jueves. 28.03.2024

De niño, mis preceptores franquistas, “laicos” o profesionales del nacional-catolicismo, dedicaron buena parte del tiempo que pasaba en la escuela pública de mi pueblo, a hablarme de los terrores del infierno. En verdad, he de decir que lograron acojonarme. Un día y otro, hablando de lo caliente que se estaba allí abajo, del fuego, de las ollas hirviendo, de la leña que echaban los ángeles caídos para que el caldo saliera mejor, de la imposibilidad de escapar a las llamas incandescentes… Incansables, inasequibles al desaliento, como si la vida les fuera en ello, puedo asegurar que consiguieron sus propósitos perversos. Luego, que Satanás estaba en todas partes, invitándonos a los pecados de la lujuria, la gula, la pereza, la desobediencia, que aunque no lo viésemos podía estar dentro de cualquier amigo, que no nos fiásemos de nadie, sólo de ellos, que esos pecados se pagaban con el fuego eterno. Sí, ciertamente, lograron acojonarme durante poco más de un lustro. Pero pasó, como pasa el agua del río para no volver más. Eran aterradores sus cuentos, mucho más que los relatos de Poe, que REC, la película de Balagueró, que El Lute, que pasar la Nochebuena con Raphael: Lamentablemente, después he visto cosas infinitamente más pavorosas que los cuentos de mis maestros y curas franquistas, que las películas de Balagueró, que los cuentos de Poe o las interpretaciones del marido de Natalia Figueroa, de nuevo en los altares por obra y gracia de la televisión pública y de lo más granado de nuestros cantautores: Ser niño en el Congo, ser iraquí en Irak, ser palestino en Gaza, ser griego en Grecia…

Sin embargo, del mismo modo que los miedos del infierno fueron evaporándose de mi mente, de la mayoría de las mentes, y hoy sólo tememos al dolor de la despedida; del mismo modo nos hemos acostumbrado a ver con naturalidad, a oír con naturalidad la barbarie con que cada día nos desayunamos, por extrema e increíble que sea: Al fin y al cabo, comemos, tenemos coche, escuela, perro, casa, hospital y aspiradora, de momento, por poco tiempo si no damos de una vez un puñetazo masivo que haga temblar los cimientos de todo el continente. Los asesinados en masa nos son ajenos, son como aquellos indios que masacraba el Séptimo de Caballería de West Point al toque de corneta, cosas de la tele, del cine, de la cotidianidad. Nada nos sorprende, bastante angustia tenemos con lo nuestro como para vivir la de los demás, la de los que han dejado de vivir sin motivo alguno o sobreviven con todos los sufrimientos inimaginables.

Israel, Estado confesional, Estado teocrático, lleva décadas poniendo en escena un nuevo capítulo del holocausto, sólo que ahora no son ellos las víctimas, sino los verdugos, los cirujanos de la muerte, los Himmler, los Goering, los Keitel, los gaseadores… No se puede andar más por las ramas, ya está bien de hablar de violencia de uno y otro lado, de la gran democracia israelí, de eufemismos que insultan a la inteligencia y al alma humana. Israel es un Estado incrustado por la fuerza de dos grandes potencias –Reino Unido y Estados Unidos- en la tierra de otros, Israel, desde que existe como tal no ha dejado de matar, es una máquina de muerte protegida por sus progenitores con el silencio de una Europa que sólo se dedica a observar, observar y observar, que sólo interviene cuando la voz de su amo lo manda.

Pudieron, los norteamericanos, siempre generosos, haber creado el Estado de Israel en cualquiera de sus estados despoblados, en Nevada, en Oregón, en Illinois, en Wyoming, en Arizona… Les sobraba, les sobra territorio, son pocos para nueve millones de kilómetros cuadrados y, al fin y al cabo, buena parte de los judíos que habitan Israel proceden de su país; también pudieron en 1948 haber diseñado al mismo tiempo que inventaron Israel, desde sus inquietantes despachos, un Estado Palestino con todas las de la ley, imponerlo del mismo modo, pero no, ninguna de esas dos opciones, ni cualquiera otra que con un mínimo de racionalidad se propusiera, fue, será aceptada. Israel se creó como un Estado vigía, como un Estado beligerante que hacía de la beligerancia su propia razón de ser. Hablan del derecho a defenderse, y por supuesto que lo tienen, pero no tendrían que estar armados hasta los dientes, ni fanatizando a su población, ni inculcando el miedo al infierno terrenal personalizado en un harapiento palestino en las mentes vírgenes de sus hijos si desde el plan Balfour y la posterior implantación del Estado de Israel allá donde les dio la gana, hubiesen respetado los derechos del pueblo que habitaba aquellas tierras y que nada tenía que ver con el holocausto ni la diáspora judía. Aquello, tal como se hizo, fue una atrocidad, que hoy, mezclada con el olor a oro negro, no tiene visos de solución: Todos los “civilizados” quieren tener aseguradas las reservas petrolíferas de Oriente, todos quieren que en aquellos países existan reinos o repúblicas feudales que machaquen y repriman a sus pueblos pero que obedezcan a su señor. Israel, en ese contexto, no es ya sólo el lugar donde viven los judíos, sino el buque insignia de Occidente con licencia para matar, para exterminar. Y basta de embustes, la Franja de Gaza tiene 151 kilómetros cuadrados, ni uno más, es la sexta parte de mi pueblo –Caravaca- y no es una amenaza para nadie, tan solo para ellos mismos, para los que habitan allí, porque es uno de los territorios más inhóspitos de la Tierra, porque han recibido tantas bombas, tanta muerte que de allí sólo emanará odio.

Hace tres años, en una semana, alegando que Hamas había roto una supuesta tregua al lanzar cohetes cuasi pirotécnicos sobre “Tierra Santa”, mataron a ochocientos palestinos indefensos, destruyeron escuelas, hospitales, carreteras, viviendas y dejaron sin agua y sin luz, sin alimentos ni medicinas a medio millón de personas. Ahora han vuelto a la carga, como si fuese un deporte, un ritual, una tradición.  Por mucho menos, Estados Unidos invadió Irak cuando la primera guerra del Golfo, por mucho menos se destruyó Yugoslavia, por mucho menos, por nada, se intenta condenar al ostracismo a los gobiernos democráticos de Bolivia, Venezuela o Ecuador. Hoy todo sigue como si nada hubiese pasado, un pueblo confinado en la miseria, el hambre y la muerte por decisión de la comunidad internacional ¿Imaginan ustedes qué habría ocurrido en el caso inverso, si los palestinos hubiesen podido conseguir las armas sofisticadas que tiene Israel y las hubiesen empleado con la mitad de saña contra el pueblo judío? ¿No habría llamado Estados Unidos a sus aliados para hacer desaparecer del mapa a Gaza y Cisjordania en veinticuatro horas?  El pueblo judío ha sufrido mucho a lo largo de la historia, busquen en ella a los responsables de su sufrimiento, seguro que los encuentran en “montañas y valles cercanos”, en la vieja Europa, en la nación más poderosa de la tierra, jamás en Palestina, pueblo abandonado por todos y condenado a desaparecer por quienes habiendo sufrido tanto, nada parecen haber aprendido más que la maestría y la frialdad de sus verdugos. Y no vengan a decirnos que se trata de la lucha entre la civilización y la barbarie: Israel es una teocracia, en una nación confesional unida por lazos religiosos, su actuación salvaje en la zona, como la de Estados Unidos, como la de Europa, sólo creará odio, porque quien siembra vientos de sangre recogerá tempestades de ella, más bien temprano que tarde: El odio es un fantasma que recorre el Islam, desde Indonesia hasta Marruecos, sigan regándolo, abonándolo. Lo conseguirán. 

Gaza:la vida en el infierno