viernes. 19.04.2024
molinos vascos
Edificio de Molinos Vascos en la Ria de Bilbao. (Flickr)

Algo que se veía como un “momento” del pasado ha vuelto con toda su fuerza. Hablo de la desindustrialización. Un tema que parecía corresponder a otra época, a las de las “reconversiones industriales” iniciadas desde finales de los años setenta del pasado siglo XX en los países de la OCDE, se ha presentado en esta etapa pandémica como si fuera un nuevo problema al que deberán hacer frente el conjunto de economías desarrolladas. Para resumirlo con un trazo tal vez demasiado grueso: el péndulo se ha movido de las deslocalizaciones industriales a la llamada a las relocalizaciones, como reclamaba el presidente francés Macron semanas atrás.

Al supuesto auge y derrumbe de la era industrial le siguieron visiones que hablaban de las sociedades postindustriales, de servicios, informacionales… El necesario “fin del mundo industrial” era visto dentro de la concepción del “progreso” y de “modernización” como una línea ascendente que atravesaba etapas necesarias para el crecimiento económico y el bienestar social. Algo necesario para formar parte de los “países ricos”.

Sin embargo, la desindustrialización no fue ni es un “momento”, sino que es un largo proceso o “un largo adiós”. Tal como está planteado en un libro de reciente publicación (J. Tébar y J. Gimeno (coords.), Restos y rastros. Memorias obreras, patrimonio y nuevos usos de los espacios industriales. El Viejo Topo, 2020), este es un fenómeno altamente dependiente del lugar donde se produce, en la medida que los efectos de la globalización se proyectan y tienen sus efectos a nivel local. La antropóloga norteamericana que inauguró los estudios sobre la desindustrialización en EEUU, Kathryn Marie Dudley, ya advirtió de que en su país «El cinturón de óxido no es un paisaje estático, es un drama cultural de comunidades en transición y personas que luchan por encontrar un lugar para el pasado en el presente» (The End of the Line. Lost Jobs, New Lives in Post-Industrial America, 1994). Owen Jones en su exitoso “Chavs” (Chavs. La demonización de la clase obrera, 2011) ofreció una vívida e inteligente crónica sobre el mismo proceso vivido por la sociedad británica dominada por el thatcherismo durante la década de los ochenta.

Los gobiernos y los marcos nacional-estatales han desempeñado tradicionalmente un papel crucial en la mediación de las causas y los efectos mundiales de prolongar, gestionar y también acelerar los procesos de desindustrialización

Hoy se entiende mejor que la industrialización, la desindustrialización y la globalización son fenómenos conectados y entrelazados, que se deben analizar en paralelo. La desindustrialización no ha reemplazado a la industrialización, tanto una como otra son muy desiguales y suelen operar estrechamente vinculadas. Los gobiernos y los marcos nacional-estatales han desempeñado tradicionalmente un papel crucial en la mediación de las causas y los efectos mundiales de prolongar, gestionar y también acelerar los procesos de desindustrialización. Estudios recientes han subrayado el elemento de larga duración del proceso y su impacto en las comunidades locales y en el mundo del trabajo como categorías útiles para la comprensión del fenómeno. Así, estamos hablando de un proceso, no de un acontecimiento.

En numerosas regiones ese proceso ha perdurado durante décadas y las comunidades que se enfrentaron a un cambio sistémico han visto cómo se ha destruido el tejido social de lo que había constituido una comunidad cohesionada. La desindustrialización ha abierto una grieta en el proyecto estabilizador anterior por el que se ha colado una nueva precariedad laboral extensa e intensa como norma, ya no como excepción a combatir. La sensación de privación relativa va más allá de la falta de trabajo, pasa por la fragmentación biográfica en la medida que las vidas se corresponden con trabajos fragmentarios. La dispersión excede a la estabilidad con la que se identificó la fábrica como icono del siglo XX. Las identidades laborales son frágiles, segmentadas y dispersas. La sensación de inseguridad se acompaña de la pérdida de un fuerte sentido de pertenencia, porque aun en un mundo inestable las fábricas se experimentaban como una comunidad compartida, una fuente potencial de seguridad material y emocional, y el trabajo como un vínculo social fuerte.

antigua fabrica de barcelona

Antigua fábrica de Barcelona

Barcelona como ciudad de las fábricas (industrial hub) se expandió y se conformó en conjunto y en torno a las instalaciones productivas. El ascenso industrial y la desindustrialización han dado forma al territorio y a la comunidad ciudadana, dejando profundos signos materiales e inmateriales: las “huellas” de esta historia todavía hoy son claramente visibles en la ciudad y en la memoria de la ciudadanía, y también en los archivos históricos inscritos en su perímetro. Sin embargo, los recintos y conjuntos industriales en la ciudad y su área metropolitana constituyen hoy restos arqueológicos, laboratorios para una determinada mirada histórica de estudio sobre la industria, aparecen de manera habitual como escenarios vacíos de representación; constituyen “fábricas de la nada” que han sido desarmadas, en las que la iluminación y el ajetreo fabril han dado paso a la oscuridad y la clausura; conforman espacios en los que el ruido infernal de las maquinarias o el rumor de la fábrica se han apagado. Como en otros casos, por ejemplo el de la Ría de Bilbao, a la reconversión no siguió la reindustrialización de esas zonas.

En este sentido, algunos de los casos recientes que se han producido se inscribirían en este fenómeno de declive industrial experimentado en las sociedades occidentales, que no ha tenido un carácter lineal, sino desigual y difuso. Aquello se produjo en el marco de la profunda reorientación, reestructuración e innovación de los modelos productivos que se inició en la década de los años setenta y marcaron el signo en el mundo de la globalización. El poder de las corporaciones multinacionales desplazó a instancias nacionales o supranacionales de la toma de decisiones que afectan a sus propios territorios. Un nuevo modelo de empresa, que terminó siendo el actual, pasó a regirse por el dogma según el cual su única función social es repartir dividendos entre sus accionistas, tal como planteara el Premio Nobel de economía Milton Friedman y sus “Chicago boys”. Este dogma se impuso a partir de los años setenta, iniciado el proceso de lo que el economista norteamericano Paul Krugman llamó la “Gran divergencia”. Es cierto que la cultura de la llamada “Responsabilidad Social de la Empresa” que se ha ido desarrollando suena bien, pero por lo general se ha sustentado en ciertas capas de marketing adherente y eso hace que, desde mi punto de vista, no parezca ser una apuesta suficiente ni una solución confiable. Lo que se pone en cuestión, visto con cierta perspectiva, es el modelo de empresa actual en la medida que cabría reorientarlo en su función social. No obstante, como señalan tanto la politóloga Albena Azmanova o, en sentido similar, el economista estadounidense Daren Acemoglu el papel de los espacios de intermediación y representación social como los sindicatos y el empresariado son claves para fortalecer la sociedad al compás de una tendencia de fortalecimiento de los estados en el actual contexto de crisis y de democracias bajo amenaza.

La renuncia a establecer una política industrial global sostenida en el tiempo ha traído estos lodos actuales. Y en estos lodos podrían, aunque no necesariamente, modelarse nuevos monstruos en términos políticos y sociales

Pero retomando la idea de la desindustrialización como proceso y su proyección en lo local, otras cuestiones que deben considerarse tendrían que ver con la propia estructura industrial española. La falta de marcas propias –por ejemplo, la SEAT creada por el Instituto Nacional de Industria en los años cincuenta producía con licencia Fiat y después fue adquirida en los ochenta por Volkswagen-, la falta de centros de innovación y desarrollo propios, en definitiva la dependencia de multinacionales de otros países ha marcado la propia evolución del sector automovilístico español. A esto cabe añadir que la política industrial durante la democracia española -tal como ha sostenido Mikel Buesa- ha estado marcada por tres claves: desregulación, privatización, desintervención (José Luis García Ruiz (coord.), Políticas industriales en España: pasado, presente y futuro, Madrid, Paraninfo, 2019). Todavía resuenan las supuestas palabras que, según ha dejado escrito Carlos Rodríguez Braun, emitió un antiguo responsable del INI y ministro de industria y energía socialista en los años ochenta, al afirmar sin ruborizarse que “la mejor política industrial es la que no existe”. Pero además, es que los sucesivos gobiernos de la Generalitat tampoco ofrecieron una alternativa sobre este asunto. La renuncia a establecer una política industrial global sostenida en el tiempo ha traído estos lodos actuales. Y en estos lodos podrían, aunque no necesariamente, modelarse nuevos monstruos en términos políticos y sociales.

Un posible proyecto alternativo pasaría por la democratización de las empresas y la desmercantilización del trabajo, con el objetivo de impulsar una transición hacia un modelo sostenible de la economía, en la línea defendida recientemente por el Manifiesto democratizingwork. El trabajo no debería ser una mera mercancía, como cualquier otra, porque detrás de él hay personas y comunidades humanas. En la crisis se ha mostrado la necesidad de proteger a ambas de las mal llamadas “leyes del mercado”.


Javier Tébar Hurtado
Historiador y coeditor de la revista Pasos a la izquierda

El 'largo adiós' de la desindustrialización