sábado. 20.04.2024

nodrizas@Montagut | En este artículo nos acercamos al trabajo de las nodrizas de la Inclusa madrileña en las primeras décadas del siglo XIX.

Al final del Antiguo Régimen se promulgó una legislación muy específica sobre cómo debían ser las nodrizas de las Inclusas, y que siguió en cierta medida vigente hasta bien entrado el siglo XIX. El Título XXXVII del Libro VII de la Novísima Recopilación trataba de los expósitos y de las Inclusas. Nos interesa detenernos en la ley V, que era una Real Cédula de 11 de Diciembre de 1796. En ella se especificaba cómo debía ser la perfecta nodriza: “buena salud y de honestas costumbres, y que, si fuere posible, tengan algo de que subsistir ellas y sus familias, para que después de la lactancia puedan quedarse con los expósitos mediante algún moderado estipendio”. También se buscaba que la mayor parte de los expósitos no se criasen en las Casas Generales por motivos de salud debido al hacinamiento, por lo que no hacían falta muchas nodrizas internas. Era mucho más saludable contar con amas de cría que estuviesen en los pueblos, vigiladas por los párrocos. En las Inclusas quedarían una especie de nodrizas de “guardia” para amamantar a los expósitos que llegasen y hasta que se les colocara con una nodriza externa. Hacia 1844, por ejemplo, en la Cuna de Expósitos del Hospicio de San Martin de Las Palmas había solamente 14 niños y 7 niñas en el establecimiento, mientras que fuera eran 127 niños y 132 niñas. Dicha Casa Cuna tenía, constantemente dos nodrizas que alimentaban a los niños hasta que se les entrega a las amas externas. Un niño siempre subsistía en la Casa de Expósitos segoviana, los demás se trasladaban a las nodrizas de los pueblos. Algunas Inclusas solamente eran lugares de recogida para enviar a los expósitos a otras mayores; es el caso de la Casa de Expósitos de Toro vinculada a la de Zamora. Un Hospital podía hacerse cargo de los expósitos hasta el traslado a una Inclusa conveniente, así se hacía en el Hospital de Peregrinos de Nájera.

Pero detengámonos en la Inclusa madrileña y sus nodrizas en el siglo XIX, que es el objetivo de este trabajo.

La mayor parte de los expósitos en Madrid eran criados fuera del establecimiento. Sabemos que hacia 1833, la Inclusa de la capital contaba con 2.239 criaturas de hasta 7 años, pero de ellas, solamente 189 estaban dentro de la Casa, atendidas por 56 amas internas. La Marquesa de Villafranca en la Memoria de la labor de la Junta de Damas -institución de la Real Sociedad Económica Matritense que regía la Inclusa- del año 1819 consideraba que una de las mejores maneras de salvar a las criaturas, comprobado el fracaso de la lactancia artificial, era entregarlas a buenas nodrizas que los criasen y cuidasen con aseo y limpieza fuera de la Casa, en la misma línea que la disposición legal comentada al principio.

Las nodrizas externas, según unas reglas de 1836, no podían ser solteras, sino casadas o viudas que no tuviesen hijos en edad de criar. Estas amas de cría podían ser de Madrid, o de pueblos fuera de la provincia o de la de Guadalajara. Las nodrizas rurales debían presentar certificación del párroco del pueblo en donde vivían para acreditar “su honradez y buenas circunstancias”, junto con el nombre, apellido y oficio del esposo, advirtiendo si había muerto el hijo propio que lactaba o de qué edad era si vivía. Este documento debía ir acompañado con un informe firmado por el médico o cirujano del lugar sobre las cualidades de su leche y el visto bueno de la señora consocia, si la hubiere. La Junta de Damas tenía consocias en los lugares donde había expósitos, encargadas de vigilar a las nodrizas. Además, en la Inclusa se atendían las recomendadas por estas consocias.

Las nodrizas externas debían pasar un nuevo reconocimiento por el médico del establecimiento. Sin su aprobación no se le entregaba una criatura.

Una vez que se les confiaba a las amas un expósito para su lactancia se anotaba su salida en el libro respectivo, debajo de la partida de la criatura. Se procuraba anotar el lugar dónde se llevaban las criaturas. Con los niños se las entregaba el collar de plomo que se ponía a los pequeños cuando ingresaban en la Inclusa y el pergamino o tarjeta donde iba anotado el libro y el folio donde estaba registrado el expósito.

A las nodrizas rurales se les pagaba más que a las madrileñas por razón de los desplazamientos: 50 reales mensuales para unas y 60 para las de fuera de la Corte. Realmente eran las nodrizas mejor pagadas del Estado: las dependientes de la Casa de Almería cobraban 30 reales mensuales (en torno a 1845), 20 reales las de Santander (1849), 30 reales mensuales recibían las nodrizas externas dependientes de la Casa de niños expósitos vallisoletana hasta los 18 meses; las nodrizas de los pueblos de Segovia gozaban de unos 30 reales mensuales durante la lactancia (1849), algo más cobraban las nodrizas dependientes de la Casa de Logroño hacia el año 1847: 600 reales anuales. Debemos fijarnos que los datos de estas Inclusas eran de unos 10 años más tarde que los aportados para la madrileña.

Cuando las nodrizas devolvían las criaturas se anotaba la entrega. Si volvían a salir con otra ama se hacia un nuevo asiento de salida y se les libraba lo estipulado, excepto en los casos en que los críos estuvieran desmejorados por falta de cuidado o que la devolución fuese antes de cumplir un mes en poder de la nodriza. En esos casos, la Junta de Damas no les satisfacía cantidad alguna.

Sobre los pagos mensuales había ciertas formalidades conducentes, como las anteriores, al control de nodrizas y expósitos. Para las nodrizas de fuera de Madrid bastaba que el marido o persona de confianza presentase una certificación del cura párroco por la que constase que el expósito vivía y estaba bien cuidado. Las amas de Madrid, en cambio, cuando venían a cobrar debían presentar el crío con el pergamino y collar al cuello que llevaban todos los expósitos.

Los niños lactaban hasta los 18 meses si estaban robustos y con una dentición adelantada, sino se podía prorrogar por el tiempo que el facultativo estimase oportuno. Los destetes pertenecían a la Inclusa hasta los 7 años. A esa edad pasaban al Real Colegio de los Desamparados si eran niños y al Colegio de Nuestra Señora de la Paz si eran niñas. Hasta ese momento se pagaba a las nodrizas, es decir, desde que se les destetaba hasta los siete años, unos 24 reales mensuales. De su cuenta corría el resto de la asistencia que debía recibir un párvulo. En Valladolid, donde se seguía este mismo sistema, los salarios eran, en cambio, inferiores porque desde los 18 meses hasta los 7 años las amas cobraban unos 15 reales, en razón de alimentos. En Segovia, por los destetados a los 15 meses, cobraban unos 20 reales mensuales hasta los 7 años. En Santander, la distribución era algo más complicada: cuando cumplían 4 años los 20 reales que recibían las nodrizas se reducían a 15 hasta los 7 años, después hasta los 9 años de las niñas y los 10 de los niños cobraban 10 reales (1849).

Si los niños morían, las amas de los pueblos debían acreditar el fallecimiento con una certificación del párroco.

Cabía la posibilidad de prohijar a los expósitos por parte de quienes los criaban, esperando a la edad de siete años por si sus padres reclamaban sus derechos.

Las nodrizas madrileñas eran más escrutadas o vigiladas que las de los pueblos por razones de proximidad y también porque en la ciudad se consideraba que mayores males podían asediar a los expósitos. Parece como si la urbe fuese más propicia para el fraude, las malas costumbres y la picaresca. Se dieron ciertas reglas para las señoras celadoras de la conducta de las nodrizas de la capital madrileña. Para el campo también se establecieron mecanismos de control, a través de las ya mencionadas señoras consocias de los pueblos, los párrocos y las visitas más o menos periódicas de los facultativos.

En todas estas disposiciones y memorias subyacía una consideración ambivalente hacia las amas de cría, fruto de la concepción paternalista de estas damas de la aristocracia y de la alta burguesía. Por un lado, se decía que debían ser tratadas con cariño y afabilidad, procurando interesarlas en la importancia y beneficios de su tarea. Por otro lado, se exigían muchos requisitos para que pudieran amantar a un expósito, fruto de la preocupación por el niño y su crianza, pero también producto de una desconfianza congénita hacia estas mujeres de condición humilde o “ínfima”, como se decía en aquella época. Pero conviene tener en cuenta que también hubo mucha picaresca y los descuidos fueron patentes: se sacaban expósitos para desahogar los pechos de la leche detenida o enferma en beneficio de otros niños, hubo malos tratos, tráfico fraudulento de los pergaminos que se entregaban con los expósitos, olvidos a la hora de vacunarlos, abandonos totales y descuidos en la educación, etc…  Uno de los fraudes más comunes entre las nodrizas rurales consistía en seguir cobrando los emolumentos por sus criaturas una vez que éstas habían fallecido. La Junta de Damas decidió girar una circular en el año 1840 a las Justicias de los pueblos donde había expósitos para que remitiesen una razón exacta de las nodrizas y expósitos porque se habían detectados algunas irregularidades

A la hora de comprender en su totalidad la realidad de las nodrizas externas, conviene tener en cuenta, por fin, sus circunstancias personales, propias de un colectivo humano no favorecido, y que tienen mucho que ver, además con la cuestión de los salarios. La Marquesa de Villafranca, en la Memoria que hemos mencionado, consideraba que, siendo el interés el único resorte que movía a estas mujeres, era preciso animarlas de dos maneras: el pago puntual de lo establecido, porque era frecuente que se retrasasen los pagos, y también con alguna distinción o prerrogativa que las estimulase y las liberase de alguna carga, reclamando la colaboración del Gobierno. Pascual Madoz, por su parte, abogaba por que se elevara el sueldo a las nodrizas de la Casa de Expósitos de León: cobraban entre 18 y 8 reales a la altura de 1846-47, y pedía que se subiesen a una banda de entre 18 y 24 reales. El problema era la financiación de estos establecimientos, que solían, a la altura de los años centrales del siglo XIX, cerrar sus ejercicios con permanentes déficits.

Las nodrizas de la Inclusa madrileña en el XIX