viernes. 19.04.2024
covid

Dicen los amos del capitalismo que sin patentes no puede haber innovación, lo que dicho de otra manera significa que los científicos de todo tipo que investigan sobre salud, bienestar, ecología, alimentación o bioquímica sólo se mueven por dinero, que el mundo no habría avanzado nada sin la existencia de patentes, privilegio que tal como lo conocemos apenas tiene unas décadas de vida. Sin las patentes ni Sócrates habría pensado, ni Fidias -cuya mayor obra, robada por Inglaterra, permanece expuesta en el Museo Británico como símbolo del sistema de rapiña y expolio en que seguimos vivimos- esculpido, ni Galileo observado que nuestro planeta no es el centro del Universo, ni Rousseau denunciado los abusos de los poderosos. Todo se lo debemos a las patentes, aunque les puedo asegurar que la mayoría de las personas que nos dedicamos a la investigación historiográfica sólo obtenemos pérdidas por nuestro trabajo.

En 1421 los magistrados de Florencia decidieron dar al arquitecto Felipe Brunelleschi la exclusiva para explotar una barca ideada por él para transportar mármol. Poco después, en 1450, la República de Venecia decidió otorgar igual privilegio a quienes ideasen artefactos, máquinas o aparatos de utilidad que antes no existiesen. Se trataba sin duda de crear incentivos suficientes para que artistas e ingenieros no huyesen a otras ciudades-estado que ofreciesen condiciones similares en un tiempo en que en Italia se construían los edificios más bellos. Con el tiempo las patentes y los privilegios se fueron sofisticando hasta llegar a cubrir los derechos de los autores de cualquier tipo, escritores, pintores, decoradores, sastres, aunque en estos últimos casos siempre hubo una puerta grande abierta a los plagiadores y a los piratas informáticos.

No se trata de poner en duda el derecho que tiene el inventor de un artilugio determinado o el creador de una obra de arte a recibir una remuneración temporal por su trabajo, siempre que se trate de artilugios, de lienzos, esculturas o libros. Lo que sucede ahora es que no hablamos de máquinas ni de joyas, sino de vidas. Ni el Dr. Balmis pensó en enriquecerse cuando emprendió su viaje por el mundo para inocular la vacuna de la viruela a millones de personas, ni la penicilina estaba bajo patente alguna cuando fue utilizada para salvar las vidas de miles de soldados heridos durante la Segunda Guerra Mundial, periodo en el que se fabricaron millones de antibióticos sin tener que pagar una peseta ni al Dr. Fleming ni a ninguno de sus seguidores. Afirmar que las patentes son el motor de la innovación, del descubrimiento de nuevos fármacos, es tanto como comparar a Ramón y Cajal, Marie Curie o Louis Pasteur con el Shylock de El Mercader de Venecia.

Estoy completamente seguro que la inmensa mayoría de los investigadores farmacológicos hacen su trabajo pensando en mejorar la vida de sus semejantes, impedir el dolor, alargar la vida o solucionar enfermedades insidiosas. No quiere decir esto que lo hagan por filantropía, sino que trabajarían igual para Astra-Zeneca que para un laboratorio universitario de Bolonia, es más, casi todos se han formado en universidades públicas y desarrollado sus capacidades en pequeños laboratorios dependientes de ellas.

Otra cosa bien diferente son las grandes multinacionales farmacéuticas que funcionan con fondos propios, con dineros procedentes de oscuros fondos de inversión y con enormes cantidades recibidas de los Estados interesados en atajar una patología. Estas empresas tienen tan diversificado su ámbito de actuación que lo mismo pueden fabricar vacunas que bombas racimo, venenos capaces de matar a miles de personas en una fracción de segundo, semillas transgénicas o glifosato, sin importarles un carajo el bien o el mal que hacen, sólo la cuenta de resultado, que por supuesto siempre tendrá que tener un saldo positivo que multiplique por mucho la cantidad invertida. Si a eso añadimos, como parece que ocurre ahora con los contratos firmados para comprar vacunas, que las empresas se desentienden del suministro en plazo, de los efectos secundarios y del retorno de las cantidades invertidas por los Estados bien en dinero contante y sonante bien en viales, estamos ante un negocio sin riesgo ninguno que demuestra que están por encima del interés general, de los principios básicos de salud pública y de la mismísima ley emanada de la voluntad popular.

Es decir, en la situación crítica que vive el mundo por la pandemia ocasionada por el Coronavirus las grandes multinacionales farmacéuticas se están ciscando en la Democracia, en el derecho a la vida de todos los habitantes de la Tierra y en el futuro de miles de millones de personas que ven como la pobreza y el paro se apoderan de su futuro. Las patentes tal como se dan se quitan -es una potestad estatal- y ante una circunstancia tal dramática como la actual no es posible mantenerlas ni un día más, como tampoco elegir entre vacunas de países buenos y de países malos, llegando a extremos tan ridículos como el conflicto con Astra-Zeneza, una vacuna que apenas supera el 60% de eficacia y sobre la que existen dudas para aplicarla a personas mayores de 65 años mientras la Unión Europea no ha establecido ningún tipo de contacto con los fabricantes de la vacuna rusa - ofrecida hace meses- que se puede inocular a personas de todas las edades y tiene una eficacia superior al 90% sin necesidad, como exige la de Biontech-Pfizer, de conservarse a temperaturas de menos ochenta grados. Puede ser que esto lo entienda alguien, yo no, pero lo que si parece claro es que el capitalismo, en su voracidad suicida, ha perdido cualquier tipo de conexión con lo justo.

Durante la Segunda Guerra Mundial, poniendo casi toda la industria pesada a tal fin, los países involucrados fueron capaces de construir más de cien mil bombarderos, trescientos mil tanques y millones de toneladas de bombas para matar soldados y civiles desconocidos. Ahora el mundo está en guerra no sólo contra el coronavirus, sino por su supervivencia. Hemos dañado tanto a la Naturaleza que nos está diciendo que sobramos, que no somos compatibles con ella y que este no será el último virus. O rectificamos en todos los frentes, poniendo toda la industria mundial a fabricar vacunas eficaces independientemente de su origen, combatiendo las causas del cambio climático y ayudando a la Madre Naturaleza a recuperar sus equilibrios, o contemplaremos como las películas distópicas que tanto gustan a los televidentes se quedarán cortas ante la realidad próxima. Es cuestión de elegir, aunque sólo hay una alternativa lógica, racional y justa.

Innovación, capitalismo salvaje y futuro