viernes. 29.03.2024

Mijaíl Gorbachov ha muerto en el crepúsculo de un día de agosto en un hospital de Moscú. Olvidado por todos. Por los que le odiaron -y aún le odian- como conductor de su país al suicidio. Por los que admiraron sus intentos de democratizar el país e instalar un clima de cooperación entre el Este y el Oeste. Y por la inmensa mayoría de sus conciudadanos que no sintieron hacia él más que una distante indiferencia, igual que hacia sus predecesores inmediatos, incapaces de proporcionar prosperidad al pueblo.

Gorbachov se ha muerto solo, apenas rodeado por un puñado de leales asistentes, devorado lentamente por una larga enfermedad y encerrado en la añoranza de su esposa Raisa, fallecida en 1999, socavada por la leucemia.

En estos tiempos de mandato de Putin, la comparación entre ambos líderes rusos será una tentación irresistible para muchos analistas. Es un ejercicio erróneo e inútil. Y, en algunos casos, deshonesto intelectualmente. Gorbachov nunca quiso abrogar el comunismo, como sostienen algunos de forma interesada: pretendió que funcionara, que fuera más amable y participativo. Mucho menos pretendió reducir el poder mundial de la URSS; al contrario, trató por todos los medios de mantener una influencia que ya estaba claramente por encima de sus posibilidades.

La paradoja política de Gorbachov es que le importó más a quienes, en el fondo, solo querían aprovecharse de sus ilusorios designios y resultó irrelevante para aquellos a los que iban dirigidos sus esfuerzos reformadores. Occidente sacó ventaja de los apuros del dirigente soviético. Le fue concediendo migajas en forma de créditos y ayuda de emergencia mientras le iba sacando concesiones políticas y estratégicas. Mientras, sus camaradas de dirección, la mayoría hostiles o recelosos de su empeño, conspiraban contra él o lo dejaban hacer para favorecer su desgaste frente a esa opinión pública cuya emergencia él mismo alentó con su política de glasnost (transparencia).

Gorbachov mantenía hacia el liderazgo de Putin una crítica casi siempre contradictoria. Le reprochaba el autoritarismo creciente, pero avaló la toma de Crimea, por ejemplo

Todavía hoy, los comunistas ortodoxos de todo el mundo concentran en Gorbachov el resentimiento que sólo puede despertar un renegado, un traidor. Pocos admiten que el 7º secretario general del PCUS en realidad no destruyó nada: trató inútilmente de revivir a un moribundo.

Los pocos que le granjearon elogios y simpatías fáciles, lo relegaron en cuanto dejó de ser útil. Los que vieron en Rusia una gran oportunidad de mercado apostaron por su sucesor, Boris Yeltsin, al que presentaron como un visionario, dotado de una audacia que a Gorbachov le faltó. En realidad, se aprovecharon de él como de su antecesor: quisieron convertir a Rusia en un bazar y alentaron el mayor saqueo de bienes públicos de la historia, favoreciendo a hoz y coz un capitalismo salvaje en un país sin las mínimas estructuras para digerirlo. Rusia se empobreció aún más, pero unas minorías se beneficiaron de ello. Muchos integrantes de la vieja élite burocrática se hicieron inmensamente ricos. El famoso goteo del capitalismo generó una clase media seducida por el consumo, pero limitada a las principales ciudades. En el resto, la misma miseria.

Putin es el producto de esa acumulación de desastres. Se dijo durante sus primeros años que el actual presidente ruso era un nostálgico del comunismo, de la era dorada en que la URSS co-dominaba el mundo. Otra apreciación torticera. Como funcionario del KGB, le resultó insoportable la humillación del Estado, no el fracaso ideológico. Su tantas veces repetida frase de que “la desaparición de la URSS es la mayor catástrofe del siglo XX” no expresaba pesar por la extinción del que fue su país, sino frustración ante la pérdida de un aparato de poder. Se reproduce mucho menos una afirmación posterior de Putin, aquella en la que hizo responsable a Lenin y a los revolucionarios soviéticos de la decadencia de Rusia. Putin, en realidad, abjuró del comunismo para convertirse al nacionalismo más reaccionario. No se le ha escuchado criticar al régimen zarista; bien al contrario, ha engalanado el Kremlin con sus figuras y reliquias.

En esos años en que aún se le escuchaba, más fuera que dentro, Gorbachov mantenía hacia el liderazgo de Putin una crítica a veces clara, en otros momentos discreta, y casi siempre contradictoria. Le reprochaba el autoritarismo creciente, pero avaló la toma de Crimea, por ejemplo. Lo que más le irritaba era el desdén con que el actual líder ruso trataba al desaparecido sistema que lo dio de comer. 

En sus últimos años, sin que sus opiniones importaran apenas nada, el anciano y trágico líder postrero de la última utopía del siglo XX se sumergió en la soledad y la melancolía. 

El trágico destino de Mijaíl Gorbachov