viernes. 26.04.2024
hilaryydonald

No hace mucho tiempo fue común decir que había escasas diferencias entre republicanos y demócratas, las dos principales fuerzas políticas en los Estados Unidos de América. Parecía que existía un consenso basado en una serie de valores comunes y en una gestión centrista. Hoy en día es más difícil mantener esta afirmación.

La historiografía más reciente sobre Estados Unidos ha venido a explicarnos que la pluralidad de la sociedad estadounidense se reflejó también en el campo de las ideas políticas. Entre los diversos factores explicativos sobre esta afirmación podríamos citar varios. Por ejemplo, la diversidad de origen de las poblaciones que acabaron llegando a suelo norteamericano. Las poblaciones europeas trajeron consigo un rico bagaje ideológico, por esta razón sí encontramos presencia de socialistas y anarquistas, por mucho que algunos intelectuales, como Werner Sombart (1863-1941), lo negaran. Los hispanos o afroamericanos también han elaborado propuestas ideológicas propias, adaptando las principales corrientes ideológicas a sus necesidades en una sociedad racialmente segregada hasta bien entrado los años sesenta.

Las candidaturas presidenciales y los propios presidentes han sido uno de los factores históricos que más han contribuido a la evolución y pluralismo ideológicos en Estados Unidos. La importancia concedida a la figura presidencial no ha sido siempre igual, pero los cambios en su percepción han sido determinantes en los cambios dentro del pensamiento político. Veamos cómo.

En principio, era deseo de los Padres Fundadores no lastrar al país con luchas entre “facciones” políticas (el término “facciones” era el utilizado en una época anterior a los partidos de masas). Bajo sus ideales “republicanos”, basados en la virtud, el gobierno de los mejores y en el equilibrio, bastaban unos cuantos hombres justos que guiarían a la recién nacida nación por la senda del progreso y sin quebrantar la voluntad del pueblo. Pero tras la presidencia de George Washington, terminada en 1797, empezaron a surgir corrientes más o menos afines a uno u otro candidato al cargo de presidente. Supuestamente, existía la idea de que la figura del Presidente era la de un gestor de las medidas del Congreso y un referente unitario para la nación, pero sin un contenido propio.

Las dos corrientes políticas que surgieron entre finales del XVIII y principios del XIX, “federalistas” y “republicanos”, parecían diferenciarse por cómo interpretaban el legado de la independencia y su actitud más o menos recelosa, en el primer caso, y entusiasta, en el segundo, respecto a la Revolución Francesa (1789-1799). Más la diferencia real fue que unos apoyaron al presidente John Adams (1797-1800) y otros al presidente Thomas Jefferson (1800-1809). Si observamos sus gestiones, abunda el pragmatismo, por lo que los primeros grupos políticos se convirtieron en grupos de presión a favor de uno u otro candidato.

Prácticamente, esto es lo que observamos a lo largo de todo el siglo XIX. En esta centuria no se puede hablar de partido político, tal y como lo entendemos hoy en día. Los partidos políticos eran grupos de notables, de gente influyente reunida en torno a una serie de principios vagos e intereses necesariamente concurrentes. Lo importante era armar una coalición de diferentes minorías en torno a un candidato. En buena medida, hoy en día ese carácter de coalición de diversos intereses e incluso cierto toque elitista sigue definiendo a los partidos políticos en Estados Unidos. Es lógico, en un país tan diverso, que no exista una mayoría clara en cualquier aspecto que pudiésemos pensar, tales como la religión, la etnia, la actividad económica o la posición social. Las alianzas son necesarias y un líder también, en la figura del Presidente, se articula políticamente este hecho. Por este motivo, la figura presidencial acabó acumulando mayores poderes y siendo el centro del sistema político estadounidense. Si nos fijamos en los dos grandes partidos actuales, ambos fundados en el siglo XIX, veremos dos ejemplos ilustrativos.

Por un lado, el Partido Demócrata, fundado en 1828, fue una plataforma para la candidatura de Andrew Jackson (1829-1837), pero durante la presidencia de éste marcó la formación de una coalición entre sureños y reformistas partidarios de la extensión del sufragio. Esto se mantuvo hasta la llegada de Franklin D. Roosevelt al poder durante los años 30 del siglo XX.

El Partido Demócrata fue el de la esclavitud pero también el de hombres de progreso como Jennings Bryan (1860-1925) o el presidente Woodrow Wilson (1913-1921). No es extraño ver estas contradicciones dentro de los partidos, porque la práctica política se basaba y se basa en contentar a unos y otros, en elegir al que es capaz de aunar y sumar en la práctica democrática. Jackson o Wilson fueron reformistas y belicistas, autoritarios y defensores de la voluntad popular, el símbolo de toda fuerza política estadounidense: carisma, maquinaria electoral y unión de intereses.

Por otro lado, el Partido Republicano nació, en 1854, de los deshilvanados restos de los whigs (una agrupación de industriales de la Costa Este) y de ambiciosos hombres de frontera con un espíritu de libertad fuertemente inculcado en sus mentalidades. Su objetivo principal fue la abolición de la esclavitud.

La evolución de este partido refleja otros dos aspectos convertidos en constantes dentro de la política estadounidense. En primer lugar, la presidencia de Abraham Lincoln (1861-1865) confirmó al presidente como un referente moral y casi mesiánico de la nación. Pero, en segundo lugar, esta idea se basaba en la existencia de una persona con suficiente “fuerza de carácter”, una especie de hombre elegido. Los que no eran un Lincoln, no fueron más que figuras de postín en una era, la llamada Gilded Age(1870-1900), donde las oligarquías del Partido Republicano colocaron presidentes, hicieron grandes negocios y consensuaron con los demócratas el no diferenciarse en nada salvo el nombre del candidato. El hecho fue que la inexistencia de un Estado totalmente desarrollado, la industrialización incontrolada y la corrupción política provocaron que hiciese falta un Presidente “fuerte” para imponer una agenda política diferente. Mas esa fuerza no debemos entenderla sólo en el carácter personal sino, ante todo, en las consecuencias que la expansión al Oeste, la sociedad capitalista y la aspiración de renovación nacional trajeron los últimos años del siglo XIX.

1094932-300x274Desde 1898, año en el que Estados Unidos empezó a hacer valer su poder internacionalmente, y a lo largo de todo el siglo XX, la creación de una sociedad de masas condujo a la mutación ideológica de los partidos. Pero si ésta es la causa estructural, la causa directa y factual es la elección de unos determinados candidatos presidenciales y su triunfo o fracaso. Las críticas a los “barones” industriales y bancarios, el movimiento obrero y la proliferación de un liberalismo más social hicieron que surgieran nuevos movimientos políticos como el “populismo” (basado en la idea nativista de defensa de los más desfavorecidos, siempre y cuando fueran puros americanos blancos y protestantes), el “progresismo” (reforma social y regulación industrial) o el “socialismo” (obrero pero en su versión estadounidense tendente al sindicalismo y la negociación). Estos movimientos encontraron en determinados presidentes, por ejemplo Theodore Roosevelt (1901-1909) o Franklin D. Roosevelt (1932-1945), a sus adalides.

En un proceso de convergencia entre demandas desde abajo, cambios desde arriba y protagonismo internacional debido a las dos grandes guerras mundiales, el Estado fue asumiendo poco a poco un rol muy importante y la administración, de la que el Presidente era su cabeza, se ensanchó a la medida del nuevo imperio. La Gran Depresión (1929-1941) conllevó la creación los mimbres básicos del Estado del bienestar y una nueva coalición entre reformistas, obreros y blancos sureños que dieron al Partido Demócrata, el partido de F. D. Roosevelt, la predominancia política desde los años 30 hasta los años 60.

Arthur M. Schlesinger Jr. definió en 1973 la idea de la “presidencia imperial” que desde Roosevelt se venía dando en Estados Unidos. La figura del presidente se convirtió en el punto central del sistema político estadounidense. Al factor del Estado social se deben sumar, en pleno período de la Guerra Fría, las amplias potestades en política exterior, ya facultadas por la Constitución pero con un nuevo protagonismo dentro del enfrentamiento entre la Unión Soviética y Estados Unidos. Las presidencias de John F. Kennedy (1961-1963), Lyndon B. Johnson (1963-1969) y Richard Nixon (1969-1974) combinaron una amplia acción en labores interiores, por ejemplo el apoyo a los derechos civiles, como en cuestiones exteriores.

Sólo tras el escándalo del Watergate, pareció que el prestigio de la presidencia podía quebrarse. Pero fue una idea falsa, algo se quebró, pero no fue el poder ejecutivo. La victoria de Reagan en 1980 dio lugar a una mutación ideológica en los dos partidos, a la vez que mantenía todas las prerrogativas que los presidentes habían acumulado durante todas las décadas anteriores.

La oposición a este Estado social fue lo dio a los republicanos su seña distintiva, sobre todo con la presidencia de Ronald Reagan (1981-1989). La defensa del libre mercado, de los valores “puramente americanos” frente al desenfreno de los 60 y un claro intervencionismo internacional fue lo que el presidente Reagan logró transmitir como legado al partido, una coalición de evangelistas, empresarios y halcones neoconservadores. En la historia política de Estados Unidos, cada avance ideológico es una nueva era de consenso. Desde los años 30 hasta los 70 lo hubo en torno al Estado social, desde los 80 no se cuestiona abiertamente el neoliberalismo reaganiano. Entonces, ¿qué hizo el Partido Demócrata? Si hubo éste abandonado el intervencionismo económico, armó sus coaliciones electorales que han dado las presidencias a Bill Clinton(1992-2000) y Barack Obama (2009-2016), en base a un progresismo social, de defensa de las minorías raciales, sexuales y, más vagamente, económicas.

A pesar de las “guerras culturales” de los años 90, que no hacen sino demostrar la primacía de lo cultural sobre lo económico y de lo discursivo sobre las acciones, la política exterior y económica de las más recientes administraciones han sido muy similares. A esta aparente política de la centralidad, o “triangulación” en palabras del presidente Bill Clinton, le han surgido retadores en las caras del Tea Party, por la derecha, o de Occupy Wall Street, por la izquierda.

A falta de datos para poder hacer una valoración más certera, se pueden decir que estos últimos movimientos de cambio ideológico siguen bebiendo de corrientes del pasado sin plantear un verdadero cambio del sistema. La razón puede estribar en que el factor migratorio parece estar debilitado, salvo por el potencial demográfico de los hispanos. Pero la causa fundamental es que las funciones y valoración de lo que un presidente debe ser siguen siendo básicamente las mismas desde los años 30. Sigue siendo el líder carismático y cabeza de uno de los Estados más desarrollados administrativamente del mundo. Por lo tanto, cada nueva elección puede suponer un cambio ideológico o no, todo dependerá de las decisiones que el “hombre más poderoso de la Tierra” tome.


Fuente: Anatomía de la historia

Las elecciones presidenciales y el sistema de partidos en Estados Unidos