sábado. 27.04.2024
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Según orden ejecutiva del presidente Biden de 11 de febrero de 2022, deberán ser depositados en una cuenta especial de la Reserva Federal estadounidense los 6.142 millones de euros depositados en diferentes instituciones financieras estadounidenses por el Banco Central afgano a lo largo de los últimos veinte años (2001-2021), en los que Estados Unidos y sus aliados hemos estado “protegiendo” Afganistán, y que fueron “congelados”, es decir, negados a las nuevas autoridades afganas, cuando hubo que salir del país en agosto de 2021 ante la imposibilidad de derrotar a los talibanes.

El objetivo de esta transferencia a los fondos federales es poder repartir, a partes iguales, estos activos entre la ayuda humanitaria “estadounidense” a Afganistán y subvencionar los litigios de las víctimas del 11 de septiembre de 2001.

Es decir, que los propios afganos, a quien, en teoría, pertenecen estos fondos y de cuyo Producto Interior Bruto han salido, van a subvencionar su propia ayuda humanitaria, que deja así de ser “ayuda” y mucho menos “humanitaria” para transformarse en gastos impuestos, que nadie duda de su necesidad y utilidad, pero que no serán ni decididos ni repartidos por los propios afganos. Parece que el sistema de “protectorado”, donde ciertas decisiones soberanas se toman en lejanas capitales “colonialistas”, solo ha hecho cambiar de forma. De la político-militar del periodo 2001-2021 al truco-trampa financiero del mundo globalizado del neoliberalismo con cuartel general decisorio en el 33 Liberty Street de Nueva York.

Pero no solo los afganos se van a tener que autoayudar humanitariamente, sino que solo van a poder hacerlo con la mitad de sus “ahorros”. Porque la otra mitad “tiene” que dedicarse a pagar las indemnizaciones que reclaman grupos de familiares de víctimas de los ataques suicidas del 11 de septiembre de 2001 y propietarios de bienes afectados por los mismos. Son litigios que vienen de antiguo, desde prácticamente al día siguiente de los atentados. Algunos, incluso, ya tienen resolución judicial a favor de los demandantes, pero lo que ninguna de estas resoluciones judiciales ha sido capaz de determinar es a quién hay que reclamarle estas indemnizaciones.

Se han barajado diversas propuestas: a al-Qaeda, a los talibanes, al propio Afganistán, a Arabia Saudí o incluso a Irán. Es decir, la misma duda que en septiembre de 2001: ¿a quién responsabilizar de los atentados? ¿A quién castigar? ¿En quién vengarse?

Al-Qaeda como organización es inasequible. Sus fondos, que evidentemente los tiene, están camuflados y posiblemente bien cubiertos y dispersos, como los personales de sus principales dirigentes. Dirigentes actuales que, en cualquier caso, solo en un número muy reducido forman parte de los que dieron la orden (los llamados autores intelectuales) en 2001, la mayoría ya muertos, empezando por Ben Laden. Y ¿hasta qué nivel de la organización bajar para poder considerarlos autores intelectuales? 

¿El Emirato Islámico, los talibanes? ¿Qué pruebas hay contra ellos de que participaran de alguna manera en los atentados? Si ni siquiera los autores materiales, también ya todos muertos en los propios atentados suicidas, se prepararon en Afganistán, sino que se organizaron en Alemania y se entrenaron en los propios Estados Unidos.

Las demandas contra Arabia Saudí se han visto frenadas, al menos hasta ahora, por la propia decisión del Gobierno estadounidense de declarar secretos los interrogatorios a funcionarios saudíes de la época, así como la documentación relacionada con ellos.  

Curiosamente, quien peor parado ha salido hasta ahora ha sido Irán, que ha sido condenado, en 2018, a pagar una considerable suma de millones de dólares como responsable de la muerte de 1.008 víctimas de los atentados y, en 2021, otros tantos a través de la fórmula mucho más ambigua de “practicar el terrorismo de Estado”. Indemnizaciones que, como era de esperar, Irán no ha satisfecho, al considerar que, como país soberano, no está bajo la jurisdicción de los tribunales estadounidenses.

A este impasse es al que parece pretender darle salida la reciente orden ejecutiva del presidente Biden, asignando al actual régimen del Emirato Islámico la categoría de responsable de aquellos atentados, que, en consecuencia, debe pagar las indemnizaciones. Con el dinero de todos los afganos, producido en el país, no durante el actual Gobierno, sino precisamente durante sus veinte años de “protectorado” internacional.

Resolución que ha irritado a una parte considerable de la población afgana, como muestran, a modo de ejemplo, estas dos declaraciones transcritas por el diario El Mundo en su edición del 11 de febrero de 2022: "Los activos privados del pueblo afgano, sus salarios duramente ganados, las ganancias de las empresas, los ahorros de toda una vida se pagarán a las víctimas del 11S y se destinarán a ayuda humanitaria. Todo por confiar en los bancos. Es ridículo como poco"; "El robo y la incautación del dinero del pueblo afgano en manos de Estados Unidos representa el nivel más bajo de decadencia humana y moral de un país y una nación".

Lo más alarmante de esta noticia, ya de por sí bastante sorprendente, es que debemos leerla entre las otras mil que llenan los medios de comunicación sobre la precaria situación económica del país, azotado por cuarenta años de guerra ininterrumpidos (1979-2021) y afectado por una severa sequía, sobre el lamentable estado alimentario y sanitario de su población, que incide especialmente a los grupos humanos más vulnerables, como los niños o la mujeres, sobre la necesidad de ayuda externa para la reconstrucción física y operativa de sus sectores productivos y de consumo, etc.

Porque a quien va realmente a perjudicar esta sustracción del dinero afgano es a la población afgana, no a su Gobierno talibán, que mantendrá las riendas tenga más o menos dinero para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos y la capacidad productiva del país, pero que, al tener menos, menos podrá aportar a estos fines: mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos y la capacidad productiva del país.

¿O es que hay alguien tan ingenuo como para creer que, endureciendo las condiciones de vida de la población, ésta se va a rebelar contra el Gobierno talibán y lo va a derribar? ¿O es que, en el fondo, las condiciones de vida de la población afgana son lo de menos y lo importante es derrotar al Gobierno talibán por medios económico-financieros, ya que no se ha podido por medios militares?

En cualquier caso, ¿es aceptable que el Gobierno estadounidense se quede con el dinero de los afganos y decida en qué y para qué debe gastarse? ¿Es aceptable que la mitad de ese dinero se emplee para resolver un atasco del sistema judicial estadounidense? ¿Es aceptable que se haga en nombre del complejo de superioridad moral de “somos una democracia y ellos no”? ¿Es aceptable que la reglamentación financiera mundial, supuestamente basada en la sacralidad de la propiedad privada y en el imperio de la ley, lo permita?  

Usurpación estadounidense de fondos afganos