jueves. 28.03.2024
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Fotografías: Johari Gautier Carmona

@JohariGautier | De todas las palabras pronunciadas en Francia en los últimos meses, el término “guerra” se ha ganado un espacio de oro en los medios de comunicación. Desde los atentados del 13 de noviembre que asolaron el centro de París y sembraron la zozobra en todo el resto del país, las instrucciones quedaron claras. 

El ministro Manuel Valls fue quien tuvo el honor de pronunciarla en los primeros instantes con la mayor contundencia. Lo hizo el día después de los atentados en una entrevista difundida por el canal de mayor audiencia (TF1). En sus ademanes se reflejaba el tono grave que exigían los acontecimientos, pero nada de esa pizca de emotividad o de la contenida compasión expuesta por el presidente François Hollande el día anterior.  

unnamed2Frente alta, cuello rígido, rostro severo. Ya no hablaba un hombre de gobierno, sino un jefe del ejército. Su tono monótono rezumaba la determinación de todo un Estado. “Estamos en guerra y, porque estamos en guerra, tomamos medidas excepcionales. Y actuaremos y pegaremos este enemigo para destruirlo en Francia, claro, y en Europa para perseguir todos aquellos que han cometido estos actos, pero también en Siria y en Irak. Y responderemos al mismo nivel que este ataque con una gran determinación y con una voluntad de destruir. ¡Ganaremos esta guerra!”, expresaba Manuel Valls. 

Los días que siguieron sirvieron para acrecentar el miedo y la paranoia guerrerista. Francia se despertaba con un conflicto en su territorio, sin recordar que llevaba meses y años pregonando el belicismo a los cuatro vientos. Su presidente, el menos popular de toda la historia de la V República, es también uno de los más beligerantes desde François Miterrand, hombres que, sorpresivamente, pertenecen a la misma familia política (el partido socialista francés). Tras las intervenciones en Malí, el Sahel, la República Centroafricana, lugares altamente riesgosos, Hollande resolvió –como si no fuera poco–  embarcarse a solas en Irak y Siria para liderar unos bombardeos con resultados inciertos. El 13 de noviembre era, en realidad, la cosecha más palpable de esta política internacional repleta de paternalismos injerencistas.    

En BFMT, I-Telé, France 2 y otros canales dados a los debates temáticos, los atentados del 13 de noviembre se impusieron al unísono. Los comentaristas, políticos, estrategas, analistas y periodistas respondían con arengas todas sintonizadas en la misma dirección: cómo derrotar al enemigo llamado Daesh (Estado Islámico). Cada invitado llegaba con su libro de recetas. El General Didier Tauzin expresaba que “en tiempos de guerra hace falta un verdadero jefe”. El abogado penalista Thibault de Montbrial promovía que todos los oficiales tuvieran el derecho a llevar un arma a tiempo completo y en cualquier lugar. Los presentadores de I-telé destacaban en sus comentarios el fin de una época tranquila mientras que algunos invitados de BFMTV hablaban de la necesidad de militarizar las calles de Francia al estilo de Israel. Más adelante, el 19 de noviembre, volvía el primer ministro Manuel Valls a las pantallas para reavivar el fantasma de la muerte: “¡Puede haber una próxima vez! Los franceses tienen que vivir con esta amenaza terrorista”.

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Ante esta escala delirante de vaticinios mortales, muchas manifestaciones afligidas, muchos llamados al orgullo parisiense o la soberbia civilizadora. En los lugares donde acaecieron las masacres, algunos lemas como “Même pas peur” (Ni siquiera tenemos miedo), “Nous ne plierons pas” (No nos doblaremos), “Non à la barbarie” o “Contre le fanatisme” se han hecho populares y se codean con centenares y miles de ramilletes de flores, fotografías y objetos. Así se esboza la catarsis de un pueblo que grita con desesperanza a los valores de una civilización pensante, a ese lema de “Liberté, égalité et fraternité” que hizo famosa su revolución, sin embargo, en ninguna parte, en ningún periódico (ni siquiera L´Humanité o Le canard enchainé), aparece una reflexión sobre la política internacional de Francia, la poca coherencia y prudencia de sus intervenciones al exterior, su nefasta tendencia a intervenir en los asuntos de los Estados africanos o de Medio oriente, y su afirmada voluntad y soberbia al hacerlo en primera línea. Después de los atentados, ningún comentarista llevó la discusión a otros horizontes que el inmediato futuro, nadie echó la película atrás para recordar el papel de una Francia impulsiva que se apresuró en ilegitimar a Bashir Al Asad, fortalecer rebeldes de procedencia dudosa y, luego, bombardear su suelo. Con los bombardeos, el pensamiento crítico ha desaparecido al mismo tiempo que la tranquilidad.  

En medio de esa tormenta guerrerista, un solo intelectual pudo reivindicar una postura crítica en los grandes medios de comunicación fue el filósofo Michel Onfray, un filósofo que se ha beneficiado de la simpatía de los medios en los últimos años gracias a su retórica demoledora, perfecta para debates con mucho picante pero muy poco tiempo y poca profundización. En un canal dedicado exclusivamente a las noticias (LCI), después de cuestionar los intereses ocultos del discurso beligerante del presidente, de señalar una manera cuestionable de mejorar su popularidad, el intelectual resumió la situación de Francia de la siguiente manera: “No tenemos grandes proyectos. No tenemos una gran visión política e histórica, y ahora estamos encontrándonos con la Historia”. Más adelante se presentó como un pacifista, defendió el concepto de la guerra como algo exclusivamente defensivo, y concluyó: “Deberíamos dejar de bombardear las poblaciones musulmanas sobre la totalidad del planeta con la excusa de ver en ellas amenazas terroristas. ¿Por qué hemos llegado aquí? ¿Por qué detrás de los americanos no hemos sido capaces de formular una política de resistencia? […] Nos hace falta una gran política árabe. Dejemos de bombardear poblaciones civiles e inocentes”.  

Pocas horas después de esta intervención, Onfray fue tachado de islamófilo y de defender la causa del Estado Islámico, y tuvo que defenderse en los grandes medios por un tuit en el que decía: “Derecha e izquierda que han sembrado la guerra contra el Islam, recogen nacionalmente la guerra del Islam político”. 

Después de este suceso en el que la –tan defendida- “Unidad” francesa se vio durante unos breves minutos amenazada, el silencio ha vuelto a reinar en los programas de debate con pocas –o ínfimas- intermitencias de diálogo sobre las raíces del conflicto. Como consecuencia, el tema de la seguridad nacional  y del desarrollo de los ataques sobre el terreno contra el Estado Islámica han recobrado una fuerza innegable: como si hubiese necesidad de adoctrinar la opinión pública. 

En el plano internacional, la cosa es diferente. Muchas personalidades y analistas consideran que Francia ha caído en la desastrosa política norteamericana de finales de los años 90. La alcaldesa de Barcelona (España), Ada Colau, por ejemplo, se expresaba pocos días después de los atentos en su cuenta de Facebook con un mensaje lleno de perplejidad: “Si bombardear un país fuera una solución efectiva para acabar con el terrorismo, ya no habría terrorismo”. 

En Colombia, la columnista del periódico El País de Calí, Muni Jensen, cuestionaba abiertamente la ideología del actual presidente francés: “¿En qué se parece un socialista francés a un republicano de Texas? […] En teoría, tienen poco en común. La Francia de izquierda, cuyo partido se fundó en 1969, promueve el estado de bienestar y la protección a los trabajadores, mientras los republicanos en Estados Unidos le rezan a la biblia del libre mercado y de los impuestos bajos. En la práctica, sin embargo, el presidente Francois Hollande, tras los ataques terroristas en París en los que murieron 130 personas, se ha convertido en el símbolo de la lucha militar de Occidente contra el Estado Islámico. Se dice incluso que ese trágico viernes 13 de noviembre en París se convirtió para los franceses en lo que fue el ataque a las torres gemelas del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos: una declaración de guerra”. 

Según Muni Jensen, “los tambores de guerra del Elíseo se oyen con preocupación en la Casa Blanca y en las capitales de occidente. Después de 14 años y tras miles de millones de dólares en gasto militar y centenares de soldados abatidos, hay fatiga y escepticismo”. 

Es cierto, por un lado, que puede haber preocupación por los impulsos de un presidente que, durante su campaña, se decía el defensor del diálogo, pero también hay que resaltar que nunca antes había habido tanta resignación y derrotismo en el plano de las ideas en Francia. Pocos son los políticos e intelectuales que han podido defender públicamente una alternativa pacifista como pudo hacerlo Dominique de Villepin en 2002 en la ONU, cuando el ataque de EEUU a Irak era un gran secreto a voces.

Una realidad es que hemos vuelto a los tiempos del intervencionismo más agresivo del siglo 20 y que, con ellos, han resurgido algunos fantasmas sobre la libre expresión, la libertad de los pueblos de decidir sobre la intervención en algún conflicto, y las buenas intenciones de los Estados occidentales. Estos fantasmas son los mismos que el poeta francés Aimé Césaire denunciaba vivamente cuando acusaba las potencias coloniales de querer implantar a la fuerza modelos de funcionamiento o pensamiento europeos, sea a través de la religión, de la economía de mercado o la democracia. 

La colonización del siglo XXI ha cambiado su lenguaje, se expresa con eslóganes de liberación y ha silenciado a los opositores internos con el fin de acabar con la “barbarie” y los regímenes que la patrocinan. Pero, como bien dijo Césaire en su Discurso sobre el colonialismo, “nadie coloniza inocentemente” […] Una civilización que justifica la colonización y, por lo tanto, la fuerza, ya es una civilización enferma, moralmente herida”. 

¿El fin del pensamiento crítico en Francia?