viernes. 29.03.2024
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Vladimir Putin, en la ceremonia de inauguración del Mundial 2018.

Los dirigentes contemplan en la ceremonia del Mundial una oportunidad para unificar mensajes, capitalizar orgullos e incrementar índices de popularidad

El fútbol y la política están indefectiblemente vinculados, por mucho que no pocos agentes del uno y de la otra se empeñen en negarlo o condenarlo, incluso quienes más alientan o se aprovechan de esa convergencia. El reciente Campeonato Mundial de Fútbol ha sido un escaparate privilegiado de ello.

El fútbol se politiza en la medida en que es un recurso propagandístico de gran alcance e intensidad. Y la política se reduce, con bastante frecuencia, a los impulsos propios del fútbol más profesional, menos romántico u olímpico, cuando se afianza la competitividad, la victoria por encima de cualquier otro objetivo y el ataque o la descalificación del contrario.

El Mundial tiene otro efecto equívoco. Edulcora la tendencia globalizadora, que en el fútbol es tan señalada como en la economía. No en vano, no existe un deporte más dominado por las dinámicas del negocio. Pocos espectáculos mueven tanto dinero como el fútbol. No hay estrellas mejor pagadas que los mitos del balompié.

La globalización ha borrado las señas de identidad nacionales en la rivalidad que enfrenta a los clubes, sociedades capitalistas o afines en su gran mayoría. Los equipos más competitivos en Europa (meca del fútbol, aún) están integrados por jugadores de diversos países (europeos o no), incluso de forma mayoritaria en el caso de los más potentes. Son muy pocos los nacionales que tienen ficha en esos clubes. El caso de Athletic de Bilbao, tantas veces considerado obsoleto y un tanto rancio, es una excepción en el panorama europeo, por lo demás contemplada con una mezcla de simpatía y desprecio, según qué miradas.

El Mundial (o la Eurocopa y la Copa Libertadores, por citar sólo los más importantes campeonatos regionales) ofrecen el orgullo ceremonial de “vestir la camiseta nacional”. Los jugadores (no los entrenadores, en cambio) se alinean de nuevo por banderas y escuchan el himno patrio antes del partido. Luego, en el terreno de juego se agrupan en el esfuerzo con otros futbolistas que son rivales en las ligas donde juegan durante el año, y se enfrentan a otros que son colegas en sus clubes pero con los que no comparten pasaporte.

Esta inversión nacionalista de un fútbol sin patria genera una energía política que es muy difícil ignorar. Los dirigentes contemplan en la ceremonia del Mundial (o sus versiones regionales menores) una oportunidad para unificar mensajes, capitalizar orgullos e incrementar índices de popularidad.

Se ha resaltado el uso que el presidente ruso ha hecho del Mundial, igual que otros autócratas se beneficiaron de anteriores citas históricas. Ahí está en el torneo argentino de 1978, celebrado en pleno auge de la dictadura militar, o el campeonato mexicano, jugado pocos días después de la matanza de la Plaza de Tlatelolco, en 1968. Otros ejemplos son más sutiles o menos clamorosos: como la victoria (sin mayores consecuencias) de la RDA sobre la RFA en el Mundial celebrado en Alemania durante la plena vigencia de la Ostpolititk de Willy Brandt.

LA VICTORIA DE PUTIN

Muchos analistas parecen decididos a reconocer que el líder ruso ha ganado el entorchado propagandístico o político, aunque Rusia quedara apeada en cuartos de final, después de eliminar a España, precisamente. Vladimir Putin, sin embargo, dosificó muy bien su presencia en los palcos, entre otras cosas porque los invitados eludieron cuanto pudieron aparecer junto a él (1).

El patrón del Kremlin eligió bien cuándo reforzar su defensa y los momentos propicios para pasar al ataque. El gol más influyente tuvo lugar acabado el torneo: durante la cumbre con Donald Trump en Helsinki. Putin entregó a Trump un balón oficial del Mundial con mensaje adosado: “la pelota está ahora en su tejado”. No se refería a la competición deportiva, claro está, aunque Estados Unidos acabara de ganar la puja para organizar el Mundial de 2026, en colaboración con sus socios ahora malavenidos de la NAFTA (Canadá y México).

Con este guiño esférico y envenenado, Putin coronó una rueda de prensa calificada como humillante por muchos políticos, medios y analistas norteamericanos. El líder ruso hurgo con paciencia y astucia en la herida de las relaciones bilaterales, profundamente erosionadas por la rivalidad geopolítica, la supuesta interferencia rusa en las elecciones norteamericanas y, sobre todo, las sospechas de colusión entre la campaña del candidato hotelero y los servicios de inteligencia rusos.

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ÁFRICA: AMARGURA Y GLORIA

Una vez más, el Mundial fue una ilusión frustrado para las naciones africanas. Pero no tanto para los africanos ( o para los descendientes de africanos). Sus hazañas deportivas se enredaron con la patata siempre caliente de la inmigración. La notable participación en el equipo francés de jugadores de origen africano alentó un debate sobre los méritos nacionales. Un caso compartido con otras selecciones que llegaron a semifinales, como la belga o la inglesa (2).

Sectores próximos al antiguo Frente Nacional galo comentaron con cierto sarcasmo que la identidad francesa quedaba desvaída en los bleus. A estos comentarios de tono racista se replicó que los jugadores de origen africano eran tan franceses como los de ascendencia europea. Pero la discusión se complicó un poco más. Hubo quien alertó sobre la intención de quienes veían en los jugadores africanos un ejemplo de las bondades de la integración: al cabo, sostenían esos críticos, los futbolistas son parte de esa élite migratoria y no ejemplo significativo de las condiciones de vida que soporta la mayoría de quienes comparten su origen (3).

LOS FANTASMAS NACIONALISTAS

La muy joven nación croata desplegó mucho orgullo, pero escondió con cuidado sus no pocas vergüenzas adheridas a la propaganda del fútbol

El nacionalismo sedicente encontró su expresión más ruidosa no en el sueño (deportivo) truncado de la anfitriona Rusia, sino en el exhibicionismo ruidoso de la modesta Croacia, con su jefa de Estado ataviada como una hincha más en palcos, inmediaciones de los estadios y (sin pudor digno de mejor causa) en los vestuarios.

La muy joven nación croata desplegó mucho orgullo, pero escondió con cuidado sus no pocas vergüenzas adheridas a la propaganda del fútbol. Su principal estrella, Luca Modric, jugador del Real Madrid, está inmerso en una causa judicial en su país, por supuesta complicidad y/o encubrimiento del expresidente del Dinamo de Zagreb, Zdravko Mamic. Este personaje está procesado por corrupción. Modric, como otros compañeros suyos de selección, se habría avenido a sus prácticas fraudulentas con motivo de su traspaso, hace diez años, al club inglés del Tottenham (4), donde jugó unos años antes de ser fichado por Florentino Pérez. Hijo de refugiados croatas de la ciudad de Osijek, en la Eslavonia oriental, Modric ha asumido ese discurso nacionalista que sirvió tanto para la guerra de independencia como para la construcción del nuevo país. Las hinchadas croatas suelen resucitar los peores demonios de la simpatía filonazi durante la segunda guerra mundial.

Un ejemplo de distinto corte lo hemos encontrado en Bélgica, donde la rivalidad entre flamencos y valones, muy agudizada por el oleaje nacionalista de los últimos años en Europa, suele quedar temporalmente amortiguada por el empeño común de la selección nacional. Sólo la cerveza, dicen algunos, compite con el fútbol como factor aglutinador del país. Claro que la ilusión de un triunfo belga, alentada por el mejor juego entre los 32 participantes, se mostró tal final tan efímera como la espuma del alcohólico brebaje.

En unas pocas semanas, antes de que se acaben las vacaciones estivales para muchos de los aficionados, volverá a rodar el balón en las ligas europeas, bajo la sombra de las banderas. Mientras tanto, la globalización futbolística, engrasada por el dinero de televisiones y de las marcas publicitarias, acallará los himnos y propiciará fichajes y contratos millonarios. El orgullo nacional pasará a segundo plano y ocupará el centro de atención la rivalidad apátrida de los equipos multinacionales y multiétnicos.


NOTAS

(1) “Russia’s goals won’t end with the World Cup”. DANIEL B. BAER. FOREIGN POLICY, 2 de julio.
(2) “The World Cup is a victory for the inmigration dream”. ISHAAN THAROOR. THE WASHINGTON POST, 12 de julio.
(3) “L’équipe de la France, objet politque, malgré elle”. LE MONDE, 11 de julio.
(4) “Croatia’s soccer stars should be heroes. Instead, they are hated”. MATTHEW HALL. FOREIGN POLICY, 6 de julio.
(5) “Contra les bleus, les belges joueront bien plus qu’une demi-final. COURRIER INTERNATIONAL, 10 de julio.

Geopolítica del fútbol: cuando el balón vuelve a ser patriótico