sábado. 20.04.2024
inmigrantes EEUU

Durante el mandato de Donald Trump Estados Unidos vivió una de las etapas más duras respecto de su política migratoria. La obsesión del magnate que el próximo 20 de enero cederá la Casa Blanca a Joe Biden, lo llevó a pensar en alternativas anti-inmigrante que -de haberse producido en cualquier otro país- hubieran hecho saltar los resortes de las sensibilidades de quienes presiden organismos internacionales de Derechos Humanos. 

En junio de 2018 la llamada “tolerancia cero” contra la inmigración irregular, produjo uno de los espectáculos más inhumanos en la historia reciente del país de las oportunidades. Las imágenes de niños enjaulados en perreras recorrieron el mundo. El centro de detención de inmigrantes ilegales de Texas fue el sitio del experimento Trump contra el aluvión de indocumentados. No se trataba de Venezuela ni de Cuba. La aberración contra los derechos fundamentales del ser humano se producía en esa América modelo a la que Trump prometía “hacer grande otra vez”. Niños separados de sus padres, niños enjaulados; muestrario de una atrocidad naturalizada por los medios de comunicación cómplices de la barbarie perpetrada en el país de la libertad.   

En 2019 el diario New York Times publicó un artículo en el cual aseguraba que la obsesión de Trump por frenar la inmigración lo había llevado a plantear nuevas y extremas alternativas. “Deberíamos disparar a las piernas de los inmigrantes que intentan cruzar a través de la frontera sur”, había sugerido el presidente de los Estados Unidos, quien en otro arrebato de manifiesto fascismo había propuesto electrificar el muro fronterizo con México. “Invertiremos 3.600 millones de dólares en fondos militares para frenar la invasión de narcotraficantes y criminales”, había prometido en campaña Trump, conquistando a esa facción de la sociedad norteamericana blanca, cristiana y estúpida que considera que inmigración y crimen son la misma cosa.    

Pero durante los años en los que se habló del muro que detendría el flujo migratorio provenientes del patio trasero, poco y nada se dijo de los millones de inmigrantes ilegales que residen en Estados Unidos y que no caminaron desiertos ni lucharon contra las corrientes del Río Bravo para ingresar al país, sino que volaron y entraron con visa, pasaron la inspección en el aeropuerto y se quedaron. 

Según el Centro para Estudios de Migración, de los 3,5 millones de inmigrantes indocumentados que entraron a Estados Unidos entre 2010 y 2017, el 65 por ciento llegó con un sello de permiso en el pasaporte. Durante ese periodo se quedaron más personas procedentes de India que de cualquier otro país. La administración Trump no hizo referencia a esta otra irregularidad, sino que se cebó con los inmigrantes procedentes de los países más castigados por la pobreza y la miseria, muchos de ellos expoliados por procesos conservadores, neoliberales; y por los usureros intereses de préstamos de organismos como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.

El desafío de Joe Biden será ahora blanquear la situación de millones de inmigrantes que viven sin derechos, que se dejan la vida en trabajos que no haría nunca un estadounidense, que cargan con el estigma de haber sido criminalizados y estereotipados a lo largo de los años, que día a día experimentan una pesadilla, y no el sueño americano.

Inmigrantes, el desafío de Joe Biden