jueves. 28.03.2024
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  • Tras expulsar a los barcos que se aproximaban a sus costas, Indonesia y Malasia han rectificado su postura: aceptarán a los desventurados por un año, hasta que la comunidad internacional les facilite el reasentamiento.
  • Ni Birmania, responsable del éxodo, ni Tailandia, donde actúan las mafias de trata humana que secuestran a las víctimas, participan del compromiso.

Aquel barco de niños aterrados y hambrientos, de adultos demacrados que lloraban a cámara pidiendo agua y comida, se convirtió en la pelota de ping pong de la crueldad regional. Tras dos meses navegando y abandonados por la tripulación que les conducía a Malasia, sus 350 pasajeros parecían condenados a morir en su ataúd flotante. Pidieron auxilio a cada costa a la que arribaban, pero de todas les expulsaban: contaba un superviviente que la Fuerza Naval tailandesa llegó a amenazar con dispararles si volvían a Tailandia. Los pasajeros bebieron su propia orina ante la ausencia de agua potable, pelearon por la escasa comida y lanzaron por la borda los cadáveres de aquellos que no superaron el viaje (10 muertos) durante una travesía apocalíptica que sólo terminó cuando pescadores de la isla de Sumatra, apiadándose de los desventurados pasajeros, les llevaron a tierra firme en sus embarcaciones contraviniendo las órdenes de la Fuerza Naval indonesia, que había prohibido expresamente conducirles a puerto. Ocurrió el miércoles 20 de mayo, el mismo día en que Malasia, Indonesia y Tailandia celebraban una cumbre para estudiar cómo encarar una crisis de refugiados e inmigrantes perdidos en las aguas del Golfo de Bengala y el Estrecho de Malacca desde que el 1 de mayo Tailandia actuase contra las redes de tráfico humano instaladas con total impunidad en su territorio: secuestran a los pasajeros en su travesía hacia Malasia (destino final elegido) para encerrarles en campos de la muerte donde son extorsionados. Si no pagan el equivalente a unos 2.000 dólares, quedan indefinidamente en los emplazamientos criminales sometidos a todo tipo de violencia. Muchos mueren por inanición, deshidratación o enfermedad.

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Imagen del campo de secuestrados de Padang Besar, con siete jaulas de bambú y capacidad para un millar de personas. Fueron halladas 30 tumbas. (Mónica G. Prieto)

La aparición de uno de esos campos, con capacidad para un millar de personas, en Padang Besar, en la frontera entre Malasia y Tailandia, desató la actual crisis: en un cementerio improvisado fueron encontradas 30 tumbas. Sólo un joven, en estado de desnutrición extrema, fue hallado con vida junto a dos cadáveres sin sepultar: sus captores pensaron que no aguantaría la huída y le abandonaron. El escándalo fue mayúsculo y la Junta militar que rige el país con mano de hierro ordenó la desarticulación de los campos: se calcula que cuatro similares al de Padang Besar y una veintena de instalaciones más pequeñas han sido halladas, pero como puede comprobarse en la anterior imagen, no han sido destruidas. Temerosos de ser detenidos, las mafias se vieron obligadas a cambiar su método de actuación: en lugar de atravesar Tailandia por tierra rumbo a Malasia, se quedaron en alta mar. A medida que pasaban las semanas sin que se dieran condiciones seguras para desembarcar, las tripulaciones les fueron abandonando y miles (entre 6.000 y 10.000) quedaron abandonados entre las olas, sin comida, agua ni esperanza. Ataúdes flotantes, les llamaron las ONG, cargados con cientos de personas en riesgo de morir de hambre y sed o, simplemente, de ahogarse después de que las autoridades de Malasia, Tailandia e Indonesia anunciasen que rechazarían toda embarcación que se acercara a sus costas. Y así lo hicieron durante una semana. “Francamente, tienen pocas posibilidades de sobrevivir sin agua ni alimentos”, evaluaba entonces a Periodismo Humano John Lowry, portavoz de la Organización Internacional de Migraciones. “Las condiciones a bordo deben ser horribles”. Lo eran: batallas campales a bordo por comida, muertos lanzados por la borda y la desesperación más extrema marcaron la travesía. Finalmente, las imágenes de los desesperados pasajeros implorando ayuda y la presión de Estados Unidos (que se ha ofrecido a acoger rohingya) y de la ONU movió conciencias o cambió los cálculos políticos. En la citada cumbre, Indonesia y Malasia cambiaron su postura y se ofrecieron a acoger a quienes atracaran en sus costas por un plazo máximo de un año, siempre que fueran reasentados por la comunidad internacional en ese tiempo, y advirtiendo inicialmente que no lanzarían operaciones de rescate en alta mar. Finalmente Malasia ordenó a su Fuerza Naval que fuera en auxilio de los refugiados y días después lo hacía indonesia. Según el ministro de Exteriores indonesio, Anifah Aman, unas 7.000 personas podrían seguir en el mar, vagando en barcos de mafias, una cifra que Naciones Unidas reduce a 4.000. Imposible saber de cuántos seres humanos se trata, dado que es una actividad clandestina. Según UNCHR, agencia de Naciones Unidas para los Refugiados, un millar de personas ha muerto desde marzo en esta huida desesperada por el mar. Sólo en 2014, se estima que casi 55.000 birmanos rohingya o bangaldeshíes tomaron estos barcos como último recurso para escapar de la persecución o de la miseria, una cifra rebasada con creces este año: sólo en los tres primeros meses, 25.000 rohingya pagaron una fortuna para escapar.

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Es un problema antiguo con un responsable máximo: Birmania, otra nación que, como Tailandia, se niega a participar en la solución. En este país, la minoría rohingya musulmana (800.000 habitantantes) no tiene derechos porque las autoridades les consideran inmigrantes ilegales. Ni siquiera es llamada por su nombre. “Llevan sufriendo desde hace muchos años abusos y persecución estatal. Hay unas 150.000 personas en situación de apartheid y eso les lleva a embarcarse”, explica el director ejecutivo de Fortify Rights, Matthew Smith, desde Bangkok. Los rohingya viven confinados en poblados rodeados por el Ejército, sometidos a violencia religiosa, sin posibilidad de trabajar y por tanto sin futuro: una situación tan desesperada que todo aquel que puede reunir el dinero necesario lo paga a una mafia de inmigración para que le ayude a escapar a Malasia, Estado musulmán vecino donde siempre hay un familiar o amigo que, confía, le ayude a empezar una nueva vida, o a cualquier otro destino donde no sean perseguidos. Unos 140.000 rohingya ya han seguido ese camino desde que en 2012 la violencia religiosa se cobrara 280 muertos. En cuanto a los bangladeshíes, la pobreza les lleva a buscar oportunidades a cualquier precio. Se trata de un negocio que mueve 250 millones de dólares al año, valoran en Tailandia, y una oportunidad de oro para las mafias sin escrúpulos que han desarrollado una industria intermedia, la del secuestro: tras pagar sumas astronómicas por un pasaje en una barcaza ilegal, sin apenas agua ni alimentos, que a veces tarda meses en consumarse –dependiendo de si se llena o no la barcaza y de los controles marítimos- muchos traficantes les obligan a parar en la costa tailandesa. Allí les hacen andar a pie por la jungla con la promesa de hacerles cruzar la frontera con Malasia a pie, pero antes deben parar en campamentos provisionales erigidos por la jungla donde son confinados, a veces encadenados, por guardianes armados. Allí son extorsionados; en el caso de no pagar –mediante un intermediario en su país de origen- a las mafias, hay variantes: pueden ser golpeados hasta la muerte o vendidos como esclavos a barcos pesqueros, en el caso de los varones, o como esclavas sexuales en el caso de las mujeres.

El relato de Mohammed Tasin, un joven rohingya de 18 años de Sittwe, en el Estado de Rakhine (Arakan) resume bien esa realidad. El joven abandonó Birmania en 2012 en un barco que llevaba a un centenar de mujeres, hombres y niños. “Nos arrestaron las autoridades tailandesas en el mar”, explicaba a la ONG Fortify Rights. “Nos dieron agua potable y cortaron el ancla remolcando el barco al oeste por un día y una noche. Después, nos dejaron marchar”. El barco terminó encallando en una isla tailandesa, donde volvieron a ser detenidos. Durante 11 meses, el grupo permaneció arrestado en un centro de inmigrantes ilegales de Ranong. Después, los oficiales tailandeses les entregaron a traficantes de personas que se llevaron a Mohammad y al resto a un campo situado en lo más remoto de la jungla. Entre torturas, les exigían 60.000 bath (unos 2.000 dólares) por persona. El joven describió cómo asistió al asesinato de varios secuestrados: los traficantes les obligaron a cavar fosas comunes donde enterrar sus cadáveres. “En las últimas semanas, 17 personas murieron. Los enterramos al amanecer. A veces, cuando regresábamos al campo, encontrábamos que otro había muerto”. El negocio del secuestro de refugiados e inmigrantes era un secreto a voces en Tailandia, como ya contamos en Periodismo Humano, pero las autoridades negaban su existencia hasta que las imágenes de las fosas y de los famélicos supervivientes hallados al borde de la muerte fueron publicadas en la prensa. En un momento, además, sensible para las autoridades ya que el próximo mes Estados Unidos revisará su Informe de Tráfico de Personas (Tailandia, que ocupa el último escalón, intenta mejorar su graduación para así evitar sanciones) y la UE acaba de sacar ‘tarjeta amarilla’ amenazando con prohibir las importaciones de pescado a Tailandia si Bangkok no se compromete con el final de la pesca ilegal y de la esclavitud en los barcos pesqueros. La maquinaria tailandesa de las relaciones públicas se inició con una campaña por todo lo alto, con batidas en la jungla e investigaciones en las localidades próximas a los campos hallados. Unos 80 funcionarios, cifra que incluye alcaldes y responsables municipales de toda índole, han sido detenidos o están en busca y captura y 67 policías han sido apartados de su cargo. Las autoridades aseguran que el líder de la principal red de trata de blancos es Patchuban Angchotipan, más conocido como Ko Tong (Gran Hermano), antiguo responsable municipal y propietario de varios complejos hoteleros en la provincia de Satun, incluida una isla privada cerca de Malasia desde donde se sospecha que dirigía su red de tráfico humano. Ko Tong, inicialmente huido de la Justicia, terminó entregándose en Bangkok. “Hemos acabado con el problema al 50%”, se ufanaba un alto cargo tailandés ante el escepticismo de las ONG, que consideran la campaña una mera estrategia propagandística para mejorar la imagen de la dictadura.

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Para algunos, la campaña tailandesa para acabar con los campos de tráfico humano sin hacerse cargo de las víctimas condena a los inmigrantes y refugiados a morir en el mar, “lo cual es casi peor que los campos”, evalúa Chris Lewa, responsable de Proyecto Arakan, dedicado al seguimiento de las violaciones de Derechos Humanos de la comunidad rohingya. “No podemos dejar a esa gente morir en medio del mar”, continúa en conversación con Periodismo Humano. “Todo es un maquillaje político. Nos pretenden hacer creer que combaten contra la corrupción y contra el tráfico de personas y usan para ello a los rohingya, pero no creo que sea una política destinada a salvar vidas. De hecho, más gente va a morir si no se les permite desembarcar. No tienen a dónde ir, ningún país les quiere, no pueden regresar a Birmania porque no tienen documentos, porque el Gobierno birmano les niega su documentación. Siempre salen perdiendo”. El representante especial de la Organización de Cooperación Islámica para los Rohingya, Tan Sri Syed Hamid Albar, fue una de las primeras voces en pedir a la ASEAN (Asociación de Naciones del Sureste Asiático) una acción conjunta y urgente. “Si este problema no es afrontado por Tailandia, Indonesia, Malasia y Birmania, se convertirá en una tragedia humana de dimensiones catastróficas”, evaluaba. Syed Hamid pide al régimen birmano que revalide las ‘tarjetas blancas’ –tarjetas de identidad temporales emitidas a la comunidad rohingya y retiradas el pasado 31 de marzo por órdenes del presidente Thein Sein, dejando a los rohingya del Estado de Arakan sin papeles- para evitar que crezca el éxodo. Muy lejos de ello, Birmania se negó a participar en la reunión ministerial del miércoles y supedita su presencia en la reunión del próximo viernes a que no se llame a los rohingya por su nombre. “Si la mayoría de la gente opta por marcharse, podemos ver una repetición de la crisis de las gentes del barco vietnamita”, estimaba Sri Syed Hamid Albar, en referencia a los cientos de miles de personas que abandonaron la represión de Vietnam tras la guerra, a finales de los 70 y los años 80, a bordo de precarias embarcaciones con rumbo a Malasia provocando una crisis de refugiados que terminó afectando a todo el sureste asiático: unos 800.000 sobrevivieron (llevó dos décadas reasentarles en todo el mundo) pero  incontables personas murieron en alta mar. Tras el acuerdo alcanzado entre Malasia e Indonesia hace unos días, Tailandia ha convocado otra cumbre regional el próximo día 29 a la que han sido invitados Indonesia, Bangladesh, Malasia, Birmania, Vietnam, Laos, Camboya, Australia y Estados Unidos además de instituciones como la OIM o UNCHR. “Tailandia sólo es un país de tránsito”, ha señalado el general Prayuth, a cargo de la Junta militar tailandesa. “Se trata de un movimiento criminal trans nacional y sólo nos afecta como país de tránsito, así que tenemos que resolver el problema con la cooperación de otros países”. ONG como Fortify Rights han pedido a las autoridades de Tailandia, Indonesia y Malasia que “abran sus fronteras a los refugiados, garanticen su acceso a los procedimientos de asilo y les protejan de detenciones y regresos forzados, garantizando su libertad de movimientos”. Matthew Smith califica la situación de “grave crisis humanitaria que requiere una respuesta inmediata, porque hay vidas en juego”.

Artículo del portal Periodismo Humano protegido por licencia CC BY-NC-ND 2.5 ES

Abandonados en alta mar