sábado. 20.04.2024
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Manifestación de "afirmación nacional" en la Plaza de Oriente, el 17 de diciembre de 1970

“El problema era precisamente que aquel régimen […] se veía desbordado por el propio dinamismo de la sociedad española y que, como la proliferación de conflictos mostraba, no servía para encauzar ordenadamente el pluralismo que hervía en el país. El régimen no era la solución: el régimen era el problema”.
JUAN PABLO FUSI: Franco. Autoritarismo y poder personal, 1985.


Aquel décimo primer Gobierno de Franco −el de octubre de 1969 que situaba como hombre fuerte y vicepresidente de hecho y presidente de derecho al almirante Luis Carrero Blanco−, se enfrentó a muy graves dificultades. Dificultades que no surgían de la coyuntura del momento sino que lo que hacían era nacer de la misma estructura del régimen y chocar con ella.

La agitación universitaria renacida en 1972, pero sobre todo las incesantes huelgas y luchas sindicales −que crecían a un ritmo vertiginoso tal que se pasaba de poco más de 500 en 1971 a más de 850 al año siguiente, y que incluso ocasionarían muertos en los enfrentamientos entre huelguistas y policías−, así como la extrema dureza de la situación en el País Vasco cada vez más exacerbada a causa del continuo crecimiento de ETA, mostraban a las claras la crisis del franquismo, anquilosado en la extrema edad de su patriarca y amenazado desde 1973 por la galopante crisis económica internacional que sumiría al régimen dictatorial en un hoyo donde la inflación se dispararía en el año 1974 hasta cifras insospechadas.

Pero centrémonos en los días finales de 1970 y en uno de los acontecimientos más significativos de aquellos tiempos a los que los especialistas suelen llamar del tardofranquismo.

En el mes de diciembre de ese año 70 tuvo lugar el que sería conocido como proceso de Burgos contra militantes de ETA, acusados de haber participado en el asesinato de tres personas. La agitación interior −que provocó que el día 4 de ese mes se declarara el estado de excepción en la provincia de Guipúzcoa para diez días después extenderlo durante seis meses a todo el país− y exterior reclamando primero la absolución y luego la conmutación de las seis penas de muerte que incluiría la sentencia fue de tal calibre que, lo que empezó siendo la excesiva forma que el régimen de Franco tenía de responder a la escalada de violencia en lo que ya se puede tachar de conflicto vasco, no arrojó sino aspectos negativos que dañarían aún más el frágil equilibrio de la dictadura. Y es que negativo era que la verdadera careta represora del régimen le fuera mostrada a las claras a esa nueva, y dinámica, sociedad que era capaz de convivir con el rigor dictatorial siempre que no le arrojara a su propia cara la vileza de la violencia intrínseca al franquismo. Y negativa era la imagen internacional de un sistema tan necesitado de la legitimidad de los occidentales con quienes pretendía emparentar una y otra vez.

El régimen solo fue capaz de darse esos golpes de pecho tan suyos, y el día 17 convocó otra multitudinaria manifestación en la madrileña plaza de Oriente para aclamar al dictador y reafirmarle como el líder capaz de contradecir a una comunidad internacional equivocada. Bueno, de eso y en este caso de claudicar y decidir el día 30 en Consejo de Ministros prácticamente por unanimidad cambiar las penas de muerte sentenciadas dos días antes por las inmediatamente inferiores. Franco asumió aliviado la decisión de sus ministros, sin necesidad de pronunciarse. Pero el fracaso de su sistema era absoluto, pues el proceso de Burgos había vuelto a mostrar su aspecto más tétrico a sus súbditos y su falta de legitimidad occidental a sus vecinos y socios internacionales. Y, eso sí, donde el franquismo había perdido casi todos los apoyos que le podrían quedar fue en el vapuleado País Vasco, hasta el punto de que a ojos de los más destacados investigadores la política aplicada en ese territorio por los estertores del franquismo fue un mayúsculo y abismal error histórico.

Se puede decir que aunque lo que se pretendió fue escarmentar, de la manera que el régimen sabía escarmentar, al activismo político independentista, al terrorismo, vaya, lo que ocurrió fue un auténtico proceso al propio franquismo, dado el inusitado interés que la apertura informativa concitó.

Datos estadísticos que hablan del despliegue represivo del régimen en el País Vasco, inmediatamente anteriores al proceso burgalés: en el año 1969 se detuvieron en esa región a 1.953 personas, 890 de las cuales denunciarían malos tratos y 510 incluso torturas; y el Tribunal de Orden Público procesó a 93 ciudadanos en tanto que 53 pasaron directamente a la justicia militar.

En 1971, la conflictividad continúa, e incluso hasta la Iglesia católica, reunida en septiembre en una asamblea conjunta de obispos y sacerdotes, presidida por el cardenal arzobispo de Toledo y primado de España Vicente Enrique y Tarancón, debate sobre su implicación en el régimen franquista y la mayoría de los reunidos reconoce que la institución no sirvió como reconciliadora durante la Guerra Civil. Y la violencia aumenta, no sólo la de ETA, porque nace incluso una nueva organización terrorista que acabará por convertirse en el maoísta Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP), decidida a acabar por la fuerza del terror con el régimen, aunque no es hasta dos años después cuando se cobra su primera víctima, un policía.

Resulta evidente que la dictadura del general Franco, lejos de resolver cuantos problemas ella misma había creado, es incapaz incluso de resolver sus propias vicisitudes internas, las que le son propias como régimen político. Anclada en el profundo dilema de si avanzar hacia el aperturismo o si, por el contrario, cerrarse en torno al búnker ideológico −que ya se cierne alrededor de todo lo que aún representa el franquismo para los más recalcitrantes inmovilistas−, la peculiar autocracia del anciano dictador está en esos primeros años de la década de los 70 absolutamente paralizada.

Si los ultras −más papistas que el Papa, más franquistas que Franco, exactamente− defendían un inmovilismo que pretendía reproducir algo que ni siquiera había existido −o que dejó de existir hacía décadas anegado por los tiempos de la evolución a la que la Historia sometió al tinglado pergeñado por los vencedores de una guerra civil−, su némesis, el aperturismo, se confundía −si uno sólo leía o escuchaba a ambas tendencias− con la mismísima oposición democrática perseguida por el régimen. Y sobre esa tremenda paradoja se mantenía en vilo el franquismo. Un franquismo que tenía un verdadero parlamentarismo, si bien de papel, en la prensa cada vez más cómoda desde la pequeña liberalización del año 66. Y decimos pequeña porque quienes como el diario Madrid o la revista Triunfo se salían de los márgenes consentidos, podían pagarlo caro.

El Gobierno, reflejo también, ya lo sabemos, de esa división entre inmovilistas y aperturistas, solo respondía con medidas que pretendían mostrarle al sector ultra su rectitud, carente de la lógica de una salida hacia adelante para la que estaba absolutamente incapacitado. En julio de 1971 endurece la Ley de Orden Público del año 59 y en junio de 1972 ordena detener a los principales dirigentes de CC OO para comenzar el que será conocido como Proceso 1001.

Desde 1971 ya no solo existirá la violencia de los opuestos al sistema, también arreciará poco a poco la de la derecha del mismo, la de los ultras, que defienden en esencia una oposición frontal al aperturismo buscado por quienes, desde dentro del régimen, pretenden fomentar un asociacionismo que derive en la legalización de tendencias políticas. Un inmovilismo al que sólo le queda como vía de apuntalar al franquismo la exaltación de la figura de Franco, como de nuevo hará en la sacrosanta plaza de Oriente madrileña en el aniversario de la autoimposición como jefe del Estado del Generalísimo el primero de octubre del año 71.

Pero, entre tanto, ¿qué aportaba el vértice de todo aquello? Poco o nada tenía que decir ya Francisco Franco, preso con su régimen de las mismas contradicciones irresueltas y aireadas con la ambigüedad más somera. Y, como dice Fusi, “era esa ambigüedad, precisamente, lo que alimentaba y prolongaba la crisis”. No había alternativa. En medio del azote de la modernidad que con su dinamismo desbordaba al anquilosado franquismo… ya lo sabemos, el régimen no era la solución: el régimen era el problema.


Este texto es una adaptación de uno de los epígrafes del libro del autor titulado El franqismo, publicado en 2013 por Sílex ediciones.

Cuando el régimen no era la solución: cuando el régimen era el problema