relatos

La China

Lo llamábamos La China. Se llamaba así. No era un barrio, aunque ahora está habitado y es también parte de un parque enorme que lleva un hermoso nombre. Parque Enrique Tierno Galván. En el Cerro de la Plata, el dominador de La China. Ahí está ese parque, al que le incomoda un poco la rabia de la EmeTreinta. Pero quedémonos en La China, el colmo de la ciudad, el culmen, su arrabal. El de mi parte conocida de la ciudad. Su límite.

Lo llamábamos La China al descampado enorme donde íbamos a... ¿A qué íbamos a La China? El caso es que lo llamábamos así pero probablemente La China fuera sólo donde estaba la depuradora, la primera de Madriz, que aún resiste su eternamente postergado desmantelamiento.

La China. ¿Nos vamos a La China? Y nadie se entretenía en discutir si donde íbamos estaba cerca de la Estación de Tren de Delicias, hoy Museo del Ferrocarril, y aún más allá, al Cerro de la Plata, hoy, ya digo Parque Enrique Tierno Galván. Nadie. Íbamos y ya está. No había geógrafos entre nosotros. Sólo niños. Y además varones. Ninguna niña. No a la hora de ir a La China. Que yo recuerde. Es decir, no.

No recuerdo ir en invierno nunca, ni en verano, o no al menos cuando el verano madrileño, el de junto al río Manzanares, se hace con todo. Pongamos que solíamos ir en abril, en septiembre, a finales. Así.

En La China, lo repito, se acababa la ciudad. No se llegaba al campo, pero casi. Era una especie de purgatorio urbano donde había hasta una casa de putas entre dos cerrillos a la que nos daba cosa acercarnos salvo una vez en que… Pero mejor dejo eso para otro cuento. Mejor.

Claro que, llegado hasta aquí, hasta este párrafo, el sexto de esto que tengo que lograr aún que dé en ser un cuento, no he decidido todavía qué es lo que te voy a contar, exactamente. Aunque, bien mirado, más que un asunto de decisión se trata de un asunto de escarbar. En mi memoria. Quedémonos sobre uno de los cerros, de los enormes montículos de lo que llamábamos La China. Subidos a él con la vida por delante como si lo que desde allí oteáramos fuera el porvenir. Miremos hacia Madriz o hacia el campo, hacia Villaverde Bajo, hacia yo que sé. Resplandezcamos un instante al sol caliente pero amable de un otoño madrileño, al sol de meseta de una breve primavera urbana en el centro de España. Puede que Franco ya esté muerto. Puede que hasta lo hayamos matado nosotros con nuestra ignorancia. Puede que del pasado no quede más que este cúmulo de tierra imposible encima de la cual juego con mis amigos a que con el pasado se puede hacer lo que a uno le dé la real gana. A que en el presente los días siempre pueden con las noches. Juguemos. Seamos libres. Juguemos a ser libres. Y serlo.


(Nota final: ayer estuve allí, y mirando vías de tren, la antigua estación de Delicias… caí en la cuenta de que, en realidad, lo que decíamos era ¿Nos vamos a La Renfe? Pero no pienso tocar el cuento. El cuento no se toca.)