viernes. 29.03.2024
Familiares y amigos de Ana Fabricia Córdoba durante su entierro en Medellín.

"Nos han matado a una persona buena que defendía los derechos humanos, que nos defendía a mí, a ti, a todos"Nunca conocí a Ana Fabricia Córdoba, ni he trabajado específicamente sobre los crímenes contra la humanidad ni el genocidio en Colombia.

Tan sólo he visitado ocasionalmente Colombia, y he tenido un breve contacto posterior con algún defensor de derechos humanos colombiano en el exilio. Si conozco algo más el caso de la persecución de miembros y familiares de la Unión Patriótica ha sido desde un punto de vista científico, como uno de los casos más sangrantes y terribles que dejan al aire las vergüenzas, que no son pocas, de un concepto convencional de genocidio que se nos viene quedando demasiado pequeño ante los tribunales de justicia.

Vergüenzas que, dicho sea de paso, comienzan por su propia plasmación jurídico-positiva cuando americanos y rusos acordaron en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial la exclusión arbitraria del “genocidio político” para poder cubrir así de suficiente impunidad jurídica algunas de sus respectivas tropelías durante la guerra fría en la materia. Hasta tal punto que luego tuvo que venir la ONU a “reinterpretar” con pinzas, casi a inventar, toda la nueva noción de “autogenocidio”, para que casos de genocidio político, como el de Camboya, o este de la Unión patriótica, o el del genocidio franquista en España, algún día puedan ser al menos llamados por su nombre aunque se les dé la malsonante calificación técnica de “auto-genocidio de grupo nacional contra una parte diferenciada de sí mismo”.

De modo que de Ana Fabricia Córdoba, miembro de la Ruta Pacífica de las Mujeres, fundadora de la ONG Líderes Adelante por un Tejido Humano de Paz (Latepaz), que ofrece acompañamiento a víctimas de la violencia armada, no sé siquiera si acaso compartíamos planteamientos en algo, en todo o en nada.

Ni me importa tampoco.

Lo que sí que puedo discernir en la distancia es que era una persona valiente y comprometida –y me quedo corto–, que persistió en su lucha por los derechos humanos en su sociedad incluso después de los sucesivos asesinatos de su marido y de dos de sus hijos por esa misma causa.

Sé por varios medios que incluso hace unas pocas semanas en una reunión con autoridades colombianas y más testigos ella misma les advirtió: sabía que la siguiente era ella, que la iban a matar.

Aún así, tampoco huyó. Como hubiera hecho yo, o casi cualquiera que lea esto, tras haber perdido a varios de los suyos.

Y también sé que ese crimen atroz no puede pasar desapercibido, como tantos y tantos otros en Colombia de las mismas características, y que el deber de proteger la vida con todos sus medios y la máxima diligencia frente a asesinatos y ejecuciones extrajudiciales representa una gravísima responsabilidad de Estado, viola directamente la Convención Americana de Derechos Humanos y la férrea jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en materia de “diligencia debida del Estado”).

Como personas, y ante semejante drama humano, todo eso en este primer momento nos dará igual.

Como a los restantes hijos de Ana Fabricia, ahora sin padre, sin madre y sin dos de sus hermanos, y a los que los mismos criminales llamaron por teléfono al día siguiente de matar a Ana Fabricia para amenazarles de muerte a ellos también.

Pero al Estado Colombiano y a sus autoridades no debería darle igual. Mucho menos a la ciudadanía mundial: tener perfectamente claro que este tipo de crímenes siguen sucediendo día a día en Colombia, y prestar la atención debida a qué clase de actuación están teniendo el Gobierno de Colombia y todas sus autoridades.

Y ya sé que las graves violaciones de los derechos humanos y los crímenes internacionales se nos desparraman ya desde las páginas de cualquier periódico cada mañana, en todas sus modalidades y formatos de crueldad, soledad, impunidad y vergüenza. Y que este artículo podía haber estado dedicado a cualquiera de ellas de modo también legítimo.

Pero es que a sus 51 años nos han matado a Ana Fabricia mientra tomaba el autobús. Se la han robado a sus seres queridos, vecinos, amigos y ya nunca la podremos conocer o saber de su trabajo por algún azar. Nos han matado a una persona buena que defendía los derechos humanos –que nos defendía a mí, a ti, a todos– y lo han hecho precisamente por esa razón. Por esa razón, y por ser lo suficiente valiente e íntegra como para plantarle cara a sus verdugos.

Y por esa razón a mí no me resulta posible aceptar que ni tan siquiera se le haya dedicado un solo artículo entre nosotros para recordarla a ella y a la injustificable situación en Colombia, ni me resulta posible aceptar que tan sólo nos enteremos, días después, por una breve reseña en una de las últimas páginas de un periódico.

*Miguel Ángel Rodríguez Arias es experto en Derecho penal internacional, autor de "El caso de los niños perdidos del franquismo, crimen contra la humanidad" y de las primeras investigaciones jurídicas sobre las desapariciones forzadas del franquismo entre otros estudios.

Ana Fabricia Córdoba