anexión de Judea y Samaria (aspiración de los partidarios del Gran Israel), es decir, de la Cisjordania ocupada (que pondría fin al proyecto de dos Estados y, por tanto, a un proceso de paz ya moribundo desde hace años); y la creciente difuminación de la frontera entre Estado y Religión, el ahogamiento de la laicidad y el fundamentalismo creciente.

Netanyahu ha pilotado este viraje ultraconservador, sin comulgar necesariamente con todas sus provisiones, y plenamente consciente de sus peligrosas consecuencias, confiando en poder revertirlo antes de la catástrofe. Pero ahora carece del margen de maniobra que ha tenido estos años pasados. Sus aliados menores podrían chantajearlo con una derrota en la Knesset y forzar su caída, lo que le abocaría a una más que probable condena a prisión. Por el contrario, su baza, única pero no desdeñable, es hacer creer a estos enanos políticos que con cualquier otro jefe de gobierno (Gantz o quien sea), sus objetivos quedarían trastornados. En  palabras de Daniel Shapiro, embajador norteamericano en Israel durante el mandato de Obama, “Netanyahu tratará de ofrecer lo mínimo y ellos de extraer lo máximo” (4).

Bibi cuenta con otro cínico en Washington para proteger su agenda político-personal: el presidente hotelero. Trump ya le dado a Netanyahu todo lo que ha podido: reconocimiento de Jerusalén como capital israelí, aceptación de la anexión del Golán sirio ocupado, liquidación del acuerdo nuclear con Irán y un respaldo incondicional de la Casa Blanca inédito. El plan de paz que el yernísimo Kushner supuestamente pergeña en la más completa de las discreciones quizás nunca vea la luz, o se convierta en un plan de guerra (anexión de territorios ocupados, apartheid territorial, blindaje político-militar). En definitiva, en un desastre, como sostienen Denis Ross (veterano negociador con Clinton y Obama), David Makovski, director del proyecto árabe-israelí del TWI, Instituto de Washington para el Medio Oriente (5).

Para finalizar, otra incógnita es la respuesta palestina y de los países árabes. Éstos últimos, hundidos en el descrédito, hace tiempo que son irrelevantes. Las petromonarquías del Golfo, la república autoritaria de Egipto y el débil pero resistente reino de Jordania han avalado la deriva israelí, debido a la obsesión persa. Los palestinos se desangran en su guerra civil encubierta entre Hamas y Fatah, atrapados por la gerontocracia de su liderazgo político y la ineficacia de su aparato administrativo.


NOTAS

(1) “Time for Netanyahu to go”. BRETT STEPHENS. THE NEW YORK TIMES, 1 de marzo.
(2) “Netanyahu’s Referendum. What’s at stake for the israeli prime minister in the early election”. ALUF BENN. FOREIGN AFFAIRS, 6 de febrero.
(3) “Israel elections primer: final polls and what they mind”. NATHAN SACHS. FOREIGN POLICY, 8 de abril.
(4) “As Netanyahu seeks reelection, the future of the West Bank is now on the ballot”. THE NEW YORK TIMES, 7 de abril.
(5) “Golan policy may invite Israel’s right to annex West Bank territory. That would spell disaster”. DENNIS ROSS y DAVID MAKOVSKY. THE WASHINGTON POST, 29 de marzo

Israel: 'King Bibi', en su laberinto