jueves. 18.04.2024
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Konstantin Kapidagli: Selim III en audiencia, 1789

Viena, 1683

Durante los dos meses que duró el sitio de la ciudad de Viena en 1683, el enorme ejército del Imperio Otomano acampó muy cerca de sus murallas. Es de suponer que las bandas de música de los jenízaros, su principal fuerza militar, entretuvieron la espera con repetidos intentos de rendir a los vieneses por agotamiento con un arma potente de la guerra psicológica: sus ruidosas marchas, puntuadas por un ritmo obstinado y abundante apoyo de tambores, címbalos y otros instrumentos de percusión. Tras intentarlo en 1590 en su arrollador avance hacia el centro de Europa por el valle del Danubio, esta era la segunda vez que los turcos trataban de conquistar Viena. Este intento de 1683 terminó con una severa derrota en la batalla de Kahlenberg, en las afueras de la ciudad. La victoria de la casa de Habsburgo significó el principio del fin del Imperio Otomano. Austria pudo arrebatar Hungría a los turcos, que la habían mantenido en su poder desde 1485 y éstos empezaron a perder terreno en las posesiones que había adquirido desde las puertas de Europa hasta la lejana Persia. Tuvieron que ceder territorios a Austria, Venecia, Rusia y Polonia por un tratado firmado en 1699, conocido como la Paz de Karlowitz y sufrieron desde entonces la presión de los pueblos balcánicos y árabes a los que habían sometido en su período de mayor esplendor hasta culminar, entre otras derrotas, con la pérdida de Grecia en 1830.

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Franz Weffels: Asedio de Viena, 1683

Algún recuerdo de las atronadoras bandas jenízaras de 1683 tuvo que quedar en la memoria colectiva de los vieneses cuando un siglo más tarde volvemos a oír los mismos ritmos y los mismos timbres en la música de los grandes compositores del clasicismo. Mozart estrenó El rapto del serrallo en 1783, poco después de su llegada a Viena desde Salzburgo. Deseaba darse a conocer como compositor de ópera y eligió un tema de moda en la sociedad europea: “el turco que canta”. El ritmo característico de las marchas de los jenízaros aparece desde los primeros compases de la obertura y se encuentra en otras obras del gran compositor: en el rondo alla turca del concierto en La mayor para violín y orquesta, K. 219, y sobre todo en el segundo tema del allegrettofinal de la sonata para piano, también en La mayor, K. 331, popularmente conocido como “la marcha turca”. Pero Mozart no fue el único en cultivar la moda otomana. Otros compositores como Gluck o Haydn incorporaron temas turcos a sus óperas y Beethoven hizo también una breve incursión, quizá como homenaje a Mozart, en su marcia alla turca  de la música incidental para Las ruinas de Atenas. Para no hablar de la fascinación que causó en compositores como Haendel o Vivaldi el tema del Gran Tamerlano, el emperador mongol que humilló en 1402 al sultán Beyacit I en la batalla de Ankara, que también inspiró más tarde a Rossini. El período entre 1683 y 1820 es el marco temporal de esta curiosa invasión del sonido turco en la música europea. Si mientras el Imperio Otomano avanzó sobre el continente y el Mediterráneo “el turco” era visto como el enemigo por antonomasia, el “azote de Dios” como lo llamó Martín Lutero, en el siglo de la Ilustración, cambió la óptica. Derrotados los turcos de momento, la intolerancia religiosa se relajó algo y fue reemplazada por un agudo interés intelectual, la curiosidad por el Oriente que reflejan, entre muchas otras obras, las Cartas persas de Montaigne y la novela Zadig de Voltaire. Las óperas se llenaron de turcos apasionados, casi siempre personificados por un bajo profundo, más o menos ridículos como el Osmín de Mozart, más o menos crueles como los sultanes de comedia, presentados como irascibles y despóticos en el contexto de la efervescencia pre-revolucionaria contra la monarquía absoluta que iba extendiéndose por Europa. Turquía, no siempre bajo una luz positiva, se había incorporado a la cultura europea, había dejado de representar al “otro” absoluto. Cuando Francia ocupó primero Egipto (brevemente en 1798 al mando de Napoleón) y más tarde Argelia (para quedarse desde 1830) en el contexto ya de la decidida expansión colonialista europea, se acabaron las bromas sobre los turcos. La última ópera con este tipo de temas se estrenó en París en 1826 y fue precisamente L’Italiana in Algieri, de Gioachino Rossini.

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John F. Lewis: Seraglio, 1873

Los vientos del Este y los del Oeste se han alternado en la historia de Turquía produciendo grandes vaivenes que han  marcado la inclinación del país hacia la civilización asiática o hacia la europea, con Constantinopla en el centro recibiendo las influencias de ambos mundos. La proclamación de la república turca en 1923 fué el penúltimo de estos bandazos, seguramente el cambio más radical en esta oscilación secular, sólo comparable a la caída de la capital en manos de lo turcos otomanos en 1453, tras haber sido  durante un milenio la sede del Imperio Romano. El líder de esta revolución, Kemal Atatürk, tras vencer una dura guerra de liberación contra las potencias ocupantes, vencedoras de la Gran Guerra, impuso una radical occidentalización de lo que había quedado en pie de su país tras la larga desintegración del Imperio Otomano. Trasladó la capital a Ankara e inauguró un régimen de nueva planta, una república nacionalista laica, nuevas vestimentas e incluso un nuevo alfabeto que sustituyó a la escritura árabe tradicional. Adoptó una interpretación unidimensional de la historia, una nueva identidad turca excluyente de las lenguas y las culturas específicas de las minorías con las que los turcos habían coexistido en el seno del Imperio. Esta revolución alcanzó notoriamente el campo de la cultura y muy especialmente el de la música. El régimen quiso abandonar la música tradicional, de raíces árabes y persas, que era y sigue siendo monofónica, pues no experimentó una evolución similar a la de la música occidental desde la monofonía medieval a la polifonía y la armonía. Atatürk, de acuerdo con esa ideología nacionalista, quiso combinar en una síntesis las tradiciones turcas con los avances de la música europea. Para ello, envió a un grupo de jóvenes músicos de talento a las principales capitales para formarse de acuerdo con las técnicas modernas. Entre ellos destacó Ahmed Adnan Saygun, que fue discípulo de Vincent D’Indy en la Schola Cantorum de París, y Cemal Resit Rey, un pionero en la música turca polifónica, que estudió con Gabriel Fauré y ejerció en Estambul como pianista, director de orquesta y profesor de los más jóvenes. Entre ellos estaba la dinámica pianista y compositora Yüksel Koptagel, nacida en 1931, a quien conocimos hace unos años en Estambul. Es una típica representante de la generación que recibió esta educación musical derivada de los nuevos aires culturales de la república turca. Alumna también de Nadia Boulanger en París y de Joaquín Rodrigo en Madrid, Yüksel se identifica con el régimen republicano y subraya hasta qué punto los turcos europeizados se habían alejado de las tradiciones culturales del imperio musulmán. Su familia estaba del todo integrada en el cosmopolitismo de Pera, la sección europea de Estambul, con sus escuelas griegas, francesas e inglesas y sus centros de culto de las diferentes religiones. Su música es pues europea pero con amplio uso de ritmos, temas y una atmósfera inequívocamente turca. Así se puede percibir sobre todo en su composición “Tamzara”, premiada en París en 1958. Bajo influencia española compuso sus Impressions de Minorque y el Epitafio, una canción basada en un poema de Juan Ramón Jiménez.

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Johan Nepomouk della Croce: La familia Mozart, 1780

Ahora bien, este fuerte viento del Oeste que trajo el régimen de Atatürk en el siglo XX no era enteramente novedoso en el país, ni podía suplantar totalmente a la parte de la población turca que conservó su identidad musulmana. Los impulsos de reforma del Imperio Otomano datan de muy atrás. Un siglo antes de la proclamación de la república de 1923, el sultán Mahmut II había impulsado la reforma del estado otomano, cuya descomposición venían propiciando en aquel entonces las potencias europeas dominantes tras las guerras napoleónicas, una decadencia que estaba igualmente agravada por fuertes tendencias disolventes protagonizadas por los pueblos sometidos y las minorías étnicas en el interior del propio imperio. Mahmut intentaba consolidar así los intentos de su antecesor el sultán Selim III, que había accedido al poder en 1789, coincidiendo con la Revolución Francesa, cuyas ideas inspiraron en alguna medida su proyecto para modernizar el poder, que veía como único medio de perpetuar la dinastía otomana. Mahmut II comprendió mejor que Selim que la modernización del país no podía tener éxito mientras siguieran en pie las poderosas instituciones que desafiaban tradicionalmente el poder del Sultán. Por eso, en 1826 acabó con gran contundencia con los jenízaros, la fuerza de infantería imparable que proyectó a los otomanos hasta las puertas de Viena tras la derrota del Imperio Bizantino y se habían ido convirtiendo en un estado dentro del estado. Consiguió también debilitar el poder de los ulemas, los líderes religiosos musulmanes, que si bien respetaban su autoridad teórica como “califa” de los creyentes, no estaban dispuestos a renunciar al control sobre  la sociedad turca. Lo mismo hizo con los poderes locales de carácter feudal que se habían establecido con el tiempo en las provincias y, además, centralizó la administración y reformó la sanidad y la educación según el modelo francés. En fin, quiso contribuir personalmente a la importación de las costumbres europeas, relajando el protocolo y participando en la vida de la sociedad para acortar la tradicional distancia del trono imperial con sus súbditos.

Su reforma más importante fué, naturalmente, la de las fuerzas armadas. Para poder acabar con los jenízaros creó pacientemente durante años un ejército paralelo con instructores europeos, siguiendo el ejemplo de lo que había hecho el zar de Rusia para resolver un problema similar. Este nuevo ejército,  fiel al sultán, fué el que, con artillería de importación francesa, asestó el golpe de gracia a los jenízaros. Y como parte de esta reforma del ejército era preciso también crear una banda militar inspirada en el modelo europeo. El encargado de formar y dirigir esta banda militar de nuevo cuño fué Giuseppe Donizetti, hermano mayor de Gaetano, el famoso compositor de ópera italiano. Aparte de músico, este Donizetti era militar y había servido a Napoleón Bonaparte, por lo que tras la derrota del emperador francés tuvo que buscar nuevos horizontes. Llegó a Constantinopla en 1828 y se estableció allí de por vida. No solo creó la banda militar sino también una orquesta imperial y escuelas de música en las que se formaban los jóvenes de clase acomodada e incluso algunas mujeres del harem. Así se convirtió,  hasta su muerte en 1856, en el alma de la nueva vida musical del Imperio. En honor del sultán Abdülmecid I, sucesor de Mahmut, compuso el primer himno nacional otomano, cuyo ritmo recuerda sospechosamente a la música de los jenízaros. Promovió además la creación de un teatro de ópera en el sector europeo de Estambul, en la Grande Rue de Pera, la popular avenida Istiqlal de hoy, frente al liceo Galatasaray. Este Teatro Bosco, también llamado Naum por el nombre de los hermanos de origen armenio que lo fundaron, se inauguró en 1841 con la representación de la Norma de Bellini y mantuvo durante muchos años una temporada regular de ópera. El sultán acudía con frecuencia a las representaciones y a los bailes de las embajadas europeas y algunas veces los organizaba también en sus palacios a orillas del Bósforo. Como maestro de ceremonias de la música imperial, Donizetti acompañó al embajador de Austria a recibir a Franz Liszt cuando éste llegó a Constantinopla en 1847, en la cumbre de su carrera como concertista virtuoso. Según se dice, Liszt se enamoró de la ciudad y permaneció en ella cinco semanas viviendo en el número 19 de la  calle de Polonia (hoy llamada Nur-u Ziya), muy cerca de la embajada de Francia. Dio numerosos conciertos en la corte y en los teatros y atrajo a Estambul a dos discípulos suyos, de origen húngaro como él, que se afincaron en la ciudad y popularizaron la enseñanza de la música clásica. Cual no sería el furor de esta música europea que, años más tarde, el sultán Murad V se atrevió a componer algunas piezas clásicas y quiso publicarlas. Su reinado fue corto, seguramente por otras razones: sólo duró del 30 de mayo al 31 de agosto de 1876.

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Milkos Barabas: Franz Liszt, 1847

Giuseppe Donizetti fue elevado al rango de “pachá”, título honorífico que se reservaba normalmente para los generales del ejército y los gobernadores. Por su parte, Liszt fue condecorado con los máximos honores y recibió valiosos regalos. Por cierto, cuenta una leyenda urbana que su estancia en Estambul había empezado mal, pues la policía le detuvo a su llegada por error, creyendo que  era un impostor que intentaba suplantar la personalidad del gran pianista. Que fuera detenido no está confirmado, pero lo que sí es seguro es que, según lo contó el mismo Liszt muchos años después, alguien llamado Listmann, pianista también, había dejado caer la segunda sílaba de su apellido cuando llegó a Estambul, con lo que consiguió ser contratado para dar una serie de conciertos y obtener pingües beneficios.

(Nuevos papeles de Volterra)


(MANSEL, Philip: Constantinople, City of World Desire, 1453-1924; ed. John Murray, Londres 1995.–LORD KINROSS: The Ottoman Centuries; HarperCollins, Nueva York, 1979.–WOLFF, Larry: The Singing Türk.Ottoman Power and Operatic Emotions on the European Stage; Standford Univ. Press, 2006.–WOODARD, Kathryn: Western Music in Turkey from the Nineteenth Century to the Present; en New Music Connoisseur –EGECIOGLU, Ömer: The Liszt-Listman Incident; en Studia Musicologica 49, 2008)

La marcha turca