jueves. 28.03.2024

Este barrio, el mío, me vio crecer entre los tres y casi los diecinueve años. Era, entre otras cosas, los arcos, el solar, la plazoleta de José de Villareal, la calle de Embajadores y el paseo de las Delicias, el pilón de la plaza Rutilio Gacis, Legazpi, un poco más allá de sus límites el parque de la Arganzuela, la iglesia de la Beata y el Goype.

Mi visión del barrio, y la que el barrio tenía de mí, cambió el 4 de mayo de 1972. Ese día, coincidiendo con mi cumpleaños, se inauguró el Goype, el bar que mi padre y mi tío Paco cogieron en subarriendo en la plaza de Rutilio Gacis n° 2 de Madrid. Los dos estaban tan elegantes con su chaquetilla blanca, su camisa blanca y su corbata negra. Mi tío no sabía nada de hostelería, había sido toda su vida pintor de brocha gorda. De los de antes. Eso sí, mini empresario con su propia cuadrilla. Aquello era un reto para él. Mi padre, en cambio, había mamado el negocio desde chiquito, pasando por todos los puestos: repartidor, mozo, camarero y encargado; en definitiva, un hostelero de los de antes. Casi siempre en las antiguas bodegas “el Maño”, de las de antes.

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Letrero de la plaza de Rutilio Gacis de Madrid (foto: internet)

Este año se cumplen cuarenta y seis años de aquella apertura con nuevos dueños. Ahí empezó una nueva historia de mi vida, pasé de ser privado a ser público. Era el hijo de Ignacio, el del Goype. Un bar de los de antes, que estuvo en manos de Goyo y su sobrino Pedro, de ahí lo de Goype. Lo regentaban junto a la madre de Pedro, hermana de Goyo, que se encargaba de la cocina. Cuando entraron mi tío y mi padre, Goyo y su hermana se jubilaron y Pedro puso unos billares, de los de antes, en otro local de la plaza.

Esa plaza ya no existe, no como entonces. Era una plaza de las de antes, con mucha vida, con gente pasando a todas horas, chiquillería jugando y con un buen número de negocios: la peluquería, la churrería, la imprenta… Sigue estando al lado de la iglesia de la Beata María Ana de Jesús, pero ya no es lo mismo. La vida en sí no es lo mismo. La plaza antes tenía un pilón en el centro, las más de las veces sin agua, y jugábamos al fútbol esquivando, además del pilón, a la gente que se cruzaba. Yo iba al colegio del mismo nombre que la iglesia, pero en la versión pública ya que había otra que pertenecía a la parroquia. Esta parroquia estaba en manos de don Eusebio, un cura de los de antes, y de Ignacio, el sacristán, de los de antes. Ambos ejercían su poder, sobre todo el sacristán, en el despacho parroquial. Allí hice mi primera comunión y la confirmación, de las de antes. Antes de que me desencatara y descreyera de lo poco o mucho en lo que había creído, hoy creo en otras cosas y en algunas personas. En la pila bautismal de esa iglesia bautizaron a mi sobrina española.

La iglesia de la Beata merece mención especial por su cura. El compañero historiador José Luis Salas ha escrito hace poco en nueva tribuna sobre aquel personaje. Le llama “el último héroe de la clase obrera”. Para mí, más que un héroe era un cura de los de verdad; es decir, de los que se dedican a los demás y no a ensalzar la institución eclesiástica. No era un cura rojo porque no le recuerdo muy político; pero sí muy social, muy entregado a la gente y a intentar resolver sus desgracias de la manera más humana y con ayudas también humanas, como las de mi padre. Creo que tenía claro que no podía esperar otra ayuda divina que la de tener fuerzas para acometer tamaña tarea.

Él y mi padre formaban un buen dúo para el auxilio a personas necesitadas, ayudaban a los habitantes de calle de entonces. Las personas buscaban la ayuda del cura en la sacristía y él les daba un “vale” (una nota manuscrita y firmada por don Eusebio en la que decía que ese papel valía por “un café y un bocadillo”) que llevaban al bar de mi padre para su conversión en los productos mencionados. Creo que ya he contado alguna vez que la mayoría de esas personas solicitaban cambiar el café por vino. Mi padre se negaba en redondo, o café con leche o un vaso de leche y el bocadillo, casi siempre de tortilla de patatas (aquellas tortillas que mi madre, y luego María, que aprendió su técnica, bordaban).

Mi padre y don Eusebio eran como una sociedad, casi un destino en lo universal. Lo digo porque la mayoría de las veces mi padre no veía ni un duro de la deuda contraída por el cura. Así que, por lo general, el uno ponía las buenas intenciones, primer paso indispensable, y el otro la mercancía, sustento necesario. Cuando don Eusebio murió, quedaron pendientes de pago bastantes cafés y bocadillos. Supongo que como don Camilo y Pepón, andarán por algún lado discutiendo sobre todo eso. Dos personajes de los de antes.

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La iglesia de la Beata Ma. Ana de Jesús (Zaratema Creative Commons CC0 1.0 Universal Public Domain Dedication)

Casualmente, como las historias de los personajes de Guareschi que fueron llevados a la gran pantalla, la iglesia sirvió varias veces como escenario de algunas películas españolas de los años setenta y ochenta del siglo pasado, de las de antes. Personajes del cine, José Orjas y Aurora Redondo entre otros, pasaban de la iglesia al Goype en los descansos de los rodajes.

Los locales de la sacristía de la iglesia eran lugar de reunión en el que nos encontrábamos creyentes y no tanto para pasar las tardes, conversar, bailar y, si se terciaba y te gustaba, echar un pitillito o beber un trago (estas dos cosas al escondido). Allá hicimos nuestras primeras fiestas, de las de antes, con música de tocadiscos, refrescos y patatas fritas. Los recuerdos son difusos y los nombres borrosos. Estaban un grupo de hermanas vascas, de las que recuerdo algunos nombres pero no los apellidos, Anemiren y Amaya eran dos de ellas; los hermanos Cuadrado y los Sarría, éstos también vascos, José Luis, Iñaki y Patxi eran algunos de ellos. También, aunque unos años menores, el citado José Luis, Juli, Alberto (de apellido Olivares, recuerdo a su hermana, pero no su nombre, y que me prestó un disco de Barry White que no sé si llegué a devolverle), y muchas y muchos más que los años han ido aparcando en algún rincón poco accesible de la memoria. Sí recuerdo que algunas y algunos de ellos formaban parte de los grupos que amenizaban con su música la misa de los domingos.

En la calle de Guillermo de Osma se ponía el mercado del barrio, de los de antes, con sus carretas para vender lo que llegaba de las huertas y del cercano mercado de Legazpi, plaza central de abastos de frutas y verduras. Después construyeron el mercado de dos plantas en la calle Miguel Arredondo, en lo que fue por mucho tiempo “la montaña” un refugio para jugar, esconderse y divertirse en aquellos lugares, de los de antes, que hoy ya no encuentras en esas tierras. El mercado se siguió llamando de Guillermo de Osma, creó que fue “bendecido” en su inauguración precisamente por don Eusebio, y hoy ya no es lo que era.

En la parte de atrás de mi casa todavía había chabolas con fuentes públicas, de las de antes. Callejuelas perfectas para jugar al escondite y a todos esos juegos de los de antes. El solar, parte trasera de los talleres Juliá, era el sitio ideal para jugar a las chapas, ya fueran carreras o partidos de fútbol; los arcos para pídola, churro-media manga-manga entera o al pingüino, y la plazoleta de José de Villarreal, de las de antes porque casi no pasaban coches, para jugar fútbol. Eso sí, teniendo cuidado con Manolo, el de la farmacia, y con Juanito, el lechero. Innumerables los balones, de los de antes, que nos quitaron en esos años. También estaba el zapatero, remendón, de los de antes, que creo que había sido, o era, en sus ratos libres policía o guardia civil. En esa plazuela, con nombre de un maestro albañil del siglo XVII, estaba el taller de televisores, de los de antes, que reparaban y producían y que nutría a todo el barrio. Ah, y ahí vivía Jomi (José Miguel), todo un personaje. Un amigo, de muy baja estatura, con un gran corazón y con una memoria de elefante, tan pequeño como gran forofo del Real Madrid. Él se reunía en el Goype con Palomeque, hijo de los porteros de ese número 2 de Rutilio Gacis; Andrés, al que llamaban el marqués por lo señorito; Paco, el del atleti, y otro montón de gente para jugar al dominó, al mus, al mentiroso u otros juegos de mesa, de los de antes.

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Fachada del mercado de Guillermo de Osma (Malopez 21 – Trabajo propio CC BY-SA 4.0)

En ese mi barrio estaban el matadero y la nave de patatas, de los de antes, y la torre del reloj, hoy tenencia de alcaldía y centro cultural. Por allá contábamos con el cine Embajadores, en la calle del mismo nombre, y el América, en el paseo de las Delicias. Estaban el metro, la pastelería póker y la de la china y un montón de bares, el manzanares, el viñas (antes había sido un tinte encima del cual estaba mi colegio). Y el barrio de la China, hoy sede de la Caja Mágica, y toda la zona industrial con calles de nombres sonoros por lo metálicos: plomo, cromo, hierro, bronce. Ahí quedaba la sede de Enpetrol, antecesora de Repsol, y donde iba a jugar al hockey sala con mi amigo Daniel, hijo de la portera de General Ricardos donde vivían mi abuela y mis tíos. Acudí juiciosamente, de ocho a diez de la noche, hasta que en una ocasión una bola (macizas aunque forradas) me dio duro en el dedo gordo de un pie, no recuerdo cual de los dos, y ese deporte pasó a mejor vida.

También había probado antes con la natación en las instalaciones municipales de La Latina, cercana al Rastro, el barrio de casi toda la vida laboral de mi padre antes de adquirir el Goype. Allá nos hicieron pasar unas pruebas a mis amigos y vecinos de edificio, Manolo, no recuerdo su apellido, y Jorge Sánchez Morales (tal vez para compensar de este recuerdo los dos, o quizás porque fuimos muy amigos mucho tiempo). Después de hacer dos largos de aquella pileta de veinticinco metros, solamente me aceptaron a mí. Me seleccionó un entrenador cachas como él solo al que llamábamos Sancho Gracia por su parecido con el actor. Creo que mis tareas académicas en el Instituto Nacional de Bachillerato Cervantes, junto con la pereza de ir solo, me quitaron las ganas y me cortaron las aletas.

Pues sí, mi padre y don Eusebio, el Goype y la iglesia de la Beata. Personajes y lugares que, entre otros muchos con menor impacto en mi historia, daban vida a mi barrio, un barrio de los de antes. Luego me marché a Vallekas, otro barrio de los de antes al que considero también, por muchas y poderosas razones, mi barrio. Pero eso será otro relato, de los de antes.

La historia de mi barrio