martes. 19.03.2024
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Los datos oficiales indican un retroceso del PIB en el primer trimestre de 2020 del 5,2%. Al que habrá que sumar el del segundo trimestre, que confirmará la recesión con un nuevo y mayor hundimiento del producto que, según recientes previsiones del Banco de España, supondrá un batacazo de entre el 16% y el 22%. Una descomunal pérdida de entre una cuarta o quinta parte del PIB en tan solo un semestre, que ya permite hablar de la mayor recesión de la historia de la economía española desde que existen series comparables sobre la evolución del PIB.

Gracias a las decisiones tomadas por las instituciones comunitarias, que han roto de hecho con la estrategia de austeridad y devaluación salarial impuesta en 2010 para afrontar la crisis de deuda pública de los países del sur de la eurozona, y a la existencia de un gobierno de coalición progresista entre PSOE y UP, los costes de esta enorme recesión se paliarán con un aumento del gasto público de similar intensidad a la cuantía del hundimiento de la actividad económica. De esta forma, gracias a ese aumento del gasto y el déficit públicos, se ha logrado contener la pérdida de empleos, tejido empresarial y rentas y reforzar la protección de los sectores más vulnerables que han sido especialmente golpeados por la parálisis económica provocada por la pandemia y el necesario confinamiento.  

El aumento del gasto público continuará en 2021 y 2022 con el objetivo de recuperar los empleos, rentas salariales y bienestar perdidos durante la recesión e impulsar un proceso de reactivación económica espoleado por un plan de inversión comunitario que contará con una financiación común encaminada a dirigir un proceso de modernización productiva que pretende acelerar la transición digital y verde. Un proyecto tan ambicioso como novedoso que se está acabando de definir en estos días (con las correspondientes concesiones a los socios que intentan limitar su alcance) y se aprobará probablemente en la próxima reunión del Consejo Europeo del 17 y 18 de julio o, si para entonces no hay acuerdo, en una cumbre extraordinaria posterior que se celebrará a finales de julio o primeros días de agosto, porque aunque existen opositores y obstáculos a este plan comunitario no hay otra opción que no sea la decadencia.

Cualquier intento de revivir las viejas reglas presupuestarias del Pacto de Estabilidad y Crecimiento o concretarlas en apresuradas políticas de consolidación fiscal y ajuste presupuestario son improbables y serían inaceptables

Un desastre mundial que requiere el aumento de la deuda pública

Al igual que el confinamiento ha sido el instrumento necesario para contener la pandemia, el aumento del gasto público y el consiguiente crecimiento de la deuda pública están siendo los imprescindibles remedios para reducir la intensidad de la recesión económica y minimizar y compensar sus destructivos impactos económicos y sociales. Nada distinto de lo que ocurre en el resto de países capitalistas de mayor renta agrupados en la OCDE que han actuado, sin excepción, del mismo modo y con parecida intensidad en el aumento del déficit público. Ni nada que criticar por ese conveniente e imprescindible aumento de la deuda pública.

Naturalmente, toda decisión acarrea costes, y los que ocasione el futuro tratamiento para reducir los desequilibrios de las cuentas públicas pueden llegar a ser, una vez superada la recesión, muy importantes, sobre todo si resucitan los espíritus y políticas austericidas que tanto daño hicieron en las economías y sociedades del sur de la eurozona entre 2011 y 2014. Pero esa futura batalla, la de impedir que vuelvan a imponerse las políticas de austeridad, tendrá su momento, tras la reactivación económica. Por ahora, es suficiente desbaratar las intenciones de los países “frugales” que tratan condicionar el plan comunitario de recuperación económica que está actualmente en discusión a la aceptación de futuras y apresuradas políticas de consolidación fiscal, ajuste presupuestario y reformas desreguladoras del mercado laboral, pensiones o reducción de bienes públicos.

Limitémonos a decir que esas condiciones son tajantemente rechazadas por los gobiernos de los países del sur de la eurozona, porque les va en ello su futuro y el de la UE, y que la pugna por impedir que resurjan tras la reactivación las políticas de austeridad no es, ni mucho menos, una batalla perdida, porque los dogmas del riesgo moral y las doctrinas imperantes en los últimos años sobre los ajustes presupuestarios asociados a reformas estructurales del mercado laboral como motores del crecimiento ya han saltado por los aires y han sido sustituidos por políticas monetarias y fiscales expansionistas. El campo en el que se desarrollará esa futura batalla y su resultado dependerá, en gran medida, del éxito o el fracaso del plan de reactivación económico que apruebe finalmente el Consejo Europeo, que no solo tiene la pretensión de reconstruir los factores productivos dañados por la recesión, sino también y sobre todo la de impulsar la modernización productiva y la transición digital y verde del conjunto de la economía comunitaria para evitar divergencias productivas y de rentas que, de seguir creciendo, impedirían un funcionamiento eficaz del mercado único, quitando toda razón de ser y todos los argumentos para apoyar el proyecto de unidad europea.   

Aterricemos en algunos datos del desastre mundial económico y social que ya se ha producido, además de la hecatombe humanitaria que presenta un saldo a día de hoy de más de medio millón de muertes y doce millones de personas contagiadas. Esta pandemia no va a ser una catástrofe, ya es una catástrofe mundial. Y no ha sido mayor por las políticas monetarias y presupuestarias expansionistas que han aplicado todos los gobiernos de todos los países; especialmente, los de los países capitalistas avanzados que contaban con mayor capacidad y márgenes de endeudamiento público.

Quizás, si en lugar de utilizar la evolución del antipático concepto del PIB cuantificamos el número de empleos perdidos en todo el mundo se entienda mejor el tamaño del desastre económico y sus consecuencias. Según datos recientes de la OIT, en el primer trimestre de este año han desaparecido en todo el mundo el equivalente a 160 millones de empleos a tiempo completo (de 40 horas semanales) o un 4,5% del empleo total. Las últimas previsiones, para el segundo trimestre, con un confinamiento más generalizado e intenso, son de unas pérdidas aún mayores, un 10,5% de los empleos totales o lo que es lo mismo 365 millones de empleos a tiempo completo. Sus efectos sociales pueden comprenderse mejor si se piensa que la pérdida de horas trabajadas ha golpeado con especial saña a los sectores de la economía informal que predominan en los países pobres o empobrecidos: de un total aproximado de 2.000 millones de trabajadores y trabajadoras de la economía informal, tres cuartas partes se han visto afectadas y han perdido el 60% de sus rentas; especialmente en América Latina, donde la pérdida de rentas entre estos trabajadores alcanzó un 81% del total de sus ingresos, y en el conjunto de los países de renta baja y media-baja, con una pérdida de rentas del 82%. Un auténtico desastre social que ha aumentado masivamente los niveles de pobreza y desigualdad en el interior de todos los países y entre las grandes regiones mundiales, con un especial descalabro de los países pobres por sus enormes dificultades para endeudarse y disponer de la financiación necesaria para combatir la pandemia y sus impactos económicos y sociales.

Las previsiones del FMI para los países capitalistas avanzados que forman parte del G-20 superarían con mucho, este año 2020, los desequilibrios de las cuentas públicas españolas: su déficit medio sería del 18% del PIB y la deuda pública, del 141,4% del PIB

En Europa, sin dejar de ser un desastre relativo, la pandemia provocó una pérdida de empleos muy inferior, algo más de 4 millones de empleos (un 2,5% del total) en el primer trimestre y 20 millones en el segundo trimestre (un 13,1% del total). Una pérdida de empleos y rentas salariales que ha sido amortiguada por la pronta reacción de las instituciones comunitarias y los respectivos gobiernos nacionales, que mantuvieron gran parte de los empleos, el tejido empresarial y las rentas de trabajadores asalariados y autónomos con fórmulas similares a las que en España se han concretados en los ERTE, rentas mínimas, reducciones y moratorias fiscales y líneas de crédito barato con garantías del sector público.

Según la Actualización del Programa de Estabilidad 2020 presentada por el Gobierno de España, la reducción anual del número de horas trabajadas en la economía española este año 2020 alcanzarán un porcentaje estimado de casi un 10% del total, concentradas en el primer semestre del año; sin embargo, la previsión de aumento de la tasa de paro en 2020 será de algo menos de 6 puntos porcentuales, hasta el 19% de la población activa. Gracias a los ERTE (que han mantenido 3,4 millones de empleos) y a las políticas de protección de empleos y empresas, la parálisis económica no se ha traducido en una pérdida de similar cuantía de empleos y rentas: el mayor nivel de pérdidas de trabajadores afiliados a la Seguridad Social fue de 883.053, entre febrero y abril, y el número de empresas inscritas en la Seguridad Social se redujo en 91.240 durante el mismo periodo. Sin los ERTE y el resto de medidas que han protegido la actividad económica y el tejido empresarial, la tasa de paro habría sobrepasado este año, muy probablemente, el nivel máximo del 26,9% de 2013 y el número de empresas desaparecidas habría sido mucho mayor. Del mismo modo que sin el Ingreso Mínimo Vital (diseñado para proteger en una primera fase a 850.000 hogares y un total de 2,3 millones de personas que sufren mayores riesgos de exclusión social) y el resto de medidas de protección social que se han aprobado, la explosión de pobreza y desigualdad habría alimentado una situación política y social límite, que es la que pretendían Casado y Abascal con su alocada apuesta por la ingobernabilidad.

El generalizado y desigual aumento de la deuda pública mundial

Resumamos las estimaciones de las cuentas públicas españolas este año 2020 realizadas por el Gobierno de España en abril (Actualización del Programa de Estabilidad, 2020): el déficit público alcanzará un 10,3% del PIB como consecuencia de una caída de la recaudación pública de 25.711 millones de euros y un incremento del gasto público de 54.765 millones de euros. Un desconocido incremento anual del gasto público, pese a que los intereses pagados por la deuda pública apenas variarán en 3 décimas (de un 2,3% en 2019 a un 2,6% del PIB) gracias al programa de compra de deuda pública del BCE. Como consecuencia de ese déficit, la deuda pública española dará un gran salto, desde el 95,5% del PIB en 2019 hasta el 115,5%, sin llegar a perder su solvencia. Sin el respaldo del BCE, España no habría podido financiar ese déficit público y se habría convertido ya en un Estado insolvente, incapaz de atender los pagos derivados de su deuda pública.

De igual forma, sin la suspensión de las reglas presupuestarias establecidas por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento o sin la ratificación del Consejo Europeo del 23 de abril de un paquete de 540.000 millones de euros, fundamentalmente en forma préstamos baratos no sujetos a condicionalidad, para mantener el empleo (programa “Sure”), permitir una atención sanitaria más eficaz y proporcionar liquidez a empresas y autónomos y evitar su cierre, los impactos inmediatos de la pandemia habrían sido mucho más destructivos. Por último, sin los fondos comunitarios del Plan de reactivación de la economía europea pendiente de aprobar, España no podría impulsar la reactivación de su economía, porque carece de capacidad y márgenes de financiación suficientes. Gracias a ese Plan y a la financiación comunitaria, España podrá acortar a dos años (2021 y 2022) el periodo para superar la recesión y sus impactos más destructivos.

Las últimas estimaciones de evolución de las cuentas públicas españolas en 2020, publicadas por el FMI el pasado mes de junio, son peores que todas las anteriores, como consecuencia de una mayor caída del PIB (-12,8%): el déficit público alcanzaría en 2020 el 13,9% del PIB y la tasa de endeudamiento se elevaría hasta el 123,8%.

Aun así, las previsiones del FMI para los países capitalistas avanzados que forman parte del G-20 superarían con mucho, este año 2020, los desequilibrios de las cuentas públicas españolas: su déficit medio sería del 18% del PIB (con EEUU en cabeza, 23,8%) y la deuda pública, del 141,4% del PIB (con Japón, 268% e Italia, 161%, encabezando la clasificación). Gracias a estos inéditos déficits públicos los países capitalistas avanzados conseguirán que el hundimiento del producto no se aproxime a las nefastas cotas y consecuencias económicas, sociales y políticas provocadas por la crisis financiera de 1929 y la consiguiente Gran Depresión.

La crisis del covid-19 destilará en la próxima década un mundo con un muy alto endeudamiento público y grandes diferencias entre los países capitalistas de mayor nivel de renta, que pueden permitirse tener grandes déficits públicos y altos niveles de endeudamiento público, y los países emergentes o en desarrollo de bajo nivel de renta, que no podrán aumentar tanto sus déficits y deudas públicas y que, como consecuencia no podrán afrontar con similar contundencia la lucha contra la pandemia, contener sus impactos económicos y sociales o propiciar la futura reactivación económica. Así, frente al déficit público ya mencionado (una media del 18% del PIB) de los países avanzados del G-20, los países emergentes también pertenecientes al G-20 solo alcanzarán de media un 11,3%. Y los países en desarrollo de débil renta, apenas un 6,1%. La consecuencia social de esta tan desigual utilización del déficit público para contener los impactos de la pandemia serán un mayor crecimiento de la pobreza en los países más pobres y una mayor desigualdad de renta entre países ricos y países pobres, tendencias que tanto valen para este año de contención de la pandemia y la recesión como para los años 2021-2022 de reactivación económica y superación de la recesión.

Del mismo modo, los niveles medios de endeudamiento público de los países emergentes (64,1% del PIB) y de los países más pobres (48,2%) se mantendrán en niveles muy inferiores a los de los países más ricos (141,4%). Pero no por ello es menos importante para la comunidad internacional la gestión de una reestructuración y anulación de su deuda pública generada por el covid-19 en los países más pobres, porque es imprescindible para que sus economías y poblaciones puedan respirar y plantearse su simple supervivencia.

En un próximo artículo analizaré qué fórmulas de gestión de los altos niveles de la deuda pública en los países capitalistas desarrollados y, especialmente, en la UE, se están barajando, son previsibles o más probables. Sólo adelantaré dos ideas. Primera, cualquier intento de revivir las viejas reglas presupuestarias del Pacto de Estabilidad y Crecimiento o concretarlas en apresuradas políticas de consolidación fiscal y ajuste presupuestario como los que sufrimos entre 2011 y 2014 son improbables y serían inaceptables y gravemente dañinas para los países del sur de la eurozona y el propio proyecto de unidad europea. Y segunda, no hay soluciones mágicas o sin costes en la necesaria reducción paulatina de la deuda pública mundial. 

El necesario aumento de la deuda pública para afrontar la crisis del covid-19