martes. 23.04.2024
alma

Por aquel entonces, lo único que yo sabía decir en inglés era aquello de Ella entró por la ventana del váter. Sí, nada más que eso. No es que ahora ese idioma tan útil y tan Michael Caine se me dé mejor, sigue sin dárseme, pero en aquellos días de Cristina yo sólo sabía decir en inglés, y traducir, el título de una canción de Los Bítels, de una canción de aquel disco que contiene las mejores canciones desechables que nadie pudiera grabar jamás, un elenco que ya quisieran haber tenido muchos en alguno de sus vinilos o cedés o emepetrés… El disco es el Abbey Road, por cierto, y la canción, atenta la compañía, se escribe así en su título original: She Came In Through the Bathroom Window. Me he explicado mal, yo sí sabía decir más cosas en inglés (Yesterday, Miss you, Born to run…), pero aquello era lo más largo, lo más molón que podría impactar a alguien. A las chicas, se entiende. A las chicas que ya habían descendido al planeta de los chicos y que hasta yo, al principio incomprensiblemente renuente a su contacto, empezaba a admirar por su propia singularidad de chicas, de seres humanos que no son como los chicos.

Y ahora voy y cuento algo de lo que pasó por aquel entonces, algo que hasta hace poco había estado imbatible en lo más alto del hit parade de las cosas molonas que me habían dicho. Las chicas, digo. Voy.

Pero no se lo decimos a nadie. Ella pronuncia esa frase desoladora y yo digo Vale. Como en todas mis relaciones de pareja, yo ya tenía entonces la última palabra. Entonces era Vale, luego usé una expresión más elaborada, Sí, cariño. Sigo con ella. Con la expresión. Sigo con el cuento.

Ella se llama Cristina, y me dice Pero no se lo decimos a nadie. Tenemos quince años cumplidos, y es primavera. Y la frase molona hasta hace poco invencible no era esa, déjame que vaya a lo que voy. Continúo.

Yo la he pedido salir a Cristina. Se decía así: pedirsalir, hepedidosaliraCrisitina. Y se decía así porque lo que hacíamos los chicos y las chicas de aquellos años 70, y 80, era salir, salir juntos, salir a secas. Pues bien, he pedido salir a Cristina y ella me ha dicho que sí, pero con una peliaguda salvedad: que no lo sepamos nada más que ella y yo. Así. No se lo podíamos decir a nadie. Y todavía hoy me pregunto por qué diantres no podía saber ninguno de nuestros amigos que ella y yo estábamos saliendo. ¿O quizás sí lo supe y ahora creo haberlo olvidado? Bueno, eso no hace al caso. Y el caso es…

Nos cogemos de la mano ahora que todavía estamos cerca del Instituto Isabel la Católica, el instituto de chicas de mi distrito de aquellos años cuando la enseñanza secundaria no era aún mixta y los centros educativos donde se estudiaba el BUP eran o de chicos o de chicas. El mío era el Cervantes, varado en la glorieta de Embajadores, y el suyo el Isabela, como lo llamábamos a menudo, ceñido hermosamente al parque del Retiro. Vamos de la mano, digo, pero ahora que estamos llegando al barrio tras descender el paseo de las Delicias conviene soltarnos. Conviene no: es una orden. Aquí ya me sueltas. Cristina y su hacer pasar desapercibido eso que no era noviazgo ni era nada. O sí, no sé.

Caminamos hacia el Matadero, y nos sentamos en uno de los bancos que hay junto a la fachada de la entrada principal al entramado de edificios y calles y espacios que hoy es una maravilla y que entonces era otra maravilla muy distinta. Y creo que nos besamos. Creo ahora, porque de aquella estaría seguro de que lo hacíamos. Besos adolescentes en las tardes de los nuevos tiempos tras los años grises de una larga dictadura guerracivilesca. Besos. Yo me levanto y le digo a Cristina que me espere un momento que tengo que ir a mi casa, tan próxima, a hacer algo que ahora no recuerdo (la puta memoria, ya sabes). Tardaré poco, es posible que añada. Cruzo la acera cuando se abre el semáforo, cuando cambia al verde que me invita a correr para tardar lo mínimo posible y reducir así la espera de la chica que quiere ser mi novia pero no que lo sepa nadie. Cruzo. Y regreso enseguida. Vuelvo a correr de vuelta desde la acera de enfrente del Matadero aprovechando que el semáforo retorna al color verde y yo me apresuro porque lo que quiero, claro, es estar cuanto antes con Cristina. Y al llegar a su lado, ella me dice (a ver si me acuerdo):

Qué guapo estás cuando cruzas la acera al ponerse el semáforo en verde, qué bien corres.

Debió ser algo así. A Cristina le gustaba ver cómo corría, como corría hacia ella desde la acera de enfrente. Y a partir de aquella tarde ninguna mujer me dijo nada tan bonito como aquello, o al menos no recuerdo nada tan impactante, tan poéticamente rotundo. De cualquier manera, aquello ha permanecido durante décadas en mi memoria como una manera imbatible de piropearme, hasta que…

Y ahora me vengo hasta hoy, viajo desde mis quince años hasta los 53 recién cumplidos, desde mi Madriz adolescente hasta mi Madriz adulto, de una primavera del año 78 a esta de este 2016 en que escribo poemas como este:

duermo en tu espalda de acero enamorado
suave es la estancia en la noche y suave es tu olor de nube
abro los ojos y los tuyos son ya la mañana en el bosque
todo cuanto preciso para no necesitar a Dios
respiro tu respiración junto a la ventana donde se refleja tu alma
abrazado a tu cuerpo hecho a la perfección a ser yo y tú y ser nosotros en el mío
dulce abandono en el descanso de nuestras mentes sincronizadas
sólo se me ocurre decirte ahora que sueñas ámameydametuslatidos
ámame y dame tus latidos
dame tus días y déjame quitarte una vez más aquel vestido bajo el que eres todos mis sentidos
pero sigamos durmiendo mientras desato una vez más tu deseo.

La dueña de esa espalda de acero enamorado, la del olor de nube, la mujer de los ojos que son la mañana en el bosque es Marga, y ella me ha dicho ayer Tú me has descubierto que tengo alma. Y eso, eso sí que ya no admite nada mejor. Bueno, nada mejor salvo que a ella se le ocurra decirme algo más bonito. Yo lo estoy esperando, sin prisas, porque hemos decidido los dos quedarnos a vivir aquí, en la avenida de los Gigantes.

El alma, tenerla o no tenerla