jueves. 28.03.2024
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@Montagut5 | Entre 1837 y 1901, el trono británico fue ocupado por la reina Victoria que da nombre a un período clave en la Historia de Gran Bretaña, en la plenitud de su potencia económica e imperial.

La historiografía británica clásica nos ha brindado una visión casi idílica de este largo período. Presentó a una potencia como modelo de democracia parlamentaria ajena a las convulsiones y violencias políticas que jalonaron, en distinta medida y tiempos, todo el siglo XIX europeo. El país no había sufrido ninguna revolución política ni grandes alteraciones. Esta situación era explicada por las reformas hechas a tiempo y por el carácter británico que, supuestamente, inclinaba al pueblo británico a un civilizado debate político en el Parlamento, la prensa o los clubes. Supuestamente, la opinión pública era la más formada de toda Europa.

Pero esta imagen idílica del sistema político debe ser matizada, cuando no cuestionada. En realidad, Gran Bretaña no fue una democracia hasta bien entrado el siglo XX, ya en otro momento histórico. No había sufragio universal masculino, aunque bien es cierto que se produjo un proceso, que fue largo, de reformas electorales que fue ampliando el censo electoral a medida que avanzaba el siglo XIX. No olvidemos, tampoco, que las mujeres no tuvieron reconocido el derecho al sufragio durante esta época.

Por otro lado, no es cierto que no hubiera conflictos, ya que el movimiento cartista pretendió, al principio del reinado de Victoria, que se aprobara el sufragio universal, además de otras reformas democratizadoras en el Parlamento, sin éxito a corto y medio plazo, generando una intensa represión por parte del poder.

Los partidos políticos existentes –conservador y liberal- tardaron en convertirse en partidos de masas. En las elecciones, además, era más importante la influencia personal que la ideología, y el Parlamento fue durante mucho tiempo más un órgano de los intereses de una minoría que un poder legislativo realmente representativo, especialmente por el asunto de los “burgos podridos”. Durante gran parte del siglo se mantuvo la sobrerrepresentación de muchos distritos electorales escasamente poblados frente a otros que había crecido por la Revolución Industrial, primando el poder de la aristocracia y la alta burguesía de los medios rurales sobre la burguesía más moderna del mundo urbano, que tuvo que empeñarse en conseguir la participación política.

La tradicional visión favorable de la Inglaterra victoriana se completaba en el ámbito económico, al presentar al país como “taller del mundo”, pero ese evidente poder económico tenía un reverso y no era otro que el de los costes sociales de la industrialización. Los obreros británicos tuvieron que emplearse a fondo para que se viera reconocido el derecho de asociación a través las trade unions para luchar por mejores condiciones laborales y de vida. Por otro lado, no deben obviarse los sufrimientos generados por el imperialismo más importante de la Historia en sus innumerables colonias, especialmente en África y Asia. El bienestar de unos pocos se sustentó en la explotación de muchos. Por fin, conviene tener en cuenta que Alemania y Estados Unidos ya suponían, a finales de la centuria, una seria amenaza económica que hacía peligrar la primacía británica.

La sociedad victoriana estuvo llena de contrastes, entre la opulencia, fruto del extraordinario poder económico de las clases dominantes, hasta la pobreza extrema. Esta desigualdad era justificada por los pensadores victorianos con un argumento de raigambre calvinista. La riqueza era considerada el resultado del trabajo, del esfuerzo y la inteligencia, mientras que la pobreza, en cambio, sería, según esta mentalidad, el fruto de la pereza o de la incapacidad. En Inglaterra terminó triunfando el darwinismo social.  En grandes rasgos, esta filosofía consideraba que la sociedad era un organismo vivo que evolucionaba como los seres vivos. La competencia entre los individuos era buena porque imprimía beneficios a la genética humana, mucho más que una buena educación, por ejemplo.

El darwinismo social se aplicó a las relaciones internacionales y el dominio colonial, a finales del siglo XIX. El premier británico, lord Salisbury explicó esta idea en un discurso del año 1898. La Revolución industrial y sus aplicaciones militares habían producido una división entre los países del mundo. Por un lado, estarían las naciones vivas, que se irían fortaleciendo cada vez más y, por otro, las moribundas, cada día más débiles. Por distintas razones –políticas, filantrópicas o económicas- las naciones fuertes terminarían por apropiarse de los territorios de las moribundas, provocando conflictos.

La desigualdad también era evidente en relación con la mujer, sujeta a la casa y a las estrictas normas puritanas de la época, aunque ya a mediados de siglo se levantaron voces contra esta discriminación, como la de Stuart Mill. Las sufragistas se lanzaron a una lucha intensa para terminar con esta situación, aunque no tuvieron pleno éxito hasta después de la Primera Guerra Mundial.

La moral victoriana, por fin, estableció un verdadero imperio de hipocresía. En contraposición, esa moral británica de la época fue ácidamente criticada por los propios británicos, especialmente por los literatos. Oscar Wilde o Bernard Shaw fueron implacables, desde la ironía, contra los prejuicios. El propio Wilde sufrió por ello cuando fue juzgado y condenado.

Así pues, aunque la Inglaterra victoriana fue la principal potencia económica del mundo durante casi todo el siglo XIX y contó con el sistema político liberal más estable de Europa con alternancia pacífica de poder de los dos partidos políticos y una vida política regulada por el Parlamento, una visión más acorde con la realidad debe poner también el énfasis en las matizaciones sobre la supuesta democracia británica, así como poner de manifiesto la realidad social subyacente al desarrollo económico, sin obviar las cuestiones morales encorsetadas por una fría hipocresía.

Contrastes en la Inglaterra victoriana