sábado. 20.04.2024
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Elogiado ya desde el prólogo por una eminencia en el estudio histórico del siglo XX español, Ángel Viñas, el libro que ha escrito el profesor universitario e historiador español Ángel Luis López Villaverde es todo un referente para quien quiera saber qué fue la Segunda República española, para quien quiera saber qué pasó realmente en la España de los años 30, es un libro que marcará una época en la historiografía dedicada a un periodo capital de la historia de los españoles: es un libro necesario. Y me explico.

¿Qué pasó entre 1931 y 1936 en España y cómo se ha contado?

Yo había preparado −como parte de la colección Breve Historia que entonces dirigía para la desgraciadamente siempre a punto de naufragar editorial Nowtilus− la edición del libro que el catedrático e historiador español Luis Íñigo escribiera sobre aquellos años, y que yo le sugerí prolongar, cosa que hizo, muy resumidamente, hasta las primeras elecciones de la Transición. Y cuando leí aquel original tuve la sensación de que difícilmente podría superarse semejante esfuerzo por sintetizar un periodo convulso y deslumbrante, más lo uno que lo otro (elija el lector qué es lo uno y qué lo otro). Difícilmente, sí. De ahí el mérito del trabajo de López Villaverde, imbuido hasta la médula de ese oficio de historiador que enriquece a la sociedad civil cuando se lleva a cabo con la prestancia de los buenos escritores, de los buenos indagadores en el pasado histórico, no de los meros oteadores del pasado.

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La Segunda República (1931-1936). Las claves de la primera democracia española del siglo XX está sabiamente dividida en dos partes, compuesta cada una de ellas por cuatro capítulos, y se remata hábilmente con un balance del autor, indispensable, con la imprescindible y bien traída bibliografía, adecuadamente explícita, y con una utilísima cronología.

La primera parte lleva por título “Las preguntas básicas: ¿Qué pasó, cómo se ha contado, quiénes fueron los protagonistas y por qué actuaron así?” En ella podemos leer algunas afirmaciones que tengo por exageradamente laudatorias, como la que tacha a los días que transcurrieron desde la celebración de las elecciones municipales del 12 de abril del año 31, hasta la formación del Gobierno Provisional, el día 15, de “obra de arte” y los considera “los cuatro días que asombraron al mundo”, amparándose nuestro autor en el juicio de otro historiador: Rafael Cruz.

López Villaverde comienza por explicarnos lo que fue la evolución política de la Segunda República con el acierto de no mezclar churras con merinas e ir al grano de los acontecimientos políticos, sabiamente, y continúa haciendo un ejercicio de estilo de historiador grande zambulléndonos en lo que creíamos saber sobre la Segunda República según trataron de contárnosla los afamados tirios y troyanos. Y ahí es donde entra el peliagudo asunto de la Memoria y la Historia, el peliagudo asunto de la memoria histórica.

Me detendré en ello.

Dice el profesor almagreño que “Memoria e Historia son dos vías distintas de interpretación del pasado”, para poco más adelante afirmar que “no hay Historia sin Memoria, como no puede haber Memoria sin Historia”. Pues bien, no estoy de acuerdo, ya que tengo para mí que la memoria es parte de la Historia, del oficio de los historiadores, pero no es parte esencial del mismo, dado que si la una, la memoria histórica, digo, es un acercamiento tentativo y a menudo político, ideológico, la otra, nuestra disciplina, es, por el contrario, un entramado metodológico con pretensiones científicas que quiere mostrar una interpretación de la verdad, de lo que fue la verdad en el pasado, de lo que en el pasado tuvo lugar, no de lo que se quiere que se recuerde del pasado.

Dicho lo cual, el análisis que López Villaverde hace de los relatos historiográficos y las memorias generales, culminado en el brillante epígrafe titulado ‘¿República democrática o revolucionaria? ¿Frustración o fracaso?’, es extremadamente lúcido y muy aclaratorio del maremágnum en el que muchas veces nos movemos a la hora de discernir si aquellos tiempos fueron devorados por sí mismos o si fueron algo distinto, una experiencia frustrada. Magistral es sin duda el sendero por el que el autor nos lleva a lo largo de décadas de estudios historiográficos de aquel tiempo, que llega hasta la actual “tensión historiográfica” entre quienes entienden honestamente que la República no colapsó antes del golpe militar del 36 y aquellos que consideran sinceramente que durante los años de la República en paz se aplicaron todo tipo de mecanismos de exclusión. Respecto de las memorias generacionales, es evidente, como recoge el profesor castellano-manchego, que “el pasado traumático y sus memorias generacionales enfrentadas, con sus respectivos mitos, ha(n) colocado a la República en una situación de dependencia o de subordinación respecto a la guerra y a la represión”. Y es ahí donde López Villaverde muestra su maestría una vez más al acompañarnos a lo largo de la difícil existencia de lo que los españoles han querido o han podido o se les ha permitido recordar de los días republicanos de los años 30:

“No se trata de volver a una banal equidistancia, sino a una historización de la memoria y de buscar su confluencia con la verdad histórica, que no es definitiva pero responde al rigor historiográfico. Si partimos de la función social de la Historia, el historiador ni puede situarse al margen de las memorias ni identificarse con ninguna”.

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Ahí estamos de acuerdo, hay que historizar (¿existe ese verbo?, da igual, yo me lo quedo) la memoria. Porque sin hacer concordar lo que quiera que sea la verdad histórica con la memoria (tan inconsistente ella, tan atrozmente irresponsable), el trabajo del historiador es el de mero correveydile paniaguado e ideologizado. Porque, lo dice también el autor, “la educación es clave”, y, de eso, los que editamos manuales didácticos curriculares relacionados con la Historia sabemos un rato. Pero, eso sí, ¿qué Historia de la república enseñar? “¿Qué papel le corresponde ocupar en la memoria democrática?”, se pregunta López Villaverde, a quien lo que le interesa de su labor como historiador es al parecer eso, forjar o ayudar a forjar una MEMORIA DEMOCRÁTICA:

“Fue una República imperfecta pero democrática. Un proyecto inacabado. Pero no fue una oportunidad perdida. Su rico legado en valores fue fundamental para edificar, décadas después, la democracia actual.

Mientras la idea de fracaso se ha ido desterrando del relato historiográfico para procesos, como la revolución burguesa o la industrial, que los republicanos consideraban truncados en España y causa de los males del país, sin embargo sigue instalada entre la historiografía conservadora para interpretar la experiencia republicana. Evidentemente, quedó frustrado el experimento democrático de los años treinta ¿Pero qué se habría dicho del quinquenio precedente si el 23F de 1981 hubiera truncado otra transición democrática?” [Pero tal cosa no ocurrió, y sí la Guerra Civil, apostillo yo, sin mala intención.]   

Entiendo mal, eso sí, cuando el autor nos dice que “aunque el régimen de 1978 naciera de espaldas y vacunado respecto al de 1931, el efecto de la memoria democrática facilitó la consolidación de la Transición”, y lo entiendo mal porque yo lo que entiendo es que precisamente lo que hizo la mayoría de la sociedad civil superviviente o viviente al/del franquismo fue mirar hacia el futuro y dejar el pasado a los historiadores para que ellos se lo revirtieran a ella (así lo expliqué en mi libro sobre la Transición publicado como este por Sílex ediciones), y descreo de que la memoria democrática surtiera efecto alguno en los ciudadanos españoles que se habían criado en su mayoría en la memoria de una república problemática cuando no maligna. Ahora bien, la España posfranquista nació de espaldas y vacunada respecto de la República de los años 30. Sin duda. Y no, ni fue exitosa la Transición ni la República −de cuya mano, convengo con López Villaverde, “vino el más ambicioso proyecto reformista de la historia de España”− fue imposible. La una ocurrió, como la otra. Las dos ocurrieron, lo de calificarlas es cosa de periodistas como lo de juzgarlas es asunto de jueces (para la democracia o no).

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La primera parte del libro finaliza con un nada habitual en este tipo de obras recorrido por las biografías de los principales protagonistas del período (presidentes de la República y del Gobierno central y de los autonómicos; principales ministros y algunos de los ineludibles líderes políticos no gubernamentales; así como las mujeres diputadas, Clara Campoamor, Victoria Kent, Margarita Nelken, Francisca Bohigas, Matilde de la Torre, Veneranda García-Blanco, Lorenza Julia Álvarez Resano, María de la O Lejárraga García y Dolores Ibárruri, Pasionaria, no La Pasionaria como se recoge habitualmente; y los religiosos diputados) y con un estudio de la cultura y las culturas políticas de aquellos años. Si la relación de biografías le da un valor añadido a esta brillante síntesis, en algunas de ellas el autor no puede evitar, o sí, pero no quiere, mostrar sus simpatías más por unos que por otros pese a la elocuencia nada arbitraria que en todo momento preside el capítulo y el libro entero: así, las esenciales figuras contrapuestas de los más destacados líderes socialistas de la época dejan el indiscutible poso en el lector de que Francisco Largo Caballero era más fetén que el intratable (la palabra es mía) Indalecio Prieto. Y me resulta llamativo que de los cuatro ministros derechistas que incluye en el elenco, tres de ellos (Luis Lucía, Manuel Giménez Fernández y José Martínez de Velasco) no encajen en la concepción habitual de derecha-derecha ultraconservadora y parafascista, que es donde encuadra el autor eso sí a José María Gil-Robles (escrito bien su primer apellido, entre guiones, nada habitual en la literatura historiográfica, por cierto).

Los epígrafes dedicados a los partidos políticos son una auténtica lección de Historia política, son un esclarecedor análisis político e histórico de las agrupaciones en las que la sociedad civil se organizó durante la Segunda República, y es donde el volumen aparece como lo que creo que es en realidad: un libro contra el revisionismo equidistante que pretende demostrar que aquella fue la segunda democracia española, tras el balbuceo del Sexenio Democrático de 1868 a 1874. Y es al hablar de los medios de comunicación del momento, cuando López Villaverde admite por qué afirma que fue la primera democracia del siglo XX español, y nos explica lo que se entendía por democracia en aquellos difíciles años europeos:

“La política se siguió entendiendo —como en el pasado—en clave de construcción de una identidad hegemónica, en lugar de en la búsqueda de una común. Tanto la oposición conservadora como la izquierdista al régimen republicano querían el poder para construir su modelo político, como una cuestión de hegemonía que nadie consiguió imponer, pero impidió centrar políticamente una sociedad que se extendía por los extremos y fue estrechándose el compromiso de buena parte de las élites políticas con aquel modelo de República”.

Todo ello en unos tiempos en los que a la Ley de Defensa de la República de octubre del 31 le siguió la de Orden Público de julio del 33, normas que permitían el control gubernamental de los medios de comunicación.

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Y, en efecto, como recoge el profesor López Villaverde:

“No deja de ser paradójico que el diario más leído durante la República fuera el monárquico por excelencia, ABC”.

Siendo además como era el segundo más leído, o casi (el libro no reproduce el escalafón) el católico El Debate.

Arriba y abajo

Llegamos a la segunda parte de la obra, la llamada “La República ‘desde arriba’ y ‘desde abajo”. Poder, esperanza, solivianto y traición”. En ella brilla con luz propia un epígrafe especial, varios en realidad, pero uno lo hace de manera destacada a mi juicio por el interés novedoso que del tratamiento de su asunto se hace en una obra de síntesis de este tipo: me refiero al análisis del poder local en unos años que, como reconoce el autor, decidido a mostrarnos aquellos tiempos como democráticos (siguiendo el patrón de lo que se entendía en aquel entonces por democracia), dejan un “balance democratizador del periodo republicano lastrado por una de sus carencias más notables”, el control de buena parte del poder local por parte de los comités designados por el poder gubernamental estatal. Control de la prensa, control del poder local. ¿Demasiado control gubernamental? No obstante, en lo referido a este último, al poder local, la conclusión de López Villaverde es que en aquellos días, desde la perspectiva general, y desde la municipal, fue “extendiéndose la cultura democrática”.

libroPero, poco más adelante, cuando se aborda el orden público, causa estupor recordar que la Ley de Vagos y Maleantes, vigente hasta… 1970, no fue obra del franquismo, sino del último Gobierno azañista del primer bienio, como lo causa la cadena de datos que refiere el profesor castellano-manchego: los estados de excepción (prevención, alarma y (sic) guerra) supusieron el 23% de los días que duró el Gobierno Provisional, rozaron el 5 durante el primer bienio, alcanzaron el 97 en lo que transcurrió el bienio radical-cedista (con un estado de guerra aplicado entre el 6 de octubre de 1934 y el 23 de enero de 1935)… y redondearon el 100% (todos los días) bajo el gobierno frentepopulista (el de alarma duró desde el 17 de febrero del 36 hasta, ya en los estertores de la Guerra Civil, el 19 de enero del 39, poco antes de que se declarara en territorio leal el estado de guerra).

Cambio de tercio. Tan esencial es el análisis de la reforma escolar (así se titula el epígrafe donde se trata el sistema educativo republicano, perteneciente a un capítulo decisivo, de nombre ‘Tiempos de política. La esperanza republicana’) que, probablemente, sean las páginas dedicadas a ese asunto las más significativas de todo el libro, pues estoy con López Villaverde cuando él afirma que “la política educativa y cultural fue la clave de bóveda de las reformas republicano-socialistas. Con el ‘Estado educador’ como horizonte, la escuela pública se convirtió en un instrumento revolucionario destinado a extirpar el analfabetismo, avanzar en la construcción de la laicidad y ‘transformar fundamentalmente la realidad española hasta lograr que España sea una auténtica democracia’, según rezaba el preámbulo del Decreto de Construcción de Escuelas, del ministro de Instrucción Pública del Gobierno Provisional, Marcelino Domingo”. La guerra y el franquismo impidieron que nada de eso acabara por triunfar, añado yo. La democracia republicana no pudo sostenerse en ninguna transformación avalada por un sistema educativo revolucionario. No hubo tiempo. Tampoco para eso.

Las políticas de género es el nombre de otro de los epígrafes de ese capítulo donde desfilan los asuntos esenciales, centrales, del ideario y del intento de llevarlo a la práctica de los auténticos republicanos de aquellos días (en epígrafes titulados: La reforma religiosa. La reforma escolar. Las políticas de género. La reforma social y laboral. La reforma agraria. La reforma militar. La reforma territorial. La reforma penitenciaria), y eso, las políticas de género, sí que es una primicia reseñable en un libro de estas características, a la altura del análisis de la política local de la que ya he hablado: más virtudes de una obra no por controvertible (como cualquier buen libro de Historia ha de ser) menos expertamente honesta. Unas políticas de género, las practicadas en los años de la República en paz, que no dispusieron, como tantos avances republicanos, de ocasión ni tiempo para trasladarse a la realidad social: como indicara el autor en un epígrafe de la primera parte dedicado a la cultura feminista, finalmente, pese a las buenas intenciones legislativas de los republicanos reformistas, “la exaltación de la sumisión y dependencia del varón” acabó inmodificada, lista para enquistarse en el franquismo y ser aún hoy la sustancial manera de ver la realidad que tiene el persistente machismo. Más adelante, cuando trate la violencia política, el profesor López Villaverde apuntalará, al analizar el conflicto y la violencia de género, que “no se modificó apenas la escasa sensibilidad social para reconocer la violencia de género como un problema público. Pese (a) que se redujo la desigualdad de sexos en el plano legal, persistieron las estructuras de dominación masculina.”

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Llegamos, llego yo que estoy leyendo ahora mismo esos capítulos, a la zona definitivamente complicada por su esencialidad historiográfica, por su densidad de pasado (la expresión es mía, la acabo de inventar), llego, ya digo, a los capítulos 7 y 8 del libro de López Villaverde.

En el primero de ellos, titulado ‘Conflicto social, violencia y políticas de exclusión’, el autor presenta una desmitificación que puede resultar contradictoria si se la enfrenta a la idea del masivo apoyo social de las posturas obreristas:

“El mito de las “masas concienciadas”, supuestamente dispuestas a hacer cada día la revolución, ha quedado desmontado, pues la mayoría de los afiliados eran analfabetos y apenas participaban en unos debates que les importaban menos que tener al día su carnet sindical.

Muchos pero ignorantes. Sigo. Es en ese capítulo 7 donde he encontrado la única ocasión en la que el libro elude por completo su rigor divulgativo, ese que lleva de la mano al lector sin insultar su inteligencia pero sin solicitarle lo que no tiene por qué conocer. Y reproduzco…

“Y las plazas de los pueblos tenían su equivalente en los bares o las Casas del Pueblo en un ámbito más urbano. Por eso, acciones espontáneas, de cólera popular, en el mundo rural, podían derivar en enfrentamientos sangrientos y en conatos revolucionarios. Una diferencia que tiene también su encaje en los modelos de protesta propuestos por Tilly.”

Sí, has pensado lo mismo que yo, ¿qué modelos son esos, quién es Tilly? No importa, sólo he traído aquí ese desliz como ejemplo de lo que no es nunca la obra editada por Sílex.

La sintética y magistral comprensión explicada que López Villaverde hace de la Revolución del 34 debería de estar ya fijada en las conciencias de todos los historiadores que se precien de conocer los movimientos sociales españoles o la propia contemporaneidad de este país de países. Pero es más dificultoso para mí abordar el epígrafe llamado ‘La primavera de 1936’, y lo es porque no puedo evitar recordar una anécdota que entonces no calibré en su justa medida y que cada día estoy más convencido de que es fiel reflejo de lo que supone la intervención de la ideología cuando se trata de hacer una indagación histórica. La perniciosa manía de la ideología de estropearlo casi todo. Empiezo. Cuando al finalizar mis estudios académicos convencionales, mis cinco años de carrera universitaria en la que me especialicé en Historia Moderna y Contemporánea, quise completar mis cursos de Doctorado investigando para mi tesis doctoral la Guerra Civil en Cantabria. Para ello leí cuanto estuvo en mi mano, lo poco que sobre ella se había escrito, y di con un recientísimo libro dedicado a los meses de gobierno frentepopulista en la Cantabria anterior a la guerra, donde no recuerdo si se usaba la expresión primavera trágica para referirse a los dolorosos acontecimientos de violencia social que vivió la entonces provincia de Santander, de una conflictividad llamativa que muchos usaron luego para justificar, no para explicar, ojo, el levantamiento militar de julio. Pues bien, cuando pedí consejo a una de mis profesoras de la carrera sobre el estudio de aquellos hechos, se me ocurrió usar esa expresión, primavera trágica, a lo que ella me reconvino, enfadada, diciéndome algo así como que no se me ocurriera volver a usar esas palabras para hablar de aquellos meses porque eran las que usaban… los historiadores franquistas. Y no las volví a usar, Clío me libre.

Sigo. Y si es catastrofismo, como dice el autor, el hecho de hablar de la violencia de aquellos tiempos, tal vez sirva más estudiar aquella convulsión como un hervidero donde el caldo de cultivo de los conspiradores inasequibles al desaliento se cocinó a un fuego lento de benéficos resultados para sus posteriores explicaciones de lo que vino después.

El asunto es que, cuando el autor reflexiona sobre aquel caudal de violencia política acumulado en los años de la República en paz, aporta un dato: 2.629 muertos por esa causa entre abril del año 31 y el crucial mes de julio del año 36. Más de dos mil quinientos muertos. La cosa se pone fea. Hablar de eso, digo. Voy. Mejor dicho, dejo hablar de nuevo a López Villaverde:

“A modo de conclusión, la violencia política respondió más a reyertas entre individuos o grupos informales que a antinomias fascismo/antifascismo, de signo político o planificado. Dada la escasa presencia de empresarios, propietarios, arrendatarios o capataces entre las víctimas y entre los ejecutores, no resultó tanto un conflicto de clases, entre patronos y trabajadores, como entre éstos y fuerzas del orden. Y tuvo su principal expresión en la disputa del poder local. […]

[Esa violencia] no sería una excepcionalidad española, antes al contrario. Formaría parte de un contexto europeo de debilidad del sistema parlamentario, del atractivo de formas corporativas de representación y de la “brutalización” de la política en la Europa de entreguerras. Donde el verdadero enfrentamiento –también en España— no sería entre derechas e izquierdas, o entre fascismo y antifascismo, sino entre demócratas y antidemócratas.

La tesis que tanto ha insistido en el impacto de las retóricas de intransigencia y de la violencia en el escenario público, descubriendo la falta de coherencia entre los discursos y la práctica política, ha recibido numerosas adhesiones. Pero las críticas no han sido menores. Se la acusa de rebajar una confrontación a tres bandas –reforma, revolución, contrarrevolución— a una pugna dual y mostrar un sesgo teleológico, con la Guerra Civil como meta. En definitiva, se ha impugnado esta tesis revisionista por incurrir en una suerte de “equiviolencia”, neologismo que denuncia la intolerancia a diestra y siniestra que, de manera interesada, reparte responsabilidades y rebaja el peso del golpe militar en el desencadenante de la guerra.

Quienes insisten tanto en las políticas de exclusión a los católicos parecen obviar cómo excluyeron a los no católicos las constituciones confesionales anteriores y no llegan a explicar por qué fue la República quien concedió el sufragio pasivo a los religiosos para poder defender desde su escaño los intereses de una Iglesia que consideraban perseguida. Si fue tan excluyente, cómo entender que los gobiernos de derechas superaran en duración a los de izquierdas o que no fueran ilegalizadas las organizaciones más beligerantes contra la República.”

Amén. Aunque con reparos. No veo teleologismo pero sí una confrontación dual en la que los reformistas no aparecen por ningún lado. Yo, al menos no los atisbo.

Ya estamos en el último capítulo, ‘El final de la República. El asesinato de la democracia’ —dedicado a explicar cómo y, específicamente, cuándo colapsó la Segunda República española—, donde tengo el honor de que López Villaverde cite mi libro dedicado al franquismo, que yo abría con la explicación de las causas de la Guerra Civil, la principal de las cuales, el detonante cierto y certero, fue la rebelión de unos militares que habían jurado fidelidad a la República. Sí, la Guerra Civil nació de una traición, una traición que provocó la revolución que venía a impedir.

López Villaverde opone al relato guerracivilista –ese que justifica el llamado Alzamiento rebelde al entender que se produjo para evitar una revolución– una visión contraria, según la cual los militares apoyados y movidos por los monárquicos y por buena parte de los católicos ya no posibilistas y por los numerosos militantes minoritarios de las diversas agrupaciones parafascistas y por pequeños propietarios asustados se levantaron para preservar sus propios intereses y cercenar de raíz tanto un movimiento obrero que impediría preservar el viejo orden como el régimen liberal que lo consentía. De acuerdo, profesor, pero matizo: la explicación guerracivilista no sirve como justificación, pero sí sirve como explicación de un movimiento (no hablo del Movimiento, ahora) que tiene lugar por el miedo a que la República acabe siendo lo que la República quiere ser: el final de sus privilegios, de su situación y de sus deseos. No son extraterrestres ni se inventan lo que sin duda creen que puede ocurrir, lo que muchos ven que está ocurriendo. Temen a la revolución. La temen pero no saben que lo que van a conseguir es acabar provocándola. Pero en realidad no te matizo, profesor, porque en el libro tú mismo ya lo haces, de alguna manera:

“No había amenaza revolucionaria pero sí una creciente visibilidad de la violencia política, sobre todo en las grandes ciudades. […] Tampoco estaba en cuestión la estabilidad política del régimen. La percepción de la amenaza al orden social o la subversión era mayor que su incidencia social.

[…] Se pueden rastrear causas estructurales del golpe de estado. La principal, el miedo de la derecha reaccionaria a las profundas reformas que se avecinaban y, en consecuencia, la respuesta de unas clases privilegiadas que vieron cuestionada su hegemonía político-social”.

Y no, no importa que “ni el control gubernamental [fu]era tan débil ni la movilización de la izquierda en la primavera de 1936 busca[r]a tanto desbordar la legalidad como forzar el cumplimiento de las reformas prometidas”. Lo importante es que entre muchos españoles existía “la percepción de la amenaza al orden social o la subversión”. Estaban equivocados los golpistas, que actuaron “como bomberos pirómanos”, y sus seguidores y promotores, pero no querían que ocurriera lo que ellos creían que podía ocurrir. En efecto, el Alzamiento no era inevitable, pero sí era probable, tanto que ocurrió. Y no, no fue un Alzamiento nacional, fue, sí, un “levantamiento armado”, pero un levantamiento armado repleto de apoyos, como López Villaverde afirma, “simultáneo con una extensa red de adhesiones”. ¿Cuántos españoles apoyaron el golpe?

En cualquier caso, lo que sí sabemos es que “la sublevación provocó la desarticulación del Estado republicano y abrió paso a una sangrienta Guerra Civil de tres años que fue el prólogo de cuatro décadas de dictadura”.

López Villaverde defiende que tras el 18 de julio “aparecieron masacres donde antes había sólo disputas”. Disputas, disputas, disputas… Algo de violencia política si había, y eso no son disputas, ¿o quizás si? En cualquier caso, tal vez sí, tal vez, profesor, tal vez amigo historiador… la República tuviera, como sentencias casi finalizando tu brillante y distinguida y distinguible síntesis, “mala suerte”. Mucha mala suerte-

Estrambote

Y, por cierto, le pregunté al autor por qué se limitaba en su libro a tratar, a entender, a comprender, a analizar y explicar la República en paz, y acababa su estudio en julio del 36 en lugar de llevarlo a abril del 39 (o a junio del 77 y la aceptación de los dirigentes de la Segunda República en el exilio de las nuevas formas democráticas del posfranquismo)… pero no recuerdo exactamente lo que me respondió. Cosas de la memoria, ya digo.


Ángel Luis López Villaverde: La Segunda República (1931-1936). Las claves de la primera democracia española del siglo XX. Sílex ediciones, 2017

La primera democracia española del siglo XX