martes. 16.04.2024

            Para Adriana

Imaginemos un mundo donde la palabra “bondad” equivalga a “comida”. Una sociedad, por llamarla de algún modo, en la que un hombre bueno sea un hombre con el estómago lleno, y donde dar de comer a un anciano se condene como un desperdicio, donde los niños sean echados de la casa paterna al cumplir los 3 años y los bebés sean dejados en el suelo por su madres, con la esperanza de que quizá una bestia los devore. Un mundo, en fin, de perfecto egoísmo en el que el individualismo material no se contamine por vínculos como la familia, la amistad o el amor.

Ese era el mundo de los Ik, una tribu de Uganda cuya vida retrató el antropólogo Colin Turnbull en un libro terrible: “The Mountain People” (1972). Lo más perturbador de su relato es, quizá, que no es difícil vernos reflejados en los Ik. Pensándolo bien, y salvando la distancia, su modo de vida se nos presenta hoy como un modelo: un comportamiento económica y racionalmente perfecto, avalado por la sociobiología y la psicología evolucionista. La “naturaleza humana” en estado puro, libre del disfraz de la moralidad.

Ha habido grandes esfuerzos por criticar esta creencia, que hoy nos parece evidente y es el soporte ideológico del neoliberalismo. La obra “La ilusión occidental de la naturaleza humana” (2011) del antropólogo Marshall Sahlins es uno de ellos: un estudio del hombre egoísta como mito occidental de orígenes históricos rastreables, concretos.

De acuerdo con Sahlins, la historia de nuestro autodesprecio como especie es vieja: data de la Antigüedad. El antropólogo la persigue hasta Grecia, con su distinción entre physis (naturaleza) y nomos (convención), que derivaría en un choque entre una naturaleza humana siniestra, destructiva y auténtica, y una cultura benéfica, pero frágil y artificial.

Un ejemplo claro está en Tucídides. Específicamente, en su recuento de la stasis (revuelta) de Córcira (actual Corfú), uno de los episodios más sangrientos de la Guerra del Peloponeso en el siglo V a.C. El enfrentamiento inicia cuando los ricos de la ciudad se levantan contra el gobierno popular establecido (fiel a Atenas), e imponen un régimen oligárquico aliado a Esparta. En medio de numerosos sacrilegios contra la ley y la religión, ambos grupos se alternaron como vencedores. Finalmente, una flota ateniense sitió la ciudad, y la facción oligárquica fue salvajemente masacrada por los demócratas. En la masacre se asesinó por motivos políticos, pero también por dinero, riñas familiares, o simple odio. Incluso dentro de los templos. El lenguaje mismo fue pervertido: lo “abyecto” se volvió “justo”, la “prudencia” se convirtió en “cobardía”, y la “violencia” en “virilidad”. No había juramento que se respetase: sólo el cálculo del propio interés.

Para Tucídides, la explicación de lo ocurrido está en la naturaleza humana, enemiga de la justicia y desatada en Córcira, ciudad de la que se convirtió en señora. Su pesimista interpretación hizo fortuna: los intentos de poner freno a esa supuesta deriva “natural” son el pilar de dos de nuestras más grandes tradiciones políticas: la que aboga por una autoridad coercitiva externa (como el Estado), y la que busca el equilibrio mediante un sistema de contrapesos.

Sahlins es más escéptico: su trabajo apunta a que la tesis de una naturaleza humana egoísta y depredadora nace en contextos históricos en los que quienes detentan el poder buscan legitimar prácticas de especial bajeza al declararlas “naturales”, fundándose en la perversión del lenguaje. Es una historiografía que nunca pierde, y que  justifica todo: el propio Tucídides la utiliza tanto para explicar la destrucción de lo que es bueno (en Córcira) como su construcción (al justificar el imperialismo ateniense).

Respaldado por un sedicente cientificismo, ese mito que nos condena a una incesante lucha fratricida por la supervivencia  hoy vuelve a legitimar comportamientos éticamente cuestionables, y deslinda de responsabilidad a quienes los practican.  Todos conocemos personas para quienes “Sé tú mismo” resulta el peor consejo. Partiendo de una concepción escandalosamente negativa, algo parecido es lo que hoy se nos pregona como especie. “Sean ustedes mismos”, esto es: bípedos malvados, como decía mi abuelo.

Sahlins no se limita a rastrear los orígenes (¡culturales, demasiado culturales!, parafraseando a Nietzsche) de algo supuestamente inmanente. También muestra, con multitud de ejemplos tomados de la etnografía, que el estereotipo ruin de nuestra especie es dudosamente representativo: que hay, ha habido concepciones alternativas de nuestra condición, pueblos para los que no honra su humanidad quien busca su beneficio a toda costa (y da al traste con su existencia social), sino al contrario. Irónicamente, a muchos de ellos les llamaríamos “salvajes”.

Uno de esos ejemplos, muy bello, es el de los niños de Fiji y sus “almas acuosas” (yalo wai): almas incompletas que sólo dejan de serlo a través de las interacciones sociales, en especial las que implican reciprocidad e interdependencia.

¿Qué sugiere todo esto? Que nuestra sociedad bien podría fundamentarse en una idea perversa y equivocada de nosotros mismos. Que la naturaleza humana no es una realidad  determinada sólo por la biología, presocial o (como dirían hobbesianos y neoliberales) antisocial. Y que nuestro estado de naturaleza no está en una fantasía edénica de paz o en una distopía de darwinismo social. Está aquí, inmersos en una comunidad y enfrentándonos a los dilemas morales que esa vida conlleva.

Un sólo verso del poeta griego Píndaro resulta más elocuente: “Llega a ser el que eres” (Pítica II, v. 72). Llegar a ser. Por medio del aprendizaje, de los “hábitos del corazón”, de lo que la antropología llama “cultura”.

Porque la cultura es la naturaleza humana.

Almas acuosas