miércoles. 24.04.2024
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Proclamada la República, aprobada la Constitución por los que habían traído aquélla, pronto llegaría el desacuerdo entre quienes pactaran en San Sebastián un año antes un nuevo sistema político. Mejor dicho, sobre todo y de manera cada vez más palpable, el desencuentro entre los socialistas y los radicales de Alejandro Lerroux, que ya se hizo evidente en los debates constitucionales, marcará la realidad de unos tiempos que no iban a ser la algarabía popular de las horas de la proclamación de la República allá en abril de este año 31. Y es que el conservadurismo cada vez más explícito de quien fuera llamado Emperador del Paralelo y, por ende, de su partido, del que era mucho más que su líder y cabeza principal, tenía que chocar necesariamente con los postulados reformistas que el PSOE había decidido protagonizar.

Y, en esas, irrumpió necesariamente la cuestión de cuál habría de ser el primer Gobierno constitucional, de quiénes habrían de integrarlo, bajo la indudable, eso sí, dirección de aquél que era tenido por casi todos cada vez más como la clave del arco republicano en el poder, Manuel Azaña. Elegido Niceto Alcalá-Zamora por la Conjunción republicano-socialista, y de resultas de ello por el Parlamento unicameral, presidente de la República, asegurado Azaña como el político de altura que había evidenciado ser en los debates recientes en las Cortes, todo se complicaba cuando se trataba de acordar los miembros de ese segundo gabinete del intelectual alcalaíno.

A mediados de diciembre, en definitiva, Azaña perseveró en la alianza con los socialistas como base esencial del gabinete, del primero constitucional de la Segunda República. Un ejecutivo sin radicales de Lerroux que habría de llegar hasta junio del año 33 (una remodelación, el siguiente Gobierno, en realidad, que perduraría aún tres meses más) y que estaba formado, además de por el propio Azaña, quien se reservaba para sí el Ministerio de la Guerra, por el profesor Luis de Zulueta, del Partido Republicano Liberal Demócrata (PRLD) liderado por el reformista Melquiades Álvarez, como ministro de Estado (esto es, cabeza ministerial para las relaciones internacionales); el abogado y escritor Álvaro de Albornoz, del Partido Republicano Radical Socialista (PRRS), como ministro de Justicia; el científico José Giral, de la azañista Acción Republicana como ministro de Marina; el abogado Jaume Carner, de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), como ministro de Hacienda; el también abogado Santiago Casares Quiroga, de la Organización Republicana Gallega Autónoma (ORGA), como ministro de la Gobernación; el profesor e intelectual Fernando de los Ríos, del PSOE, como ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes; el periodista Indalecio Prieto, también del PSOE, como ministro de Obras Públicas; el dirigente obrero Francisco Largo Caballero, correligionario de los anteriores, como ministro de Trabajo y Previsión Social; y el maestro y periodista Marcelino Domingo, máximo líder del PRRS, como ministro de Agricultura, Industria y Comercio.

Se trataba de un ejecutivo reformista que iba a comenzar a llevar a cabo las necesarias transformaciones que llevaran a España a esa modernidad en apariencia inalcanzable para unos o indeseable para otros. Un ejecutivo que entendía que consolidar la república liberal no era suficiente, que apuntaba más allá de la democracia, que miraba de frente a los retos que habría de quebrar para romper de una vez por todas la distancia entre la España real y la España oficial, para rellenar el hueco de la injusticia que separaba a los que nada tenían de los que lo tenían (casi) todo. Un ejecutivo desprovisto de los conservadores republicanos que iba a protagonizar el primer bienio de la Segunda República, conocido como azañista o reformista.

Azaña, la España real y la España oficial