jueves. 28.03.2024
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“En la Semana Santa de 1977, los comunistas fueron incorporados a la legalidad por parte de Adolfo Suárez y con la anuencia y el apoyo del entonces joven rey Juan Carlos I. La repercusión fue enorme, la alegría mayor. Sin los comunistas, nada podía seguir adelante. Había sido el Partido, el gran partido de la oposición antifranquista, y por tanto su presencia era imprescindible y sus militantes un activo de gente abnegada, preparada, dispuesta a concertar, a convenir.”

Justo Serna, Epílogo a La Transición, de José Luis Ibáñez Salas


1975

En el mes de octubre del año 75, el día 30, el mismo día en el que por segunda vez Juan Carlos de Borbón asume interinamente la jefatura del Estado debido a la extrema gravedad del dictador, se crea un comité de enlace entre la Junta Democrática de España, encabezada por el Partido Comunista de España (PCE), y la Plataforma de Convergencia Democrática.

Las opciones presentes en el momento crucial de los últimos días del año en que murió el franquismo eran las siguientes. Una, aquella por la que aparentemente había optado el nuevo régimen −fuera este nuevo régimen el que fuera, pero en definitiva, por la monarquía personificada en Juan Carlos de Borbón−, al menos si uno echaba un vistazo a su primer Gobierno, es decir, por una continuidad en la que los cambios (invisibles, además) no parecían conectar con lo que la sociedad estaba solicitando de alguna manera en sus manifestaciones culturales y en sus mensurables estados de opinión, una opción esta que parecía esconderse tras la vitola del reformismo sin ser reformista (si acaso promotora de una reforma limitada, no en vano suele ser calificado por los especialistas de pseudoreformismo o reformismo continuista) y que era partidaria tan sólo de una democracia protegida, de una democracia limitada, o sea, de una democracia que nunca lo sería por cuanto no pretendía reconocer sino un pluralismo ideológico restringido (“una democracia a la española”, en feliz catalogación, como ya vimos, de Santos Juliá); una opción, en definitiva y tal y como explicitase el historiador español Juan Carlos Jiménez, en la que el papel de aglutinador de la “coalición de poder” –de alguna forma deslegitimada por una “crisis de desempeño” (el régimen se había querido legitimar en el crecimiento económico pero este crecimiento se hallaba en una situación de estancamiento a raíz de la incipiente crisis económica) y rota definitivamente desde el asesinato de Carrero Blanco en 1973− había ido a parar a Arias Navarro, carente del reconocimiento mínimo y sin fuerza real para reestructurar la dictadura”.

Opción dos, la reforma parcial de las instituciones. Y, tres, la ruptura total. Si la primera parecía a todas luces un sinsentido a contracorriente de la realidad social que el propio franquismo había creado sin pretenderlo, la segunda se antojaba insuficiente para buena parte de los españoles, sobre todo para quienes veían en el pasado irresuelto tras la cesura gravísima de la Guerra Civil el objeto de sus demandas, y la tercera era considerada por la mayoría silenciosa de los ciudadanos una vía peligrosa, un sendero que recordaba la memoria todavía viva de aquella sangrienta confrontación de los años 30. La ruptura total estuvo canalizada desde el 26 de marzo de 1976 por Coordinación Democrática, que desde ese día unió la Junta Democrática de España, encabezada desde el año 74 por el Partido Comunista de España (PCE) y partidaria de la llamada ruptura democrática, con la Plataforma de Convergencia Democrática, liderada por el PSOE y defensora de lo que se dio en llamar ruptura pactada, que sería finalmente asumida por el nuevo organismo opositor, al cual se le acabó por conocer como Platajunta, más pragmática en sus reivindicaciones y constitutiva de una ampliación del frente contrario a las políticas gubernamentales donde tenían cabida posicionamientos de centro e incluso de centro-derecha. Esa idea de ruptura tuvo como modelos de actuación dos tipos de gobiernos provisionales, de un lado los surgidos de la caída de los regímenes totalitarios anticomunistas tras su derrota en la Segunda Guerra Mundial y, de otro, el español que después de las elecciones municipales del 12 de abril del año 31 se autoproclamó Gobierno Provisional y recogió el poder abandonado por la monarquía de Alfonso XIII que se supo desdeñada.

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1976

El proceso reformista de Suárez, que parece estar dentro de la opción dos que acabamos de enunciar, de reforma parcial, arranca en el mismo momento de su llegada al poder en el verano del 76, tras ser nombrado presidente del Gobierno por el rey Juan Carlos I.

Torcuato Fernández-Miranda, presidente de las Cortes (todavía posfranquistas, no lo olvidemos) le había presentado a Suárez un primer borrador del proyecto de Ley para la Reforma Política el 23 de agosto de 1976.

Al día siguiente, el presidente acercaba el texto a su Consejo de Ministros, y poco después hacía conocedor del mismo al joven líder del PSOE, Felipe González, y a otro socialista, este histórico, el profesor Enrique Tierno Galván, ya en septiembre, mes este en el que el día 8 rizaba el rizo de su papel de prestidigitador político y mostraba, siguiendo instrucciones del rey Juan Carlos, las bondades de su principal herramienta para desmontar el engranaje mortecino del régimen dictatorial nada más y nada menos que a la cúpula militar; esto es, a los ministros militares, al jefe del Estado Mayor Central, al almirante Jefe del Estado Mayor de la Armada y al jefe del Estado Mayor del Ejército del Aire, y a un total de cinco almirantes y treinta tenientes generales, de entre ellos los nueve que ejercían las nueve capitanías generales y los dos que actuaban como capitanes generales en Baleares y Canarias. Para hacernos una idea del auditorio al que decidió exponer su programa Suárez, todos ellos habían apoyado la rebelión contra la Segunda República que causó la Guerra Civil; por no hablar del hecho de que casi todos los tenientes generales asistentes habían sido alumnos del mismísimo Franco en la Academia General Militar. Constituían aquel primer grupo de miembros de las Fuerzas Armadas de que ya he hablado, al que pertenecía como ejemplo señero Gutiérrez Mellado. Ante el estamento castrense, una fibra de delicadas relaciones, que acepta de mala gana el proyecto (que, como recoge Muñoz Bolaños, “prometía respetar la Corona, la unidad de España y la bandera bicolor”), sólo encontró un pero el proyecto legislativo reformista, pero vaya pero. ¿Y el PCE? El PCE no cumple los requisitos para entrar en el nuevo juego político, dijo a los militares, que le dan su beneplácito al proyecto reformista que les expone. No lo cumplía… todavía, pues faltaba que el partido liderado por Carrillo aceptara, como hará, la bandera rojigualda y de paso la propia monarquía. Conviene decir que se mantiene a menudo que Suárez prometió taxativamente en esa reunión no legalizar a los comunistas, si bien él y Gutiérrez Mellado mantendrían siempre que se previno que no se les legalizaría de permanecer en su idea republicana. En cualquier caso, salvo él y su ministro, cuantos salieron de aquella reunión lo hicieron en el convencimiento de que Suárez no legalizaría al PCE.

1977

Gracias al decreto del 8 de febrero de 1977 −el del hábil retoque del Estatuto de Asociaciones Políticas que facilitaba la inscripción en el preceptivo registro−, los partidos de la oposición comenzaron a abandonar la peculiar clandestinidad en la que se hallaban. Si el 17 de febrero se legaliza al PSOE, el día 9 del mes de abril, el famoso Sábado Santo de 1977, es un día histórico porque se produce un hecho impensable apenas unos meses antes… la legalización del Partido Comunista de España (PCE) −ganada a pulso más aún tras la magnífica respuesta de sus seguidores luego de enero y la matanza de Atocha−, que provocaría como veremos la dimisión del almirante Pita da Veiga como ministro de Marina y pondría de manifiesto el malestar existente entre las Fuerzas Armadas en todo lo relativo al perdón y a la reconciliación nacional tras una Guerra Civil que muchos seguían considerando el motor de sus planteamientos vitales y por supuesto políticos, unas Fuerzas Armadas que seguían teniendo como némesis diabólico al comunismo incluso casi cuarenta años después del conflicto.

El peregrinaje de la solicitud comunista de ingreso en el Registro de Asociaciones Políticas había comenzado el día 11 de febrero, cuando el PCE presentaba la documentación pertinente, sus estatutos, en el Ministerio de Gobernación. De allí, el rechazo once días después del Registro ante la duda ministerial de la licitud penal de los principios exhibidos, llevó la solicitud al Tribunal Supremo, que habría de dictaminar antes de los treinta días siguientes. Pero esa corte devolvió la patata caliente al Gobierno por entender que era incompetente ante una cuestión que entendía enteramente política. Sobrevolaba la sensación de que no había nada ilegal en la propuesta comunista. Suárez comunica el 4 de abril a algunos de sus ministros, los dos vicepresidentes entre ellos (Gutiérrez Mellado y Osorio, ambos por cierto contrarios a la decisión del jefe del Gobierno), que está decidido a legalizar al PCE, aun así solicita dos días después a la Fiscalía del Estado un informe que acaba por dictaminar el 9 de abril la inexistencia de ilícito penal alguno en los estatutos. Ese mismo día, el Ministerio de Gobernación concedía la inscripción registral del PCE. Es Sábado Santo, una jornada en la que casi todo el país se encuentra de vacaciones. La sorpresa será mayúscula a partir del momento en que, siguiendo instrucciones del ministro de Información y Turismo, Andrés Reguera, Radio Nacional de España comunique a las seis de la tarde la noticia.

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A raíz de este acontecimiento vital en el proceso, en la historia de la Transición, la credibilidad que le podía faltar a la reforma promovida por el Gobierno hacía indiscutible acto de presencia, incluso ante quienes menos estaban dispuestos a admitirla: la voluntad democrática del ejecutivo de Suárez estaba ya fuera de toda duda. Se trataba de la demostración evidente de que el proyecto reformista gubernamental buscaba establecer una democracia plena, sin la tutela de las Fuerzas Armadas.

Sí, porque, si recordamos aquella reunión de septiembre del año 76 entre los más altos mandos militares y Adolfo Suárez, y cómo según muchos aquéllos salieron de dicho cónclave convencidos de que el presidente del Gobierno no legalizaría al PCE ni consentiría su legalización, se hará fácil entender que a partir de ese instante, como recoge entre otros Muñoz Bolaños, las Fuerzas Armadas, o buena parte de sus miembros, “dejaron de confiar en el Ejecutivo, y algunos sectores de las mismas decidieron poner en marcha operaciones golpistas puras”, ya que los intentos de determinar el alcance del proceso de transición a la democracia, tutelando la acción gubernamental desde los cuarteles, habían fracasado, ya fuera bajo la fórmula de influencia (segundo Gobierno de Arias Navarro, desde finales del 75 a julio del 76) o de extorsión (manifestado durante los primeros nueve meses de Suárez como presidente del gabinete). Comenzaba así lo que el tantas veces citado historiador Roberto Muñoz Bolaños identifica como periodo de desplazamiento y sustitución o suplantación, del que ya hablaré más profundamente llegado el momento y que consistiría en “acciones de carácter golpista”. Y, para empezar, la citada dimisión del almirante Pita da Veiga al frente del Ministerio de la Marina tan pronto como el 11 de abril, dos días después de la legalización de los comunistas. Una dimisión presentada de forma irrevocable aduciendo que no había sido informado de tal hecho, como no lo habían sido ninguno de los otros dos ministros militares, Franco Iribarnegaray (del Aire) y Álvarez-Arenas (del Ejército). Sustituir a Pita da Veiga le costó sangre, sudor y lágrimas al Gobierno debido a que la Armada hizo causa común con el dimitido. Sólo cuando el almirante en la reserva Pascual Pery Junquera, enemistado con Pita (y de quien por Muñoz Bolaños podemos saber que había sido cesado en el cargo de subsecretario de Marina Mercante por el ministro dimitido), acepte el día 13 de aquel mes de abril ocupar el cargo, luego de que ningún otro en activo quiera hacerlo, podrá respirar tranquilo el ejecutivo de Suárez. Una desconfianza triple había nacido a raíz de la legalización del partido de Carrillo: por un lado, la de muchos de los miembros de las Fuerzas Armadas hacia Suárez y Gutiérrez Mellado, que se transmutaría en rencor cuando no en odio; de un segundo lado, la de buena parte de la oficialidad castrense, y aquí sigo una vez más a Muñoz Bolaños, “hacia sus mandos naturales que, salvo excepciones, se mostraban sumisos ante las decisiones del Gobierno”; y, para finalizar, la de un reducido número de jefes y oficiales hacia la figura del mismísimo rey Juan Carlos I, en tanto que “valedor de Suárez”, lo que llevaría incluso al surgimiento de operaciones golpistas.

Otra marejada producida por la legalización del PCE, de menor calado y menos peligrosa que la casi total repulsa militar, llegará el día 23 de mayo, cuando el rey acepte la dimisión de Fernández-Miranda, que habían solicitado por distintos motivos Alianza Popular (AP, a la cual ya conocemos pero no obstante presento un poco más adelante), el PSOE y el PCE y se haría efectiva tras los primeros comicios legislativos.

El PCE −que había reunido a su Comité Central por vez primera en España tras la Guerra Civil los días 14 y 15 del mes de abril (seis días después de su histórica legalización) para entre otras cosas asumir la unidad del Estado, la bandera rojigualda y la monarquía como forma de gobierno− arrastraba desde el comienzo de la mismísima Transición una profunda crisis producida por el nuevo escenario que obligaba al partido a reconvertirse desde la resistencia antifranquista hasta la normalización democrática a la que el proceso en el que él mismo participaba parecía a todas luces abocar. Ese trance dejaba en un lado de la principal organización comunista española a los partidarios de seguir enarbolando los principios leninistas y en otro a los que lo que pretendían era lograr la renovación auténtica, la del eurocomunismo que anunciara a bombo y platillo Carrillo en marzo de aquel año 77 y que defendía el modelo de las democracias occidentales pluripartidistas. Una crisis que además se complicaba hasta convertirse en un verdadero galimatías debido a que la dirección del PCE en realidad lo que usaba eran desde hacía décadas los modos autoritarios que se contradecían con la práctica del consenso que promovía y beneficiaba fuera de las paredes del partido, en la realidad social y política que estaba siendo ya el proceso desde la dictadura hasta la democracia.

Sobre la figura de Carrillo durante la Transición no puedo por menos que recurrir a Javier Cercas, quien explica cómo el líder comunista se convirtió en un “héroe de la retirada”:

“Carrillo –y con él toda la vieja guardia del PCE– también renunció a ajustar cuentas con un pasado oprobioso de guerra, represión y exilio, como si considerase una forma de añadir oprobio al oprobio intentar ajustarles las cuentas a quienes habían cometido el error de ajustar las cuentas durante cuarenta años, o como si hubiera leído a Max Weber y sintiese como él que no hay nada más abyecto que practicar una ética que sólo busca tener razón y que, en vez de dedicarse a construir un futuro justo y libre, obliga a ocuparse en discutir los errores de un pasado injusto y esclavo con el fin de sacar ventajas morales y materiales de la confesión de culpa ajena.

[…] Carrillo renunció a los ideales de toda una vida y eligió la concordia y la libertad frente a la justicia y la revolución”.

[En las elecciones de aquel año 77, el PCE, junto al Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC) alcanzó 1.709.890 sufragios (9,33%), lo que le permitió llegar… tan sólo a los 19 diputados (de ellos, 8 del PSUC).]

Todos estos textos pertenecen al libro del autor titulado La Transición, publicado por Sílex ediciones.

El PCE (fue) mucho más que un partido