viernes. 29.03.2024
OostendefromtheSpanishlines

Poco se ha hablado de la faceta militar de los gitanos. Por lo común, se les han considerado pacíficos, continuamente resignados y sumisos a unas leyes que buscaban su anulación como etnia y cultura. Sin embargo, no podemos tomar estas actitudes como algo generalizado en el colectivo gitano de la Edad Moderna, dado que, salvo escasas excepciones, el papel de los gitanos como militares voluntariamente alistados al servicio del rey de España y su organización interna, no ha sido investigado con toda la profundidad que merece.

Centrándonos en el siglo XV, durante la etapa de penetración, exploración y peregrinaje en la península Ibérica, la forma de vida nómada de las primigenias comitivas de egipcianos y grecianos requería de unas estrategias defensivas y de una estricta organización interior. Al frente de estos grupos se hallaba un capitán, autodenominado conde o duque, encargado de administrar justicia y establecer, tanto los destinos como las maniobras de la compañía que comandaba. Para ello, se dotaba al grupo de una estructura cuasi militar por medio de espías, centinelas, grupos exploratorios, etc., convirtiendo en pequeños ejércitos los grupos compuestos de al menos medio centenar de personas.

Esta disciplina y organización, junto a la forma de vida austera y a la resistencia que ofrecían a las inclemencias del tiempo, favoreció una larga lista de habilidades que resultaron imprescindibles en los campos de batalla de la época, muy valoradas por algunos responsables de los alistamientos de soldados con destino a Flandes, entre los que sobresale Gaspar de Bracamonte, futuro virrey de Nápoles, quien destacó cómo eran “todos de natural duro, acostumbrados a sufrir los tiempos, ágiles para manejar los caballos, y más ejercitados que otros en el uso de los arcabuces”.

Todas estas cualidades facultaron a los gitanos para combatir como jinetes y a pie, tanto cuerpo a cuerpo como a distancia. Sin embargo, tras haber sido explotadas por los ejércitos españoles hasta el primer tercio del siglo XVII, su presencia acabó vedada por la misma desacreditación que provocaron las leyes promulgadas contra este colectivo.

Los gitanos en la rebelión de los moriscos de Granada

Aunque no podemos asegurar su participación en la conquista del reino nazarí de Granada, tal como especulan algunos autores. Sí en cambio, podemos afirmar su intervención en la sublevación de los moriscos. Conflicto en el que se hallaron, por ejemplo, Carlos de Bustamante y Francisco del Campo, obteniendo más mal que gloria, puesto que a uno le quedó como secuela el quedar uno manco de una pierna, y el otro, de un brazo, tal como expresaron en 1573 con ocasión del pleito que hubieron de entablar para recuperar sus vecindades en las villas navarras de Falces y Larraga, perdidas por haberse ausentado para sofocar la sublevación morisca.

A estos dos gitanos navarros hay que añadir un gitano cazorleño, abuelo de Sebastián Maldonado, del que hablaremos más adelante. Su papel en la guerra de Granada fue relevante, pues capitaneó una compañía, cuya bandera la guardaba aun su nieto en 1639, la que presentó infructuosamente como un mérito para obtener una patente para “juntar una compañía de doscientos hombres de su nación” y combatir en los Tercios de Flandes.

No es de extrañar el interés por conservar durante más de 60 años una bandera que suponía un testimonio de servicio al rey: una práctica habitual entre los gitanos, consistente en guardar celosamente todo aquello que fuera prueba de su integración y vida arreglada, especialmente los documentos referidos a avecindamientos y partidas de bautismo, testimonios siempre dispuestos a ser presentados a requerimiento de unas justicias que veían a los gitanos como unos presuntos delincuentes que contravenían constantemente las leyes promulgadas contra ellos.

Los gitanos flamencos

Finalizada la rebelión de los moriscos, los nuevos escenarios de batalla para estos soldados de fortuna se trasladaron a Europa. Así, en 1590, los gitanos navarros tratados anteriormente no tardaron en añorar los campos de batalla, y propusieron al señor de Luxa la formación de una compañía para atacar a los calvinistas franceses. En esta ocasión, Francisco del Campo, originario de La Mancha, echó mano de su curriculum militar y manifestó haber formado parte del alistamiento ordenado por el virrey navarro en Puente la Reina. Por su parte, Baltasar Montoya, junto con Diego Bustamante, su padre y tres hermanos, además de dos cuñados y cuatro sobrinos, afirmó haber servido durante más de veinticinco años en Flandes en la compañía de Alonso de Tauste, perteneciente al tercio de don Agustín Mejía.

Muchos fueron los acontecimientos que probablemente les tocaron vivir a estos gitanos en su aventura flamenca. Entre ellos, la batalla de Doullens, el sitio de Cambray y la defensa de varias plazas tomadas en la frontera francesa; pero sobre todo, la rapidez demostrada en 1593 con ocasión de la expedición de los 3.000 hombres de Mejía, empleando tan sólo 60 días desde Lombardía y Saboya hasta Namur. Las heridas y la muerte de cinco de ellos fue el precio que hubieron de pagar en tamañas hazañas.

Los servicios prestados por los gitanos en Flandes fueron recompensados por la corona por medio de la concesión de vecindades y la exención de las prohibiciones recogidas en las leyes promulgadas contra los gitanos. Así lo hizo Felipe III a primero de abril de 1620, al confirmar una real provisión fechada en Valladolid el 6 de enero de 1602, y conceder a Antonio de Moya, hermano de Baltasar de Bustamante y a sus demás hermanos, Baltasar de Rocamora, Juan de Montoya, Andrés de Flores y Marcos de Flores, un poder para avecindarse en la población que desearan y tratar libremente en ferias y mercados, cosa que hicieron en 1627 al tomar Alcalá la Real como lugar de residencia.

Pocos años más tarde, el 30 de diciembre de 1609, hallamos en España a Rodrigo Belardo y otros gitanos como Santiago, Pedro, Francisco, Juan, Alonso y Salvador Maldonado, tras la desmovilización de los tercios de Flandes. Imposibilitados de andar libremente por los diferentes reinos españoles pidieron amparo al rey, quien les extendió otra cédula real a su favor, donde les agradecía los servicios “hechos en los estados de Flandes con el archiduque Alberto, mi hermano, y en otras partes”, y les otorgaba “guarda y amparo, y defendimiento real” para que “los dejen estar y estén libremente sin pena alguna” sin impedirles “vecindad en cualquiera ciudad, villa o lugar de todos mis reinos y señoríos”, con lo que les eximía del contenido de las leyes antigitanas en vigor.

La vida de Rodrigo y sus compañeros no fue nada fácil, aún más tras haber quedado “cojo de la pierna derecha, y una herida en la frente entre las dos cejas”. Cicatrices gloriosas que no le libraron de su prisión en 1616, cuando yendo en una cuadrilla compuesta por una treintena de individuos, fue detenido en Mula junto a tres de sus hijos, inmersos en la búsqueda del también gitano Juan Martínez, para lo que portaban una requisitoria en la que se decía que Juan había matado al hermano de Rodrigo en Medina del Campo.

El regreso de los soldados licenciados de los Tercios a España no fue nada fácil. Buena prueba de ello fueron las frecuentes las peticiones dirigidas al Consejo de Castilla para obtener una ocupación, situación que lógicamente se agravaba en el caso de los soldados veteranos gitanos, siempre sometidos a un vecindario y a unas prohibiciones que se extendían a su forma de vestir, hablar, vivir y trabajar.

Esta inseguridad, junto al continuo control a que estuvieron sometidos, impulsaría su enrolamiento en el Ejército por muchos peligros que les acecharan. La represión que a partir de 1637 se ejercía sobre los gitanos, se plasmó dos años después en una redada que llevó a centenares de varones gitanos a las galeras españolas. No es de extrañar pues, que Sebastián de Sotopretendiera retornar como capitán de una compañía de doscientos hombres “de su nación” y prestar su experiencia como soldado:

“que yo he sido soldado en los estados de Flandes y he servido en ellos a su majestad, y en la Armada Real mucho tiempo. Y al presente me hallo ocioso y pretendo volver al Real Servicio. Y así ante V.S. ofrezco mi personal y propongo levantar en esta ciudad (Sevilla) y algunos lugares de la Andalucía, doscientos hombres de mi nación, sirviéndose su majestad darme patente de capitán de ellos”.

Además de la pretensión de ser capitán de una compañía, solicitaba igualmente se le concediera a “Alvaro de Soto el venablo de Alférez, y a Simón de Soto la alabarda de sargento”. Además ponía las siguientes condiciones:

“y asimismo sea de servir Su Majestad de dar Real Cédula para las justicias de las villas y lugares por donde pasase y levantase la dicha gente, me den el favor y ayuda que hubiere menester. Y Su Majestad ha de dar su palabra Real de no servirse de nosotros para otro efecto que para el ejercicio militar de la guerra. Y con estas calidades levantaremos la dicha compañía en dentro de un mes y medio, y será consecuencia para que otros hagan lo mismo”..

Promesa esta última que no hace más que confirmar la disposición de buena parte de la comunidad gitana a formar parte de los Tercios de Flandes, a servicio de un rey, que paradójicamente les asfixiaba de forma implacable.

La veteranía era un valor seguro en unos tercios descritos por María de Zayas como un “refugio de delincuentes y seguro de desdichados”. Sin embargo, la cada vez mayor desacreditación que recaía sobre el colectivo gitano hizo que en 1635 la presencia gitana en los Tercios de Flandes fuera inexistente tras la modificación del sistema de reclutamiento, pues se volvieron a implantar los llamamientos en forma de obligación militar de los municipios. Causa por la que seguramenteSebastián de Soto y Sebastián Maldonado no consiguieron la autorización para levantar las compañías pretendidas, aun cuando poner picas en Flandes era una empresa difícil y laboriosa, e incluso arriesgada. Así lo exponía Jerónimo Pérez del Pulgar a mediados de mayo de 1639, al relatar cómo su hermano “tuvo que salir “con media docena de pedradas, casi de milagro” en Málaga, por haberse amotinado las víctimas de las levas forzosas, causa que espantaba “a los que se hallan libres y las justicias no hallan de quien echar mano para sus levas forzosas”.

Los problemas de recluta fueron creciendo en el tiempo, pues apenas un mes más tarde, el conde de Santa Coloma advertía alarmado de la “necesidad de gente veterana y dinero con toda prontitud, que si bien lo van haciendo bien las provincias, todo es poco para resistir la fuerza del enemigo, que es muy superior”.

Tan dramática situación y los informes favorables de Gaspar de Bracamonte y el conde de Salvatierra, no bastaron a la hora de admitir la pretensión de los gitanos. Salvatierra, aun compartiendo los mismos prejuicios que impedían la presencia gitana en los tercios, no halló inconveniente y razonó su opinión en los siguientes términos:

“la gente que ofrece y para cómo están los tiempos no será mala, pues queda a disposición de su majestad, que aunque con nombre de gitanos hay muchos que no lo son, y que se recogen entre ellos por vivir con libertad, y que todos son mozos de campo y se ejercitan en las armas; y se consigue con llevarles dos cosas muy importantes. La una es echar ladrones de la tierra; y la otra, el servicio de su majestad”.

Gaspar de Bracamonte sería más tajante y preciso en su informe a Fernando Ruíz de Contreras, si bien admitía “que puede tener inconvenientes, además de la indecencia”, el recibir “gente tan desacreditada como ésta”, algo que ante “las ocurrencias de aprieto grande suelen dispensar mayores impedimentos que éste”, aun cuando existían precedentes de haberse hecho“capitanes, bandoleros de muchos años”, por lo que discurría “que de esta gente se podrían formar dos o tres compañías de dragones que sirviesen en este manejo muy útilmente, por ser todos de natural duro, acostumbrados a sufrir los tiempos, ágiles para manejar los caballos, y más ejercitados que otros en el uso de los arcabuces”.

Al igual que el conde de Salvatierra, Bracamonte señaló el fracaso de las leyes promulgadas contra los gitanos y el daño que había producido:

“también que por este camino podría libertarse el reino de este género de gente, con mejor efecto del que han obrado tantas leyes y pragmáticas hechas con este intento, que sólo han servido de hacerlos más perversos, con la desconfianza, obligándolos con la persecución que padecen en los pueblos a que se retiren a los montes con mayor perjuicio de la república”.

Esta argumentación describe la complicada situación en que se hallaban los gitanos españoles En esas fechas, arrinconados e indefensos, estaban expuestos al cada vez más estrecho cerco que les ponía cada nueva ley, siempre más restrictiva que la anterior, así como al celo represor de las justicias locales, siempre ávidas de obtener substanciosos ingresos a través de los procesamientos incoados contra los gitanos, pues además de efectuar el pago de las costas, perdían cuantos bienes llevaran en el momento de la aprehensión.

La redada de gitanos varones iniciada en mayo de ese mismo año, confirmó la precariedad que estos antiguos soldados de los Tercios pretendían eludir. Desde 1639, aun incluso desde algunos años antes, las galeras de la escuadra del Mediterráneo se llenaron de forzados gitanos. El resultado de esta represión no podía más que traducirse en odio y desconfianza. Expresiones de un conflicto étnico que había hecho estallar a Gaspar de Malla Bustamante en 1590, cuando viéndose acosado por los vecinos de diferentes pueblos navarros, huyó con su cuadrilla gritando: “mala pestilencia mate al Rey que así nos persigue”.

La clandestinidad a la que quedaron condenados muchos gitanos fomentó la formación de cuadrillas, en las que antiguos combatientes en Flandes pudieron aportar sus conocimientos militares, a cuyos cabecillas se les tituló habitualmente como capitanes, tal como hacía Pedro de Villalobos en el caso de Santiago Maldonado:

“cuando caminaba, iba delante de todos en forma de capitán, haciéndoles guía. Y para representarlo mejor, traía banda de tal capitán, y clarín o trompeta, en la dicha compañía con que caminaba en son de guerra; y con que los llamaba cuando estaban esparcidos. Daba pasaportes o salvoconductos a los que tenía por amigos, para que los demás Gitanos no le hiciesen agravio”.

Las acciones militares de Santiago Maldonado fueron tan notables que logró apoderarse y saquear varios pueblos, derrotando incluso a una tropa de soldados que habían acudido en socorro de los vecinos de Ciudad Rodrigo.

Por último, y sólo como especulación, es interesante conectar la presencia gitana en Flandes con dos asuntos controvertidos. Uno es el origen de la misma palabra flamenco para designar el cante y el baile mayoritariamente practicado por el colectivo gitano. La otra cuestión es sugerir una explicación a la existencia de una importante población de gitanos y gitanas rubios con ojos azules. Está demostrada la existencia de mujeres acompañando a los soldados, y que, según el especialista en el Antiguo Régimen Antonio Domínguez Ortiz, parece se produjo un alto porcentaje de matrimonios mixtos entre españoles y flamencas.


Fuente: Anatomía de la historia

Los gitanos españoles en los tercios de Flandes