sábado. 20.04.2024

Seguro que debemos hacer más con menos, pero también tendremos que hacer menos lo que no quiere decir necesariamente vivir peor, sino vivir de otra manera. Cambiar nuestras prioridades sin dejar de ser seres sociales ni tener que volver hacia sociedades agrícolas. Y es aquí donde está el centro del debate pues los cambios materiales llevan a cambios culturales y al cuestionamiento de las estructuras de poder y propiedad, algo que socava los fundamentos del sistema. Someterlo todo a una decisión voluntarista es tan eficaz como intentar resolver una ecuación masticando chicle.

Uno de los problemas es que la depredación humana del medio ambiente funciona como una especie Sociedad Anónima en el que nadie se siente responsable del problema y nadie quiere pagar con su propio patrimonio las deudas que tenemos con el planeta, ni nadie quiere que las cosas cambien para sí mismo pero sí para los demás para, en definitiva, seguir haciendo lo mismo. Esa visión ha calado profundamente entre la mayoría de las personas. Si no fuera así no se entiende la disfunción que existe entre el incremento de la sensibilidad ambiental y el comportamiento, entre lo que se dice y lo que se hace.

En este punto retoma sentido hablar de las alianzas sociales primero para identificar a los responsables y segundo para pedir responsabilidades, para dejar de pensar en que todos, al mismo nivel, somos responsables del problema ecológico. No son igualmente responsables los consumidores que los productores ya que, en esencia, los consumidores consumimos aquello que se produce y se produce aquello que puede dar beneficios directos sin contabilizar las deseconomías colectivas, presentes y futuras, que provoca su producción.

Las alianzas sociales se producen cuando se dan acuerdos tácitos sobre objetivos compatibles de grupos sociales. Aparentemente el consenso social sobre la protección del medio ambiente. Lo verde vende y convence, es un objetivo deseable y positivo, está extendida la opinión de que los seres humanos somos responsables del deterioro del medio ambiente. Sin embargo este consenso resulta más difuso cuando concretamos las medidas que han de aplicar, sobre las responsabilidades de este deterioro y sobre los cambios institucionales y económicos que han de producirse para reducir y revertir esta situación.

La concreción de ese pensamiento ambientalista va desde separar los residuos en casa y cerrar el grifo al lavarse los dientes hasta la necesidad de establecer medidas fiscales sobre servicios y productos en función de su impacto ambiental y los grupos sociales, desde los que promueven el uso de las bicicletas hasta aquellos que viven bajo el principio de slow life. La construcción de una alternativa política que traslade esa sensibilidad a la acción política, institucional y a medidas concretas de gobierno supone generar una alianza social que incorpore progresivamente las opciones suaves del ambientalismo a un programa verde más duro.

Pero la sensibilidad ambientalista es transversal y no puede identificarse esta sensibilidad con determinados grupos sociales o estratos definidos por cualquiera de las variables sociodemográficas. Las tesis de que una mayor sensibilidad ambiental está relacionada con un determinado perfil profesional, de edad, de origen, de posición social o de riqueza ha sido refutada por estudios empíricos. Particularmente interesa analizar la suposición de que la construcción política de una opción verde es la consecuencia “lógica” de la evolución del pensamiento de izquierdas que incorpora a su programa la defensa del medio ambiente sin renunciar a sus principios ideológicos básicos. En definitiva el verde se añade para dar más color al rojo, cuando en el fondo las opciones políticas ecologistas resitúan el núcleo duro de su pensamiento reemplazando el conflicto de clase por el conflicto ecológico.

Desde esta perspectiva el conflicto ecológico no es una consecuencia negativa más del sistema capitalista, sino que lo es del sistema industrial basado en el consumo masivo de recursos finitos y no renovables, modelo productivo que es compartido tanto por las economías de mercado como por las economías planificadas, capitalistas o no. De ahí que sea tan contradictorio un capitalismo medioambientalmente sustentable como un modelo de economía comunista medioambientalmente sostenible.

Esta creencia tiene su origen, probablemente, en que muchos de los dirigentes de los movimientos ecologistas europeos procedan de movimientos o partidos políticos de izquierdas, de participar en movimientos de lucha contra injusticias, contra las desigualdades o por la mejora de la condiciones de vida de los trabajadores y de las clases desfavorecidas. Es cierto que casi todos los partidos de izquierdas europeos han adoptado en sus programas la defensa del medio ambiente como una pieza clave de sus propuestas, pero no es menos cierto que también lo han hecho los partidos de derechas y ni uno ni otro han cambiado, sustancialmente, sus principios ideológicos sino que exclusivamente han ampliado sus ámbitos de actuación y sus propuestas de gestión, al igual que lo hicieron en su momento con la incorporación de la lucha antiimperialista, los objetivos pacifistas, de la defensa de igualdad de género o de la defensa de diversidad sexual.

Pero, en general, los partidos y movimientos de izquierda prefieren obviar este problema intentando hacerlo compatible con sus preceptos (prejuicios) ideológicos porque de lo contrario deberían repensar sus supuestos, sus estrategias y sus alianzas. El sujeto de la historia ya no sería la clase trabajadora sino una amalgama de sujetos caracterizados por variables sociodemográficas diversas y la naturaleza.

En el fondo esta idea nace de la creencia de que la defensa del medio ambiente es el resultado de un mayor conocimiento científico de las relaciones entre acción humana y deterioro medioambiental, o bien de que por haber alcanzado un mayor nivel de vida eso nos permite tomar en consideración nuevas necesidades o bien de la evolución del pensamiento político de izquierdas. Es decir la evolución económica, la revolución científico-técnica o la evolución del pensamiento progresista da como resultado la aparición de nuevas necesidades y nuevos intereses entre la población lo que, a su vez, obliga a las instituciones a tomar en consideración estás nuevas reivindicaciones sociales. Estos puntos de vista resaltan la evolución del pensamiento, de los valores o creencias como origen de la conciencia ecológica que impele a realizar acciones, a tomar decisiones. Es decir, del mundo de las ideas, de los valores y las creencias al mundo de los hechos.

Sin embargo otro enfoque sitúa el origen de una mayor sensibilidad ambiental en el sufrimiento directo de las consecuencias del deterioro, relativizando así las causas subjetivas. No es sensato pensar que existe una sola fuente en el origen del incremento de la conciencia ecológica pues el hecho es de tal complejidad (como lo fue en su momento la concienciación obrera) que sería temerario para una opción política o para un investigador social buscar una única fuente primigenia.

Lo relevante de esta evidente transversalidad social y de la complejidad del origen de la conciencia ecológica obliga a que las opciones ecologistas que se presenten como opción de gobierno, tengan que redefinir las alianzas sociales que la sustentarían políticamente. ¿Es menos importante un ciudadano cuya conciencia ecológica se resume en reciclar los residuos, consumir poco agua y comprar bombillas de bajo consumo que aquel que promueve la aprobación de una propuesta de fiscalidad medioambiental o una alternativa para cambiar el sistema energético hacia un sistema 100% renovable? Seguro que no y sobre todo porque entre ambas actitudes no hay en principio contradicción sino un simple grado de implicación y de elaboración de esa conciencia ecológica. Y por otro lado la base social electoral esté más constituida por los primeros que por los segundos. No todo caso reforzar esa alianza social es prioritario para transformar el ecologismo político en una fuerza política determinante.

Destrucción medioambiental, SA (II)