viernes. 29.03.2024
neoligeralismo

“Estado de derechismo” es como Carlos Bravo Regidor bautizó hace tiempo a esa extraña visión del Estado de derecho en la que conviven la búsqueda de la “mano invisible” en la economía y la de la “mano dura” en la cuestión social.  Al hacerlo, no sólo introdujo a nuestra conversación pública un fenómeno global hasta entonces poco discutido en México sino que señaló, con muy buen tino, uno de los productos culturales más acabados del sexenio del presidente Felipe Calderón.

Pienso en ello tras leer el magistral libro de Bernard E. Harcourt, “The illusion of free markets: punishment and the myth of natural order” (2011), dedicado precisamente a desentrañar esa afinidad histórica, de entrada contradictoria, entre el laissez faire en la economía y  una política penal intervencionista y moralizada.

Harcourt escribe pensando en los Estados Unidos, en  la  “paradoja americana” donde el 71% de los ciudadanos piensan que la economía de mercado es la mejor manera de organizar el futuro y se muestran preocupados por su “excesiva regulación” al tiempo que aprueban que su gobierno opere el sistema penal más grande y costoso del mundo, que encarcela a 1 de cada 100 adultos.

A partir de ahí, Harcourt hace una arqueología (o genealogía, para decirlo a la manera de Nietzsche) de la forma de entender, de la mirada que ha hecho que esta paradoja no sólo no resulte chocante, sino que se haya vuelto el sentido común.  A eso es a lo que llama “neoliberalismo penal”, cuya génesis ubica no en los años 70 u 80 sino en el siglo XVIII. En ese entonces, la regulación gubernamental de la economía era considerada fundamental para el bienestar: era un medio para asegurar la provisión de alimentos y bienes de consumo,  y por tanto, un prerrequisito para el ejercicio de la libertad. Las esferas de la economía y la administración se superponían a tal grado que en un diccionario  publicado en 1758, la definición de “Mercado” se despachaba con una simple referencia: “véase Policía”. Desde luego, la palabra “policía” no se refería solo a los equivalentes de nuestros uniformados, sino a la administración pública, a la intervención del gobierno —en una palabra, a la regulación.

Esto cambió radicalmente cuando el concepto de “orden natural” fue introducido a la economía por François Quesnay, también en el XVIII. Para él y sus discípulos —los fisiócratas—, la economía se regía por una serie de leyes naturales que producían el mejor resultado posible si le les dejaba libres. Toda intervención humana en su funcionamiento resultaba no solo innecesaria sino perjudicial. Pese a no ser los inventores del concepto, los fisiócratas fueron sus principales propagandistas, cambiando la relación entre gobierno y economía probablemente hasta nuestros días.

¿Cómo se relaciona esto con la esfera penal y la inédita ampliación que ha sufrido en las últimas décadas? La idea de un orden natural en la economía derivó en una teoría política que combinaba la inacción gubernamental en el comercio con un intervencionismo centralizado y autoritario en todo lo demás: el despotismo legal. En esta doctrina, dado que la ley positiva no podía —ni debía— alcanzar los dominios de la ley natural, quedaba separada de la economía. Sin embargo, tras esa frontera, la potestad para castigar se extendía sin apenas limitaciones. Su objetivo: castigar a los “hombres perversos”, es decir, a aquellos que no acataban el orden natural librecambista.

Harcourt nos guía a través del serpenteante camino —no exento de interpretaciones sesgadas y parciales— por el cual esta visión de la esfera penal como reflejo invertido del mercado ha perdurado hasta hoy a través de un sinfín de versiones, cada vez más sofisticadas y convincentes, mejor adaptadas al contexto histórico. Desde Jeremy Bentham, que pensaba que el gobierno “debía permanecer callado” en cuestiones comerciales al tiempo que diseñaba el famoso “panóptico” hasta ideas como la del “orden espontáneo” de Friedrich von Hayek.

Esta forma de entender ha facilitado la expansión de la esfera penal de múltiples maneras: ha minado nuestras resistencias a las políticas de “mano dura”, gracias a la creencia de que existe una “diferencia categórica entre el libre mercado, donde la intervención del gobierno es inapropiada, y la esfera penal, donde es necesaria y legítima”, ha brindado una poderosa retórica a los políticos que quieren llevarlas a cabo (Ronald Reagan impulsó, por ejemplo, una reducción de la asistencia pública al considerarla un espacio de acción ilegítima del Estado al tiempo que defendía fortalecer su faceta policiaca), y, al naturalizar los resultados de una forma de organizar la economía  favorable a la concentración de la riqueza y la exclusión,  ha puesto en marcha dinámicas que también fomentan la encarcelación masiva.

Me detengo un poco aquí: luego de comparar los símbolos de la intervención excesiva y de la libertad comercial (la pólice des grains parisina del siglo XVIII y la Bolsa de Valores de Chicago en los noventas), Harcourt concluye que la regulación está, mal que bien, presente en ambos: que los mercados libres no existen, que si un mercado nos parece libre, como explica el economista Ha-Joon Chang, es porque aceptamos tan incondicionalmente sus reglas y límites que ya no los vemos. Esa ilusión es la que nos impide hacer la conexión entre las diferentes formas de organizar la economía y sus consecuencias distributivas. Nos impide, de nuevo con palabras del viejo Friedrich, dar “una interpretación moral de esos fenómenos”, que supuestamente están “más allá del bien y del mal”.

En resumen: además de facilitar la ampliación de la población carcelaria a niveles inauditos, el mito del orden natural ha contribuido a despolitizar la economía, volviendo impermeables a toda crítica normativa tanto a sus resultados  distributivos -que se revisten de un halo de justicia, al supuestamente responder a leyes naturales- como a la forma de regulación que los hace posibles.

Harcourt deja bastantes pendientes: ¿La experiencia norteamericana puede leerse como una premonición? ¿En qué medida la afinidad entre la “mano invisible” y la “mano dura” está presente en otros países? ¿Cómo se relacionaría con la guerra contra las drogas en México? En el caso de España, ¿qué vínculo tendría con otras formas de control social como la video vigilancia y los Centros de Internamiento de Extranjeros? Como dice el autor, esta obra es apenas un prolegómeno, un primer paso en el camino para evaluar las distintas formas de organización de los mercados (y de la esfera penal) sin ilusiones ni mitos. No es poca cosa.

Arqueología del neoliberalismo penal