domingo. 28.04.2024

Sobre la ventana podíamos ver cómo sobrevolaban los aviones Hawker Hunter de las fuerzas armadas chilenas la Plaza de la Constitución. Notábamos con el transcurrir de los minutos que a cada vuelta el avión parecía querer zigzaguear hacia el ala oeste del edificio central de la Casa de la Moneda. Las maniobras no eran comunes, de por sí que un avión sobrevuele una plaza distaba mucho de la normalidad. 

Desde que Henry Kissinger tomó las riendas de la Secretaría de Estado de los Estados Unidos el mundo estaba patas para arriba. Los golpes militares en toda Latinoamérica, el Plan Cóndor, el capitalismo feroz, el avasallamiento de los derechos humanos, las sociedades sumisas y los gobiernos pétreos estaban ganando las calles. Todo conformaba un mural de libertades segmentadas, de sueños que fueron armando sus propias valijas. 

Los bombardeos no tardaron en comenzar. Algunos segundos bastaron para convertir la plaza en un despojo de humo y ruinas, el daño causado era devastador. Intenté centrar mi vista en el balcón del Palacio. Algunos tanques se habían sumado al espectáculo dantesco que estaba dando esta triste personificación de la muerte y la crueldad. El humo que estaba por doquier imposibilitaba que pudiese observar con más claridad lo que ocurría allí, pero a fuerza de querer ver más allá, pude al fin individualizar a un hombre mayor con lentes tomar con fuerzas un fusil y dirigirse hacia la ventana. 

Él se sabía vencedor, enfrentó a sus verdugos con la convicción de que ninguna munición es tan duradera y letal como el paso de la historia

Saga Nº 36. Café De Los Tiempos, de Juan Manuel Tasada (Hojas del Sur)
Saga Nº 36. Café De Los Tiempos,
de Juan Manuel Tasada (Hojas del Sur)

Todo indicaba que había delante de mis ojos algo que comenzaba y algo que estaba terminando. Una bandera deshilachada colgaba del mástil, mientras tanto, la portada del diario El Mercurio insistía en que el país seguía en orden. Algunas prerrogativas del diario la semana pasada hablaban de un posible movimiento de tropas en Valparaíso, fuerzas armadas dirigidas hacia Santiago de Chile; estaba claro que el holding guiaba otras sombras sobre el país trasandino, el socialismo parecía agotarse. 

Ver a ese hombre longevo a metros del balcón me daba cierta impotencia. Permaneció allí un largo rato. No olvidaré jamás sus grandes lentes, los vidrios rotos en los ventanales, su atenta mirada en los aviones que buscaban su muerte. Podíamos desde aquí apreciar la auténtica maquinaria maquiavélica que movía la mano de los países en desarrollo, países que aún no se han visto en los espejos propios, sino que compran la imagen de los espejos ajenos. 

Salvador Allende, ese viejo lobo estepario que no se dejó amedrentar por nada ni por nadie, es cierto, yo me encontraba bastante alejado del lugar, pero podría asegurarles sin temor a equivocarme, que desde el comienzo él se sabía vencedor, enfrentó a sus verdugos con la convicción de que ninguna munición es tan duradera y letal como el paso de la historia. De pronto los ruidos cesaron. Intenté hallarlo, pero no lo logré. De ahí en más no lo volví a ver. El diario a la mañana siguiente habló de suicidio presidencial. La única verdad es que la tinta de la libertad escribe sus propias páginas, por ello, permítanme dudar de lo que leo. 

Suicidios asistidos