viernes. 19.04.2024
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Foto: Kremlin

Joe Biden, pierde fuelle político. Su índice de aceptación disminuye, como suele ocurrirles a los presidentes norteamericanos, tras el entusiasmo inicial, en este caso reforzado por el alivio de haberse quitado de encima la pesadilla de Trump.  Las guerras legislativas, el fuego amigo y la confusión de responsabilidades por la demora en la ejecución de sus proyectos de obras públicas y protección social ha lastrado a Biden, debilitado por el fuego amigo de los demócratas conservadores, como ya le ocurriera a Obama o a Clinton.  

En ocasiones, estas adversidades internas se veían compensadas con iniciativas externas de cierto fuste y de superior despliegue propagandístico. Biden no ha contado con eso. Más bien al contrario: se ha atascado en una retórica defensa de la democracia urbi et orbi, tan contradictoria como siempre. Washington sigue amparando dudosas democracias amigas o cooperantes y acosando a regímenes no más autoritarios, pero sí menos dóciles.  

La política exterior de Biden, en todo caso, está consumida por el esfuerzo de frenar a China, sin traspasar limites indeseables de conflicto. Es decir, se trataría de gestionar una nueva guerra fría con espacios cálidos de colaboración, en aquellos ámbitos que sirven a los intereses generales del orden liberal internacional (un sistema comercial que embride las prácticas francotiradoras de Pekín y una transformación ecológica que no perjudique a la economía altamente contaminante de los Estados Unidos). La cuadratura del círculo. 

Los servicios de inteligencia norteamericanos han advertido de una concentración inusual de tropas rusas en la frontera con Ucrania

Los otros asuntos internacionales son secundarios, lo que no quiere decir menores. Destacan dos: las relaciones con Rusia (conectada por muchos pasillos con China) y la contención de Irán (en un periodo de repliegue norteamericano en Oriente Medio). 

EL AJEDREZ UCRANIANO

La pretensión de la actual Casa Blanca con el Kremlin consiste en limitar su capacidad disruptiva en el antiguo espacio soviético y evitar, con estímulos medidos y precisos, que no se incline demasiado del lado chino. Como parte del primer objetivo, lo prioritario ahora es disuadir a Putin de una nueva aventura militar en Ucrania. 

En las últimas semanas, los servicios de inteligencia norteamericanos han advertido de una concentración inusual de tropas rusas en la frontera con Ucrania (más de 100.000 soldados y equipamiento notable), lo que hace temer una invasión (1). Moscú no lo niega tajantemente, porque eso supondría dar explicaciones sobre decisiones que competen a su exclusivo ámbito soberano. Este juego de sobrentendidos está plagado de peligros. 

Rusia tiene preocupaciones legítimas en Ucrania, y Washington lo reconoce. Desde comienzos de los noventa, la ampliación de la OTAN al Este ha provocado pesadillas en Moscú y ha sido uno de los motivos de la deriva autoritaria en el país. Putin aprovechó este malestar para construir un discurso de reacción nacionalista y patriótico. La “recuperación” de Crimea fue el cénit de esa política de recuperación de la confianza tras el humillante hundimiento soviético. La posterior rebelión de las fuerzas prorrusas del este de Ucrania contra el gobierno central, con su centro de gravedad muy escorado hacia Occidente, sirvió de palanca de presión a Moscú para impedir lo insoportable: la incorporación del vecino a la Alianza Atlántica. 

La guerra del este de Ucrania se congeló con las dos ediciones de los acuerdos de Minsk. Un compromiso que estabilizó los frentes de combate, facilitó el intercambio de prisioneros y anunció un pacto político: estatuto de autonomía para las regiones rusófonas (Luhansk y Donetsk) y retirada de las tropas rusas de apoyo a los rebeldes. El cumplimiento de este último punto, el de más alcance, pero también el más complejo, se ha ido demorando. Kiev sostiene que primero deben alejarse los rusos de su territorio y luego arbitrarse el sistema de representación especial de esas regiones fronterizas. Moscú replica que sin la presión armada nunca tendrán autonomía esas poblaciones prorrusas.

Los acuerdos de Minsk fueron negociados por Alemania y Francia bajo el llamado formato Normandía (por el lugar donde se desarrollaron las negociaciones previas). Pero Moscú quiere implicar ahora a Washington, que, a la postre, lidera la alianza occidental. No se trata solo de negociar con el pez gordo. El Kremlin quiere reconocimiento internacional; es decir, plaza en la mesa principal del mundo. No quiero ser un segundón (2).

La entrevista telemática de Biden con Putin este 8 de diciembre no parece haber desatascado la crisis. El presidente norteamericano ha advertido a su colega ruso que una operación militar en Ucrania tendría muy graves consecuencias, en forma de sanciones muy duras, más aún de las impuestas tras la anexión de Crimea. El principal blanco de estas medidas serían las élites rusas que colaboran con el Kremlin: la nomenklatura actual. También se le ha advertido a Putin que Estados Unidos y Alemania podrían paralizar la entrada en funcionamiento del gasoducto Nordstream-2 (3). Si Rusia se atreviera a agredir a Ucrania, el flamante gobierno alemán parece abierto a asumir este riesgo, después de que Merkel se mostrara resistente a las maniobras boicoteadoras de Washington durante años.

Putin arriesga mucho con una operación militar, y no sólo por las represalias económicas que pudiera ejercer Occidente (4). Washington ha reforzado militarmente a Ucrania y seguirá haciéndolo. El coste de una invasión sería altísimo y no está garantizado un control inmediato. La situación económica de Rusia es frágil y la estabilidad política, pese al refuerzo del sistema autoritario personal, no es tan sólido como se proclama desde el Kremlin.

IRÁN: EL ACUERDO IMPOSIBLE  

Con el programa nuclear iraní hay también un juego de imposturas. El cambio de gobierno en Irán a favor de la tendencia más conservadora alineada con el Guía Supremo ha afianzado una posición exigente en las negociaciones con Washington. A la postre, la política de “máxima presión” de Trump y la retirada del acuerdo negociado por la administración Obama (JCPOA) ha favorecido a los intransigentes en Teherán (5). 

Una vez que Estados Unidos abandonara el acuerdo, Irán recuperó su programa inicial, lo que ha supuesto el enriquecimiento de más uranio a más alta capacidad y en mayores cantidades, el empleo de tecnología entonces bloqueada y, en consecuencia, la reducción del tiempo necesario para hacer efectiva la bomba. Antes de la reanudación de las negociaciones, Washington exigió a Teherán que diera marcha atrás. Pero los iraníes pusieron como condición que se levantaran de inmediato la mayoría de las sanciones y que EE.UU. se comprometiera a que no habría futuras renuncias, algo que Biden no puede garantizar (6).

La Casa Blanca dice querer honrar el acuerdo de Obama, pero no exactamente el mismo acuerdo. No pretende solamente que Irán vuelva a los márgenes de 2015. Quiere también reducir la capacidad de maniobra de Teherán en Oriente Medio, neutralizar su programa armamentístico (sobre todo sus misiles) y desactivar a las milicias chíies que sirven de correa de transmisión de los intereses iraníes en Irak, Líbano, Yemen, Siri, etc.  Es decir, Biden pretende ejercer una contención rígida del régimen teocrático de los ayatollahs: lo que Washington lleva inútilmente persiguiendo desde hace cuatro décadas. 

En el pulso con Irán, Biden parece en mejores términos con el nuevo gobierno israelí de lo que estaba Obama con Netanyahu. Hasta cierto punto. Si el gobierno ultraconservador iraní continua en su carrera nuclear, hay que dar por seguro que Israel intensificará sus operaciones boicoteadoras encubiertas (hackeos, asesinatos de científicos, destrucción de instalaciones...). Y Washington callará, es decir, concederá (6). Si Irán pretende completar su programa nuclear, “eso no pasará”, según palabras del secretario de Estado norteamericano, Anthony Blinken. 

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NOTAS

(1) “Is Russia preparing to invade Ukraine”. PAUL KIRBY. BBC, 8 de diciembre. “Is Russia preparing to invade Ukraine?”. EMMA ASHFORD y MATTHEW KROENING. FOREIGN POLICY, 19 de noviembre. 
(2) “Diplomacy -and strategic ambiguity- can avert a crisis in Ukraine”. ANGELA STENT (Brookings Institution). FOREIGN AFFAIRS, 6 de diciembre; ( ) “Russia won’t let Ukraine go without a fight”. MICHAEL KIMMAGE y MICHAEL KOFMAN. FOREIGN AFFAIRS, 22 de noviembre. 
(3) “What sanctions could the US hit Russia with if It invades Ukraine?”. THE GUARDIAN, 7 de diciembre; ( ) “Biden is running out of time to help Ukraine fend off Russia”. AMY MCKINNON, JACK DETSCH y ROBBIE GRAMMAR. FOREIGN POLICY, 6 de diciembre.
(4) “Are Russia and Ukraine once again on the brink of a war?”. ALEXANDER BAUNOV. CARNEGIE, 1 de diciembre
(5) “What the Raisi administration wants in the nuclear talks”. SAEB SADHEGI. FOREIGN POLICY, 7 de octubre.
(6) “Iran won’t back down. As nuclear talks resume, Teheran isn’t looking to compromise”. MOHAMMAD AYOTALLAHI TABAAR. FOREIGN AFFAIRS, 2 de noviembre;  “Iran feels cornered by the Biden administration”. KIM GHATTAS (THE WASHINGTON INSTITUTE ON MIDDLE EAST). THE ATLANTIC, 1 de diciembre.
(7) Nuclear iranienen: Isräel réclame plus de fermeté face a Téhéran. LOUIS IMBERT. LE MONDE, 24 de noviembre.

Los enredos diplomáticos de Biden