sábado. 20.04.2024
ucrania
El presidente ucraniano, Petro Poroshenko.

El país vive instalado en el estancamiento, en la corrupción endémica, en la misma perversión de los poderes irregulares y en una creciente incredulidad pública

Ucrania ha desaparecido del primer plano de la actualidad europea y mundial, por la misma razón que otros conflictos latentes terminan arrumbados en el olvido: ha cesado la guerra. Sólo aparentemente. Los acuerdos de Minsk pusieron fin a los combates entre el Ejército estatal y las milicias pro-rusas del Este del país. No sin quiebras parciales y con una precariedad alarmante.

EL GAMBITO DE PUTIN

Durante 2014 y 2015, después de la toma de Crimea por Rusia, los aliados occidentales consideraron prioritario detener lo que entendieron como “nuevo expansionismo ruso”. Pero sin forzar una confrontación bélica directa con Moscú, obviamente. La salida elegida fue la clásica: sanciones económicas contra el Kremlin y sus protegidos, que han podido hacer daño a Putin y a su nomenklatura, pero también han perjudicado, muy gravemente, al ciudadano ruso común. Y, de forma indirecta, a muchos europeos. De ahí que no pocos países de este lado, los más dependientes de los recursos rusos, hayan favorecido cualquier oportunidad para poner fin a las sanciones y recuperar una normalidad práctica con Moscú. Aunque el discurso del rechazo se mantenga lo que el relato político exija.

En realidad, la recomposición de esta nueva versión de la confrontación Este-Oeste en Europa se ha jugado en otro escenario, peligroso como pocos: Oriente Medio. La intervención rusa en Siria no sólo ha cambiado la dinámica de la guerra en aquel país, favoreciendo el debilitamiento del Daesh y la recuperación militar del aliado Assad (primer objetivo de Putin). También ha generado un nuevo clima diplomático entre Europa y Rusia y, aunque cueste mucho más admitirlo, entre Estados Unidos y Rusia.

La normalización, por muy conveniente y ventajosa que resulte para europeos occidentales y rusos, obliga a un compromiso, al menos aparente, en Ucrania. La tregua que vive el país (en modo alguno paz) debería haber sido aprovechada para mejorar al menos la situación económica, reforzado la institucionalidad, fortalecido la cultura democrática y generado un ambiente de irreversibilidad del cambio de paradigma en las relaciones externas del país. No ha ocurrido casi nada de eso.

En parte por la hipoteca de la amenaza constante de guerra, por el peso asfixiante de las deudas y por una escandalosa falta de verdadera voluntad democrática, lo cierto es que la Ucrania pro-occidental surgida de la revolución del Maidán ha avanzado poco o muy poco. El país vive instalado en el estancamiento, en la corrupción endémica, en la misma perversión de los poderes irregulares y en una creciente incredulidad pública (1).

Todo esto ha ido ocurriendo ante la impotencia de los líderes occidentales y la indiferencia de nuestras opiniones públicas. O peor aún, como se ha visto en el referéndum holandés, que sólo parece haber movilizado al segmento más extremista de la sociedad, precisamente en contra del acuerdo comercial con Ucrania. La apuesta de los gobiernos europeos por una serie de líderes muy cortitos de credenciales (como es natural) y muy sobrados de ambiciones personales ha resultado en lo único posible: la decepción, si acaso, y la deriva (punto actual).

Dos acontecimientos recientes han puesto todo este proceso en evidencia pública: la aparición del Presidente Poroshenko en los ‘papeles de Panamá’ y la dimisión del Primer ministro, Arseni Yatseniuk.   

UN LIDERAZGO CUESTIONADO

Los detalles de las triquiñuelas de Poroshenko no interesan demasiado para esta reflexión. Baste decir que simplemente el jefe del nuevo (¿fallido?) estado ucraniano se ha comportado como lo que ha sido siempre: un oligarca interesado por su beneficio personal por encima de cualquier interés público. Simplemente, a los líderes occidentales les parecía mejor que los otros (viejo adagio del cínico Teddy Roosevelt para defender a Somoza: “es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”). Poroshenko es “nuestro oligarca”; o sea el de ellos, el de los líderes occidentales apremiados por apoyar a alguien que pareciera oponerse a una absorción rusa del país.

El caso de Yatseniuk es más complicado. Economista alejado inicialmente de esos circuitos infernales de la corrupción político-económico-institucional en que se precipitó el país tras la caótica desaparición de la Unión Soviética, este tecnócrata parecía el personaje indicado para aplicar un estilo aséptico de gobierno, sin las emociones revolucionarias, con el rigor de un gerente de empresa de libre mercado. En fin, un ‘cabeza de huevo’ sin tentaciones rusófilas y fuertemente dependiente de las instrucciones y los créditos occidentales. Como dijo de él, en plena crisis “revolucionaria”, la entonces número dos del Departamento de Estado, Victoria Nuland: “éste es el tipo”. El elegido.

Pero como un país no es una empresa y Yatseniuk no ha demostrado ser tan fiable como algunos se convencieron interesadamente que era, las cosas no han salido bien. Sus enemigos, desde cualquier lado del espectro, incluso viejos amigos de los tiempos coloreados, lo acusan de haber hecho “vieja política” (para usar una referencia tan de moda por estos lares), de haber empleado con demasiada frecuencia la lógica de los oligarcas, de haber contemporizado, de haber evitado tocar nervios demasiado sensibles, de haberse apoyado en las mismas palancas informales de siempre (2).

Para colmo, en este ejercicio más de supervivencia y proyección políticas que de exigencia técnica, Yatseniuk se enredó en confrontaciones personales e institucionales con Poroshenko. Pasaba el tiempo y determinadas medidas de higiene democrática se aplazaban sine die. Los responsables subsidiarios de favorecer la limpieza, como el inefable fiscal general, Viktor Shokin, se hacían los remolones. No tanto por negligencia, pensaban muchos, sino por complicidad con los corruptos. (2) Las presiones occidentales en favor de la destitución de Shokin han sido ignoradas durante más de un año. Al final, su cabeza fue entregada en bandeja de plata, y Yatseniuk también aportó la suya, prometiendo apoyar al candidato de Poroshenko, el actual presidente del Parlamento, Volodymir Groysman, para el cargo.

Putin puede sentir la tentación del regocijo por toda esta deriva. Pero, si es inteligente y responsable, debe, por el contrario, tomar alguna iniciativa que supere esta versión adaptada de la “guerra fría” y favorecer un compromiso decente con Occidente sobre el futuro de Ucrania. Cualquier otra política de aprovechamiento oportunista de la situación puede tener consecuencias nefastas para todos.


  1. Para entender mejor el alcance del fiasco de Poroshenko, puede leerse este trabajo de TARAS KUZIO, politólogo ucraniano residente en Canadá: “Euromaidan dreams deferred. Poroshenko, corruption and stalled political progress in Ukraine”. FOREIGN AFFAIRS, 7 de enero de 2016.
  2. “Arseniy Yatsenyuk, Ukraine’s Premier, quits amid splits in post-revolution alliance”. ANDREW KRAMER, NEW YORK TIMES, 10 de abril de 2016.
  1. “Now We know who really runs Ukraine”. MAXIM ERISTAVI. FP, 17 de febrero de 2016.

La deriva de Ucrania