viernes. 29.03.2024

transicion2Álvaro Soto Carmona | Hace cuarenta años murió Franco. Desde aquel año 1975 hubo una transición a la democracia, y, por fin, esta última se quedó entre nosotros. En un país como España es decir mucho, ya que nuestra historia contemporánea tiene de casi todo, pero muy poco de democracia.

El libro que tiene el lector entre sus manos trae aire fresco a la historiografía sobre la Transición, que desde el debate sobre la memoria histórica se ha ido endureciendo y ha visto cómo iba subiendo el nivel de los calificativos poco analíticos y repletos de una alta dosis de planteamientos ideológicos. Trasladar este tipo de debate a la historia es sin duda una de las malas herencias del franquismo que sigue vigente entre los académicos de la historia.

En los últimos años, con alguna excepción, no se ha avanzado en el conocimiento de aquellos tiempos, aunque sí en los premeditados insultos y descalificaciones a los protagonistas individuales y colectivos de la Transición, acusándolos de representar un “régimen” que es necesario variar y de no haber sido capaces de transformar España lo suficiente al haber transigido con la “caverna” franquista.

Un mínimo conocimiento de nuestra historia contemporánea es suficiente para mostrar que durante la Transición estuvieron presentes los valores más constructivos, la cultura cívica tanta veces deseada y el sentido común. El protagonismo de la sociedad civil, acompañado de los cambios de opinión de la mayor parte de las elites políticas, presionadas por la movilización y las consultas electorales, nos condujo a alcanzar la democracia y poder vivir en ella. Nada más ni nada menos.

Toda transición a la democracia implica una ruptura, ya que se pasa de un Estado no democrático a un Estado democrático, de un Estado con Derecho a un Estado de Derecho. Pero el proceso por la que se lleva a cabo no tiene por qué ser rupturista sino que puede ser reformista, como sucedió en España. El reformismo triunfó, porque así lo quisieron los ciudadanos, basta con consultar las encuestas del Instituto de Opinión Pública o los resultados electorales en 1977 y 1979. El hecho de ser reformista implica un control, durante todo el proceso, de los aparatos del Estado por parte del personal político venido de la dictadura. Aunque lo cierto es, debido a sus profundas diferencias internas, que esos franquistas reconvertidos fueron abandonando con extremada rapidez los pensamientos autoritarios. Por cierto, los rupturista también tuvieron que ir abandonando parte de sus ideas alejadas de planteamientos democráticos. Muy pocos eran demócratas.

Ni hubo descomposición del franquismo ni crisis irreversibles. Esto último es como decir que no hubo capacidad de elección y que se tomaron las únicas decisiones posibles. No es cierto, se tomaron aquellas decisiones que, con pasos adelante y atrás, nos condujeron a la democracia. José Luis Ibáñez Salas insiste en la idea de que la transición no fue fruto del miedo y en que lo que sí hubo fue un pacto del recuerdo. Yo sí creo que había “miedos” en la conciencia colectiva de los españoles, siendo el principal la Guerra Civil. Pero lo que sí es cierto que dicho recuerdo no sirvió para impedir la llegada de la democracia, sino para racionalizar el proceso y evitar radicalismos que pudieran frutarla.

Dentro de la Transición en mayúsculas hubo unos años de esperanzas y de reformas desde el régimen autoritario (noviembre de 1975-junio de 1977). Después vino el consenso, basado en la existencia de unas Cortes elegidas democráticamente que, con algún enclave autoritario (senadores reales, presidencia de las Cortes…), irá afrontado la crisis económica y social (Pactos de la Moncloa), la necesaria reconciliación (amnistía) y el marco político de convivencia (Constitución de 1978). Hoy se crítica mucho lo que hicieron nuestros representantes legítimos después de que el país viviera 41 años sin elecciones. Representantes elegidos por los ciudadanos que contaron con un amplio apoyo. Hicieron mucho, y en su mayor parte bien.

Tras la aprobación de la Constitución y la disolución de las Cortes hubo nuevas elecciones que en esta ocasión también implicaron la democratización del poder local. Estos avances estuvieron marcados por intensos conflictos en el partido del Gobierno (Unión de Centro Democrático, UCD), una oleada de conflictividad laboral sin precedentes, la violencia política (terrorismo), la crisis económica, el desordenado proceso autonómico y la amenaza golpista. Pese a que llegó el desencanto, una vez pasada la primera epidemia general, los ciudadanos se agarraron a la esperanza y, por ello, en 1982 triunfó el cambio. La Transición había acabado, y desde entonces, como reconocería Felipe González, las tareas de Gobierno serán las propias de una democracia no de una transición.

La Transición ni fue modélica ni fracasada. La insistencia en el hecho de que fuese modélica, no aporta nada desde el punto de vista de las ciencias sociales, al no existir modelos de transición, si a lo que se refiere es al hecho de que triunfó es cierto, pero no debemos olvidarnos de la conflictividad laboral elevada, el terrorismo, la violencia de Estado y los efectos entre la población trabajadora de la crisis económica. Hubo costes, en algunos momentos muy elevados.

Existen tres rasgos originales de nuestra transición que aborda Ibáñez Salas, rasgos que son difícilmente transportables a otras transiciones. En primer lugar, el asunto de la monarquía. Pienso que el objetivo principal del rey Juan Carlos I fue salvar la Corona y a ello se subordinó la naturaleza del sistema político. Pero el hecho de que la pérdida de poder por parte regia fuera una fuente creciente de legitimación nos condujo a la única forma conocida de compatibilizar la monarquía y la democracia: la monarquía parlamentaria donde la Corona no tiene poder sino funciones y atribuciones. Pero junto a esto hay una segunda cuestión que plantea el autor a la hora de su denominación: monarquía juancarlista. Creo que es la denominación exacta, ya que la monarquía parlamentaria fue sustituida por una práctica política (el juancarlismo) que cuestionaba algunos de sus elementos constitutivos. De ello fue responsable, no sólo el jefe del Estado, sino también todos los gobiernos habidos, incluidos los de la democracia que fueron incapaces de regular las funciones de la Corona.

UCD es otro de los rasgos originales de nuestra transición. Se constituyó primero como coalición electoral y luego como partido (aunque último nunca lo fue) tratando de imitar a las coaliciones de centro que se daban en Europa Occidental. Es decir, la suma de liberales, democristianos y socialdemócratas. Pero en España se incorporó, de forma mayoritaria, el personal proveniente del Movimiento Nacional, los denominados “azules”, lo que dio a UCD una importante implantación territorial y su éxito en las elecciones generales de 1977 y 1979. Pero su incapacidad para elaborar una política coherente después de la etapa del consenso, la condujo a una serie de derrotas y a intensas luchas internas. Finalmente, en las elecciones de octubre de 1982 tan sólo obtuvo 11 escaños, mientras que en 1979 había conseguido 168. Desastre original y con escasos antecedentes en la historia política.

Por último, un tercer rasgo distintivo de la Transición española fue unir el proceso de democratización al de descentralización, demandado en ciertas regiones con fuertes señas de identidad, como fue el caso de Cataluña y el País Vasco, o con peculiaridades económicas, como ocurría con Canarias. Mientras otras regiones seguían viendo el centralismo como la forma más conveniente de ser gobernados. Se buscó una solución no plenamente apoyada por la opinión pública, pero sí por las elites regionales que veían en la generalización del sistema autonómico una buena forma de adquirir poder. Además, junto a la generalización se establecieron dos sistemas de financiación diferenciados, lo que permitió a Navarra y el País Vasco tener “privilegios”, léase “fueros”. Estos hechos, junto a la existencia de partidos nacionalistas con un escaso sentido del Estado (deslealtad), esperando la oportunidad para romper y apostar por políticas excluyentes, dieron lugar a una situación de permanente incertidumbre sobre el sistema político.

Son asuntos importantes, bien expuestos y trabajados por José Luis Ibáñez Salas, con una gran dosis de naturalidad, frescura, a la vez que rigor. Un éxito seguro, y una suerte para aquellos que podemos disfrutar de su lectura.

La Transición