sábado. 20.04.2024
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La entrada en la capital goda de Toledo del caudillo bereber Tariq el 11 del XI del 711 puso fin al reinado de los visigodos en España, embrión de la Nación Española. Hoy como ayer, esas tierras de la meseta, habitadas por godos e hispanorromanos, dedicadas al pastoreo, la ganadería y el cultivo de cereales mayormente, están despobladas. Pero sus pueblos no están abandonados. Hallamos un pueblo con sólo un habitante, otros con media docena, y otro llamado Arisgotas con menos de 45 almas, que mantiene hoy el orgullo de su pasado con un museo de 1500 años de historia. Rescatadas ruinas que dejó a su paso el berebere Tariq antes de tomar Toledo. 

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La herencia goda viene no tanto por la herencia física cuanto por el espíritu que dejaron para llevar a cabo la larga guerra y sus razzias, conocida como la Reconquista. Otros restos, aparte de algunas iglesias, apenas si se conservan, salvo en algunas zonas de nuestra geografía, dispersos y escasos, incluso en Toledo, donde hasta ahora, con las nuevas excavaciones a las afueras del casco antiguo, nadie sabía dónde se ubicaba mayormente la capital goda. Quizá la causa sea que los godos no formaban sino una minoría en la Hispania postromana, entre 150.000 a 250.000 “barbaros”, frente a los diez millones de hispanorromanos (otros historiadores los cifran en seis millones). Que una minoría rectora sea la que a veces responde por todo un país y hace del mismo un Estado no debería ser recordado, pues no es éste el único caso en la convulsa Historia de la Humanidad, donde la invasión de unos pueblos se imponen sobre los otros, a veces para bien, y otras, para mal. Los Godos españoles eran llamados Visigodos, o Godos Nobles, que tras la conquista de Hispania, procedentes del sur de Francia, expulsados por los francos, en el Siglo V, se impusieron sobre la sociedad mayoritaria que habitaba estas tierras, para perderlas luego en el Siglo VIII, con la llegada de los árabes, llamados precisamente por los descendientes y partidarios de Witiza (muerto en febrero del 710) en su lucha por el trono frente al último rey godo, Recaredo, al que vencieron en la batalla de Guadalete al año siguiente. Invasión tras invasión, así se ha forjado nuestra historia nacional. Los valores Góticos son los que, acabada la Reconquista, configuraron nuestra nación y conformaron nuestros Siglos de Oro. Mucho, pues, debemos los españoles a estos “bárbaros”, cuyo asentamiento, sin llamarse propiamente invasión, fue el origen de nuestra nacionalidad tal como hoy la percibimos.

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LOS GODOS, ORIGEN DE LA NACION ESPAÑOLA

El reino de los visigodos imprimió en España el carácter de nación. De aquí que sea tan importante esta herencia y no tanto la larga lista de reyes que nos obligaban a aprender en el colegio y que casi ningún alumno retenía en la memoria. Época de la que salvo esa pesadilla de relación de reyes, conspiraciones, regicidios, luchas nobiliarias, concilios y sucesiones en el trono, era poco tenida en cuenta. Y sin embargo, en el reino de los visigodos está el embrión de nuestra nación. 

A lo largo del siglo V se asentaron en España los visigodos, un pueblo germánico originario de la Gothia escandinava (Gotaland) que, después de un largo periplo, a veces en discordia y otras en concordia con el decadente imperio romano, desde su primer asentamiento en el sur de Francia, Toulouse, y sus luchas con los francos en que salieron derrotados, instalaron su nueva y definitiva patria en nuestra Península, donde convivieron con los hispanorromanos hasta conformar un Estado regido por el Fuero Juzgo

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El III Concilio de Toledo (589), en el que tiene lugar la conversión pública de Recaredo, puede considerarse el punto de partida de nuestra nacionalidad en torno a un monarca, a un poder político que iba conformando, pese a sus luchas internas, una sociedad que avanzaba a su plena integración desde sus dos elementos, el latino y el germánico. A diferencia de lo que sucedió en Italia o en el Norte de Africa donde ostrogodos y vándalos respectivamente constituyeron una minoría extraña y hostil, en España se produjo una fusión generalizada entre godos e hispano-romanos, y sobre esta unidad se pudo alzar un Estado independiente y conformarse la nacionalidad hispánica. Durante el siglo VII se iría consolidando la nacionalidad común de los denominados ya como “hispano-godos”, poseedores de una religión común, gobernados por un mismo monarca, e incorporados plenamente a la Administración los antiguos hispano-romanos.

De esta evolución social nos informa detalladamente San Isidoro de Sevilla en su obra «Historia de los Godos, Suevos y Vándalos» (Historia Gothorum, a la que remito al lector para ampliar conocimientos). Otros pueblos germánicos, suevos y vándalos, se establecieron también en España; unas pocas decenas de miles, pero fueron los godos, especialmente la rama de los visigodos o godos tervingios, los que alrededor de 250.000 individuos, incluidos los pertenecientes a otras tribus vencidas, configurarían en un espíritu nacional el desarrollo de las gentes hispanas. Se puede considerar, pues, a los godos como los fundadores de la nacionalidad española. No en vano ha perdurado en el subconsciente colectivo e histórico, la tradicional frase, mantenida y valorada por los mejores medievalistas, como Sánchez Albornoz, de “la pérdida de España”. “El enclave gótico del valle del Duero -apunta Sánchez Albornoz en su libro “Orígenes de la Nación Española”- constituyó un factor histórico de grandes proyecciones en el futuro de la comunidad hispana que iba a iniciar la Reconquista”. Eran los descendientes míticos de los “cristianos viejos” que habían recuperado la hegemonía de la cultura occidental y cristiana en la península. El empleo que se hizo de los antepasados góticos en la genealogía de los reyes cristianos no fue una casualidad ni una fantasía sin sentido, sino un espíritu que permanecía en tierras astures frente al avance de las tropas por la traición de los descendientes y nobles partidarios de Witiza, traicionados a su vez por Tariq.

El caudillo bereber entró en Toledo, luego de un paseo triunfal en su avance desde el sur, el 11 de noviembre del 711, “estableciendo la dominación islamita en tierras de Hispania, día de San Martín, fecha aciaga nunca olvidada por los cristianos toledanos... Los patricios de la Corte toledana, en parte, escondieron las riquezas de palacio, como en Guarrazar, en parte huyeron con ellas al norte, cruzando el Guadarrama por Buitrago”, según describe en su obra el medievalista abulense. Si a tales enterramientos en los alrededores de la entonces capital goda, sumamos la devastación de los sarracenos en su avance triunfal, ensañándose en lo que era el símbolo de una religión, conventos e iglesias, es lógico que queden tan pocos vestigios de una época tan importante en nuestra historia, y en los “Campos Góticos” no se hallen más que ruinas, algunas apenas visibles y otras terriblemente escondidas y deshechas, así como algunas necrópolis comidas por matojos. 

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OCULTAR PARA EVITAR EL EXPOLIO 

Favorece el olvido la ausencia de estos restos, al contrario de otros, con los que frecuente y visiblemente nos topamos por doquier de nuestra geografía, desde fenicios a romanos y árabes. De la cultura “gótica” apenas si encontramos algunas que otras ruinas de capillas -las iglesias y conventos visigodos solían ser pequeñas- salvo en hallazgos fortuitos, como fueron las coronas, cruces y abalorios descubiertos en 1858 por un campesino cerca de Guadamur, el mencionado “tesoro de Guarrazar”, expuesto parte en el Museo Cluny de Paris, y parte en el Palacio Real y el Museo Arqueológico de Madrid.   

Es lógico tal ausencia de restos de una cultura que tuvo que esconderse ante la llegada de nuevos invasores y el afán de botín que movía a los ejércitos del árabe Tariq que conquistó la península en un paseo militar, sin  apenas oposición. Las huestes arábigas asolaban lo que encontraban a su paso, y los pobladores de la meseta que circundaba la capital goda se vieron obligados para evitar el expolio a esconder aquello que consideraban de valor. En su principal asentamiento, la Meseta Central, entre las cuencas de los ríos Duero y Tajo, se hallan numerosas necrópolis y otras ruinas,  pobre exponente de su gran significado. Tierras donde los godos establecieron su hogar, su tierra de promisión, cambiando su religión, y “trocando la espada por el arado”, tierras aptas para su deseado cultivo del cereal y para el desarrollo de la ganadería, sus principales actividades económicas. Y así sigue en la actualidad. Meseta al sur de Toledo de pueblos fantasma y otros cuya población no llega a los 50 habitantes. Dos merecen nuestra atención por su gran pasado visigodo, Casalgordo, con un solo vecino, y Arisgotas, con el único museo dedicado al reino visigodo, no en vano su nombre significa “robledal del godo”. En esa zona fue hallado el mayor tesoro de orfebrería visigoda conocido, y descubierto por causalidad, como por casualidad se descubrieron los yacimientos de este reportaje. Ambos a pocas leguas de la capital, pero desapercibidos porque no figuran en ninguna guía turística, oscurecidos por otras obras cercanas de especial relevancia. Rescatados de sus ruinas enterradas, se exponen en el único museo dedicado exclusivamente al reino visigodo.

ARISGOTAS, UNA ALDEA CON UN MUSEO ÚNICO EN EL MUNDO 

Al sur de Toledo, a unas horas de uña de caballo, un pequeño pueblo con 45 habitantes posee el que quizá sea el único museo del mundo dedicado solamente al reino visigodo. Las antiguas dependencias de lo que fuera la casa de la última maestra han sido habilitadas para albergar los pocos restos hallados por casualidad en su término municipal, en el lugar conocido como “Los Hitos”, a un kilómetro de la población. Se trata de las ruinas de un conjunto monacal cuyas lanchas adornadas con elementos visigodos descubrió un vecino en 1970. (La historia de este descubrimiento se la contaré en exclusiva en la próxima entrega, pues bien merece capítulo aparte por su interés humano y trágico).

Me acerqué a los yacimientos, los Montes de Toledo al fondo, en una llanura ondulada donde aparte de matojos y algún que otro árbol propios de esta meseta, no encontré sino unos campesinos repartidos por aquí y allá, roturando los campos de labrantío, ganaderos y pastores cuidando su vaquería y redil; igual que en tiempos de los godos, trocado el arado por el tractor y la cabalgadura por el todoterreno para cruzar los regatos que atraviesan la vaguada. “No vivimos en el pueblo -me confesaron-; aquí no hay nada, venimos a diario sólo para cuidar ganado y labrar la tierra, y en verano, porque tenemos aquí la casa”. Por eso estos pueblos despoblados están cuidados, aunque en sus calles no se vea un alma. Por momentos me transporté a los tiempos de la Edad Media; sus gentes siguen haciendo lo mismo que sus remotos antepasados, de aquí que no resulte extraño su amor por los orígenes como para cuidar en lo posible los restos de sus ancestros, y colaboren y cuiden con entusiasmo su pequeño museo que no evoca otra cosa que su partida de nacimiento.  

“Montamos el museo con una pequeña subvención de la Junta de Comunidades -me declaró su alcaldesa, la señora Juana-. Pero la mayor labor es de los vecinos que se volcaron en entregar piedras y cualquier objeto que tuvieran de esa época. Es pequeño pero ilustrativo, y estamos muy orgullosos de él. Vienen a menudo grupos de colegios, sobre todo en el buen tiempo, porque es como una lección práctica. Lo inauguramos en el 2001”. Me dijo, y luego me contó la trágica historia y la génesis del museo en el que se rinde un homenaje al descubridor de las piedras visigodas, que él llamaba “lajas bonitas”, de las que dos medallones le acompañan en la cabecera de su lápida. Pero eso se lo contaré al lector la próxima semana. Y también otras historias dignas de mención.  

Paseo por el reino visigodo