Necesitamos tu ayuda para seguir informando
Colabora con Nuevatribuna
Políticos, diplomáticos, analistas y medios llevan meses advirtiendo del “riesgo de escalada militar” entre Israel y la milicia libanesa de Hezbollah (Partido de Alá, de confesión chií). Todavía están en esa narrativa, pese a que lo ocurrido en estos últimos días permitiría hablar ya de guerra. Se puede incurrir en discusiones técnicas sobre la amplitud de las operaciones y, fijar una línea rebasada la cual se considere calificar la confrontación de “guerra”.
Este tipo de disquisiciones importan muy poco a la población que sufre los efectos de una hostilidad tan intensa. Sólo el pasado fin de semana ha habido centenares de muertos en el sur del Líbano y en Beirut; a las que hay que sumar un par de víctimas mortales en poblaciones del norte de Israel. Los intensos bombardeos israelíes de los últimos días difícilmente pueden escapar a la sensación de que el Líbano se encuentra atrapado de nuevo en la guerra. Una más.
No estamos ya en los años setenta del pasado siglo, cuando EEUU y la URSS pudieron controlar el desarrollo de la guerra del Yom Kippur
Desde el pasado verano, se han venido haciendo intensas gestiones bajo control del gobierno norteamericano para que se mantuvieran las denominadas “reglas de confrontación” entre las dos partes, instauradas desde el final de la guerra que acabó en 2006 con la evacuación israelí del Líbano salvo algunas posiciones de seguridad y control.
Desde octubre del año pasado, el liderazgo de la milicia chií se ha visto condicionado por las operaciones de Israel en Gaza y las interminables y falaces negociaciones para lograr treguas “humanitarias”. Mientras la campaña israelí continuase, era difícil que Hezbollah abandonara su política de solidaridad con Hamás y cesara en su hostigamiento intermitente contra las posiciones de Israel en la frontera o sobre núcleos dispersos de población. Todos los especialistas en este conflicto han venido coincidiendo en que ni Hezbollah ni Israel estaban interesados en una “escalada” que pudiera derivar en una “guerra total” (1).
La gran pregunta es si, para llegar a la situación en la que nos encontramos ahora, ha habido realmente voluntad de respetar esta actitud de restricción mutua o si uno o los dos bandos ha cambiado de estrategia y parece ahora más dispuesto a no frenar a toda costa la deriva militar. Hay opiniones para todos los gustos.
El ataque mediante la instalación de explosivos en buscas y walki-talkies empleados por operativos de Hezbollah ha sido jaleado como una muestra más de la “audacia” israelí en su combate contra sus enemigos. Se quiere dar la impresión de que Israel ha iniciado ya la “fase psicológica” de esa hipotética escalada, al infligir tamaña “humillación” a la milicia chií y enviarle el mensaje de que todas sus defensas y escondites son vulnerables (2).
Se puede incurrir en discusiones técnicas sobre la amplitud de las operaciones y, fijar una línea rebasada la cual se considere calificar la confrontación de “guerra”
Si se acepta este enfoque, parece claro que la decisión de la milicia chií no parece depender de su voluntad o designio estratégico, sino de su capacidad militar real para actuar sin perecer en el esfuerzo. Durante años se ha considerado a Hezbollah como el actor más sólido de la red de agentes proiraníes en Oriente Medio, de la que forman parte las milicias chiíes iraquíes, unidades especiales del ejército sirio, las milicias yemeníes de los hutíes y otros efectivos menores. Con un stock calculado de 100.000 mil cohetes, sistemas de detección e intercepción de misiles y un arsenal notable de drones, las capacidades bélicas de Hezbollah ha aumentado notablemente en las últimas décadas. A lo que hay que sumar la experiencia en combate reforzada por su participación en la guerra de Siria, donde fueron uno de los puntales del apoyo al régimen de Assad.
Pero dicho todo esto, la fortaleza de este partido-milicia palidece ante la superioridad abrumadora de Israel, que también es hoy mucho más fuerte que hace dieciocho años. La citada operación de los buscas no es, en realidad, más que un episodio más de una larga trayectoria de esfuerzo tecnológico por preservar la noción de invencibilidad israelí (3).
De lo anterior se deduce que el control de esa famosa “escalada” (o, para ser más fiel a la realidad, el freno de la misma antes de llegar al último escalón) sólo está en manos de Israel. No sólo el más fuerte militarmente dicta las normas y el ritmo de las guerras, por lo general. También el que posee las mejores bazas diplomáticas puede gestionar el alcance de los conflictos cuando ya se convierten en inevitables. Israel también domina ampliamente en este campo, pese a esa apariencia hipócrita de neutralidad de Estados Unidos y la impotencia habitual de los estados europeos más implicados. Una cosa es que se quiera frenar la escalada y otra que se esté dispuesto a controlar al bando más fuerte para impedir que imponga su ley o su estrategia. Washington no ha frenado significativamente a Israel en Gaza y no lo hará en Líbano, por mucho que los dirigentes norteamericanos afirmen lo contrario.
El ataque mediante la instalación de explosivos en buscas y walki-talkies empleados por operativos de Hezbollah ha sido jaleado como una muestra más de la “audacia” israelí en su combate contra sus enemigos
Hezbollah, sin duda, no está sólo o aislado. Sus socios del “eje de resistencia” pueden hostigar a Israel, abriendo frente simultáneos, pero es difícil que le ocasionen problemas insolubles. Además, no debe olvidarse que en el combate contra los hutíes yemeníes en el Mar Rojo participan fuerzas navales occidentales bajo el habitual liderazgo norteamericano.
En lo que respecta al gran patrón de la milicia libanesa, el régimen iraní, su capacidad de maniobra es también muy reducida. Las escaramuzas de confrontación directa entre Israel e Irán fueron abortadas hace unos meses no solo por la intervención de la administración Biden, sino también por la cautela dominante de ambas partes. Se juega siempre en la región con la noción de que, tarde o temprano, habrá una guerra entre estos enemigos irreconciliables. Pero ni eso está tan claro, ni ha llegado el momento, a pesar de las apariencias. La razón es simple: una guerra contra Israel podría significar el régimen de la teocracia chií, sometida a una presión social interna sin precedentes. Irán perdería esa guerra, sin apenas dudas. Israel podría verse muy afectada o sufrir daños difícilmente aceptables, pero prevalecería, aunque para ello tuviera que implicarse Estados Unidos, lo que haría, llegado el caso, sin reservas.
Esta dimensión de “catástrofe” superaría los límites regionales y podría derivar en una guerra internacional sobre cuyas consecuencias se pueden hacer muchas especulaciones, pero no evaluaciones muy precisas. No estamos ya en los años setenta del pasado siglo, cuando EEUU y la URSS pudieron controlar el desarrollo de la guerra del Yom Kippur. Pero basta con que la superpotencia norteamericana conserve casi intacto su poder de presión para decidir el curso de los acontecimientos. La cautela de China, que ha adquirido un perfil bajo en la crisis, y el silencio de Rusia, que apenas si ha condenado verbalmente la matanza de Gaza, hacen pensar en una estrategia deliberada de ambas potencias para depositar en Washington la carga del conflicto. Teherán ha desarrollado una diplomacia triangular con Pekín y Moscú, pero no le alcanza para apelar a un pacto de protección o defensa, en caso de un ataque masivo israelí. Lo que el régimen podría esperar de sus socios sería, tal vez, una intervención neutralizadora en las primeras fases del conflicto, antes de que la derrota y fin del régimen se hiciera inevitable.
Todas estas implicaciones operan en la mente de los dirigentes políticos y militares israelíes estos días en que la llamada “guerra total” se encuentran oscilando en el filo de la navaja.
NOTAS
(1) “Hezbollah doesn’t want a war with Israel”. MOHANAD HAGE ALI. FOREIGN AFFAIRS, 26 de julio.
(2) “The beeper balance sheet”. DANIEL BYMAN. FOREIGN POLICY, 19 de septiembre.
(3) “Attacks on Hezbollah alter balance of power in long-running fight”. BEN HUBBARD. THE NEW YORK TIMES, 21 de septiembre